miércoles, 6 de agosto de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE QUE LA VIDA ES MÁS SENCILLA AL AIRE LIBRE




Es un campo. Si no fuese por los autos y por las personas todo mundo sabría que es un campo. En el campo hay maleza, árboles y cielos, cielos con nubes (como éste).
Cuando una persona citadina acude a un campo llena su vista con árboles, con cielos y con maleza. Procura no ver los autos, porque los autos son la plaga de todos los días en su ciudad.
Los citadinos van a los campos a llenarse de vida, de una vida pausada. Porque todo mundo sabe que en el campo la vida tiene otro ritmo. El aire corre libre, sin trabas.
En esta fotografía se ve un cerco que delimita. Esa línea con postes y malla de gallinero es la franja que divide el campo común con el campo privado. Del otro lado hay un campo cultivado por las manos de personas. Se alcanza a ver un sembradío de maíz. Una de estas tardes, las plantas crecerán y prodigarán elotes, muchos elotes, para asar, para hervir. Los niños comerán elotes como ahora se acostumbra, con mayonesa, queso y salsa roja; los viejos los comerán como los han comido desde siempre, quitando los granos uno por uno (los que ya no tienen dientes) o agarrándolos con las dos manos y dándoles una tarascada.
Pero, se sabe, para que la milpita crezca necesita del agua bendita. Si el terreno (como es el caso) no es terreno de riego, las personas imploran la lluvia. La lluvia debe ser perfecta, en la proporción suficiente. Debe caer cuando la planta está creciendo y debe hacerlo en la dosis precisa para que la planta “no se ahogue”. ¿Qué sucede cuando una milpa no se está logrando? La gente reza, pide que Dios envíe la lluvia. Algunas personas, en su desesperación, hacen lo que estos hombres hacen, acuden a los límites precisos del campo sembrado e inyectan urea a la tierra. Es un intento desesperado por abonar la tierra, por aportarle nutrientes, por ver si Dios hace el milagro de amacizar la milpa.
Los más prácticos dicen que esto es mentira. En realidad, estos hombres tuvieron necesidad de orinar y, como no son descarados, se retiran hacia donde está un muro “invisible” y hacen lo que tienen que hacer.
Mariana dice que esto tampoco es cierto, que no les ganó la urgencia, dice que estos hombres participan en un concurso. Dice que de este lado, donde está el fotógrafo, están cientos de espectadores (que comen elotes asados). Es el concurso tradicional de orinadas. Mariana dice que en el piso hay jícaras (como esas que se usan para beber pozol) y el chiste del juego consiste en atinarle con el chorro de orín a la jícara. Gana quien (después de un análisis como de químico parasitólogo) haya llenado más la jícara. A la cuenta de ¡uno, dos, tres!, los cuatro mejores orinones del ejido corren, sacan su instrumento, apuntan a la jícara y orinan. Los chorros se muestran plenos, como de cascada. La gente, en las tribunas, echa porras. Algunas de estas porras tienen rima: “¡Pancho, Pancho Panchón es el más orinón y será el campeón!”. Algunas otras son más impúdicas: “Algodón, dril y jerga; algodón, dril y jerga, la del tío Concho es la mejor verga”.
En esta fotografía se aprecia cómo el primer competidor está a punto de encontrar su pinga; mientras el segundo, tonto, en lugar de concentrarse en su objetivo, mira cuánto orín logró el de la chamarra blanca, porque éste, a pesar de que es el mayor, ha sido durante ocho años consecutivos el campeón. Se ve en la fotografía que el tercer concursante ya terminó, se aprecia el movimiento de su mano izquierda al darle las últimas sacudidas al miembro. El cuarto concursante está concentrado, va a la mitad del desfogue de su vejiga y está a punto de llenar la jícara. Al final, el mundo sabrá que este cuarto concursante fue el campeón.
Ah, qué gusto sentir el aire del campo. Qué alegría rememorar esos juegos tan del Medioevo.