HASTA EL PRÓXIMO SIGLO
Armando mató al fantasma. La portada del diario del lunes 18 de marzo mostró el siguiente título a ocho columnas: “No pudo más y mató al fantasma de la Casa López”. El vendedor de la esquina agotó todos los ejemplares. A las ocho de la mañana con veinte fue por más periódicos, pero en la distribuidora le dijeron que la edición se había agotado. Todas las personas de Comitán sabían la historia del fantasma de la casa de Armando, así que cuando vieron el titular del periódico corrieron a adquirirlo. En el puesto de Nelo la gente, incluso, hizo fila y los últimos patalearon y exigieron un mejor trato cuando hallaron que no habían alcanzado periódico. Algunos pidieron prestado el periódico al vecino y fueron a sacar fotocopia al reportaje.
Por lo regular, todas las noches, desde tiempo inmemorial, la gente que pasaba por la calle se detenía frente al balcón de la Casa López porque la sombra caminaba, justo a las diez con doce minutos de la noche, del baño hacia la cocina. La sombra caminaba con parsimonia, como si lo hiciese en cámara lenta, un tanto encorvada, con ayuda del bastón. El tranvía turístico hacía una pausa en su recorrido y a la hora que el fantasma aparecía el guía informaba: “Ustedes están presenciando el recorrido que hace el fantasma todas las noches” y los turistas accionaban sus cámaras y exclamaban asombro, acodados sobre la baranda del camión. Armando contaba, a los periodistas que lo entrevistaban, que desde niño había convivido con el fantasma. Según la versión de la abuela, el fantasma era el espíritu de tío Cleofas que murió una noche que se bañaba y resbaló en la tina. Los parientes hallaron el cuerpo del tío hasta la mañana siguiente, dicen que estaba bocabajo como un sapo, con los brazos extendidos. Los parientes llegaron, como lo hacían todas las mañanas en que le llevaban el desayuno, y tocaron la campana, pero nadie salió a abrir, entonces brincaron la barda, quebraron un cristal de la ventana de la sala y hallaron, en la mesa de la cocina, una taza de café frío y dos panes franceses al lado de una mantequillera. Buscaron al tío en la habitación y luego fueron al baño, abrieron la puerta y vieron el culo del tío como una enorme isla partida en dos. Por eso el fantasma se aparecía por la ventana, iba al baño y luego se deslizaba hacia la cocina, como para cumplir el ritual de la cena que su muerte dejó inconcluso.
La nota decía que la noche del 17, después de tomar una botella de ron, Armando (“joven estudiante de la universidad”) tomó un soplete, se colocó detrás de la puerta del baño y cuando el fantasma, como lo hacía todas las noches, se coló por la ventana de la sala (“con los brazos extendidos, como buscando su café con pan”), Armando salió y, loco, como si fuese un combatiente de Vietnam, fumigó al fantasma. Éste se hizo para atrás, en intento de esfumarse por donde había llegado, pero el fuego modificó la constitución de su ser y se topó con la pared, casi casi como si fuese un humano. Armando no dejó de accionar el gatillo del soplete que, como llave de agua, vomitó fuego por borbotones. El fantasma se consumió. Sólo una pizca de ceniza quedó, como si alguien hubiese tirado la ceniza de un cigarro. Para evitar que el fantasma recuperara su condición original, Armando, con una escobetilla, reunió la ceniza y la aventó en el fuego de la chimenea. Ahí, el fantasma del tío Cleofas se consumió íntegro. El pueblo se enteró de la desaparición del fantasma la noche siguiente cuando los turistas del tranvía se quedaron esperando la visión. Al otro día, el dueño del tranvía (quien tenía un contrato firmado y pagaba dos mil pesos mensuales a Armando) fue a reclamar. Armando abrió la puerta y dijo: “Ya, ya, no me diga nada, acá está su dinero. Mi tío no volverá a aparecer, porque anoche lo quemé”. Más tarde llegaron los periodistas e incluso la autoridad municipal. Armando los invitó a pasar y les señaló la boca de la chimenea: “Ahí está su pinche fantasma. Hagan de él lo que quieran”. El jefe de la policía ordenó a un subalterno a que recogiera la ceniza, por ver si se podía hacer algo con “el cadáver”.
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (II)
Eso fue lo que el periódico narró. El periódico completaba la nota con la descripción del entorno, una camisa sucia tirada en el piso y una botella de ron (“él jamás había probado alcohol en su vida”) y una pregunta que Armando, se supone, hizo al fantasma antes de desaparecerlo: ¿por qué él y no su abuelo Ramiro tenía el privilegio de seguir
Como ya se dijo, Armando convivió con el fantasma desde niño. Nunca le tuvo miedo. La primera vez que supo de su presencia jugaba carritos en el piso de la sala, al lado de su abuela que tejía una chambrita. Escuchó un ruido como de serpiente deslizándose en la arena, volvió la mirada y vio al fantasma que cruzó el cristal de la ventana sin mayor dificultad. “Ay, ¿por qué a esta hora?”, dijo la abuela, sin percatarse que el nieto estaba presente. El fantasma pasó frente a ellos, sin verlos y se dirigió directamente al baño, cruzó la puerta y, un minuto después, regresó por donde se había extraviado y fue hacia la cocina. El niño se levantó y preguntó a la abuela: “¿Por qué el señor es tan blanco, abuela?”. Hasta entonces la abuela cayó en cuenta de que el niño había presenciado todo. Dejó el tejido sobre la mesa circular, se paró y abrazó al nieto. No podía ocultar lo evidente, no podía mentir, no podía seguir negando la presencia del fantasma. “Es tu tío Cleofas -dijo-, es el fantasma de tu tío”. Así, con el niño envuelto en sus brazos, esperó que él preguntara ¿qué es un fantasma?, pero el niño no lo hizo. “Ah, bueno”, dijo el niño y se separó del abrazo de la abuela y se hincó de nuevo y siguió jugando carritos.
El fantasma nunca regresaba por el mismo sitio. En la cocina se evaporaba, como si fuese agua hirviendo y no volvía sino hasta la noche siguiente.
El periódico tampoco dijo que el fantasma y Armando, en los últimos tiempos, conversaban. La primera vez fue una noche en que Armando, ya estudiante del primer semestre de la Universidad, fue a la cocina y halló al fantasma a punto de esfumarse, era apenas como un hilo de humo. “Ay, tío, ¿por qué te vas tan pronto?”, dijo Armando, lo dijo como cuando alguien habla con un gato echado sobre el sofá, seguro que la pregunta no hallará respuesta. “Me voy porque acá nadie me ofrece una taza de café”, fue la respuesta que hizo que Armando sintiera una mano helada recorrer todo su cuerpo. ¡Dios mío -pensó Armando- el fantasma me respondió! Lo había hecho con una voz venida más allá de lo humano. Armando, entonces, venció el miedo y la próxima tarde fue a la cocina y, previendo la hora que llegaría el tío, calentó café y preparó una taza y dos panes franceses al lado de una mantequillera; luego fue a la cochera, sacó la bicicleta y fue a dar una vuelta, fue a hacer tiempo. Cuando regresó, dejó la bicicleta sobre la banqueta y entró corriendo a la casa. En la cocina halló que la taza de café estaba a la mitad, el cuchillo tenía rastros de mantequilla y uno de los panes había desaparecido. Había unas migas sobre la mesa. ¡El fantasma había tomado café y comido uno de los panes! Tal vez se había sentado, pensó Armando. Al día siguiente hizo lo mismo y así durante varias tardes más. Probó y descubrió los gustos del fantasma. El café lo terminaba cuando estaba endulzado con panela y no dejaba rastro de pan cuando, al lado de la mantequillera, había un poco de mermelada de fresa.
La tarde del uno de enero, Armando se atrevió. Sacó un poco de pavo del refrigerador, lo sirvió en un plato y se sentó a comerlo. Lo hizo a la hora que el tío, regularmente, llegaba a casa y “entraba” a través de la ventana. Adoptó una pose casual, como si fuese un papá inquieto por la llegada del hijo a medianoche, como no esperándolo, como si de pronto, en pijama, le hubiese dado un golpe de hambre y hubiera abierto el refrigerador para comer algo y, ¡oh, casualidad!, a la hora que el hijo entraba lo hallara ahí sentado a la mesa. El fantasma entró, después de cruzar la puerta del baño y se sentó frente a la taza de café humeante. Armando, con la vista agachada, siguió comiendo el trozo de pavo. Mascaba cada bocado con cuidado, apenas si abría la boca. Tenía la certeza de que en cualquier momento el fantasma hablaría. Lo sentía en el ambiente, que era como un cuchillo a punto de cortar el aire. “Han cambiado los tiempos. El café de antes era mejor”, dijo, por fin, el tío. Cuando lo dijo, un halo helado alcanzó el cuerpo de Armando, quien no pudo evitar cimbrarse. Un aroma de frutas podridas salió de la boca del fantasma e invadió toda la cocina. Armando se recuperó de inmediato, levantó la mirada y dijo: “Mañana tendré café de Córdova, de Veracruz, es el mejor”. El fantasma dejó la taza sobre la mesa y comenzó a desvanecerse, antes de convertirse en nada dijo: “Eso espero, Armando, eso espero”. Armando sonrió. A partir de ahí el fantasma comenzó a dejarse querer. Ya la abuela había muerto. Conforme el trato fue haciéndose más cercano, las intimidades y confidencias poco a poco se intensificaron. Llegó el momento en que Armando, entre sorbo y sorbo de café, comenzó a preguntar las dudas que todo mundo se hace con respecto al más allá. ¿En dónde permanecía? ¿Por qué seguía vagando por esas estancias? ¿De verdad era un alma en pena? ¿Podía hacer algo para darle sosiego a su espíritu? ¿Por qué algunas personas seguían vagando como fantasmas y otras no? ¿En dónde estaba la abuela? ¿En dónde su querido abuelo Ramiro? ¿Había café en la otra dimensión? El fantasma, fumando un puro, acompañado con una copa de coñac, sentado en una mecedora y ya con una bata de toalla, a cuadros verdes y blancos, dio respuesta puntual a cada una de las interrogantes. Cuando Armando se dio cuenta del legado maravilloso que tenía en las manos buscó la cámara de video y la instaló en un sofá, debajo de cojines. Después de la primera grabación, y cuando ya el fantasma se había ido, Armando la proyectó sobre una pared y sucedió lo que todo mundo sabía: la voz era un mensaje indescifrable, como si mil gallinas cacaraquearan al mismo tiempo. El fantasma no aparecía en el video, todo era un mero vacío. (Continuará).
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (III)
Una noche después, a la hora del segundo café y mientras el tío veía el partido de fútbol en la tele, Armando se acercó y le pidió por favor que escribiera “dos o tres líneas, tío”. “Pero qué quieres que escriba”, preguntó el fantasma, y Armando dijo que repitiera lo que ya había dicho acerca de por qué algunos muertos vagan de un lado para otro, sin sosiego. El tío tomó la pluma que Armando le acercó y comenzó a escribir sobre la hoja. Lo hizo con trazos exactos de letra manuscrita. El fantasma terminó, subió los pies a la mesa de centro, abrió una cerveza en bote y siguió viendo el partido. De vez en vez bajaba los pies, se paraba y gritaba: “Mándala al centro. Vertical. Avancen de manera vertical”. Cuando el partido concluyó, el fantasma se despidió y desapareció. Armando se acercó a la mesa y vio la hoja manuscrita, la tomó entre sus manos y llevó éstas a su pecho. ¡Era una prueba irrefutable! Pero, apenas lo pensó, la hoja se deshizo entre sus manos. ¡Mierda!, dijo, no hay una sola prueba de la existencia. Igual que sucedió con Jesús, todo lo que escriben los fantasmas ¡desaparece! Jesús escribió sobre la arena, los fantasmas escriben, al parecer, en el aire. Ellos mismos son el aire. Fue entonces, cuando, según el periódico, pensó en eliminarlo con algún elemento. Pensó que si el tío Celso había muerto ahogado, el elemento agua estaba descartado. ¿Cómo se eliminan los fantasmas? ¿Con tierra? No, con tierra se desaparecen a los muertos. ¿Con aire? No, porque los fantasmas, ya se dijo, son aire y se sabe que perro no come perro. ¿Qué quedaba? ¡El fuego! El fuego purifica. Se sabe que en la India no existen fantasmas, debe ser porque allá incineran los cuerpos a orillas del Ganges.
De acuerdo con la narración del periódico, la noche de su desintegración, Armando tomó una botella de ron, cuando resulta inverosímil, porque ahí mismo se consigna que él jamás había probado una gota de alcohol. Sin duda que el periodista lo escribió para justificar la acción de Armando. En realidad, esa tarde (porque fue en la tarde) el fantasma se sirvió el último trago, colocó un par de hielos en el vaso y dejó vacía la botella, todavía le dio unos ligeros golpes en el culo para que no quedara una sola gota. “Sé que estás pensando en desaparecerme”, dijo el fantasma: “Está bien, ya estoy cansado de esta rutina. De toda mi vida fantasmal, sólo estos últimos tiempos, a tu lado, me han sido placenteros”. Y el fantasma contó cómo todo era pasar paredes de un lado a otro sin sentido. Al principio, lo admitía, había sido interesante la rutina, incluso emocionante. La primera vez que se presentó en la casa, la abuela quedó tan blanca como él, ella se desvaneció sobre la mecedora, tiró su bordado y fue necesario llamar al médico de la casa, quien llegó con su maletín negro y sacó su estetoscopio y dijo que el shock había sido producto de una fuerte impresión. La abuela quedó sin habla por dos o tres días y se negó a que la llevaran a la sala. Pero, cuando la abuela se acostumbró a la presencia del fantasma, éste pasó a ser como el gato o como el canario que sólo de vez en vez se acuerdan de él y le dan un poco de alpiste. Al fantasma jamás le sirvieron un plato de alpiste, menos una taza de café. “Está bien, desaparéceme, ya estoy cansado de esta vida de mierda”. “No, no, en realidad, yo…”, dijo Armando, pero el fantasma lo interrumpió: “No lo niegues, todo lo sé, porque los fantasmas podemos saber el pensamiento de cada hombre”. “En realidad, tío…”, intentó justificarse Armando, pero el fantasma volvió a interrumpirlo, con voz alta dijo: “con una chingada, yo no soy tu tío”. “¿Cómo?, preguntó Armando, entonces, ¿quién eres?”. El fantasma se sentó, sopeó un pan en el café y, con voz lenta y cálida, dijo: “Soy tu abuelo, hijo”. “¡No!”, dijo Armando. “¿Cómo que no? ¿Quieres que te dé una prueba?”.
El lector inteligente ya intuyó el final de la historia (continuará. Próxima entrega final).