sábado, 2 de agosto de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL CHICHARRÓN DE HEBRA
Querida Mariana: llegué a casa de Martita y ella, en cuanto abrió la puerta, me dijo: “entrá, ¿quérés un café?”. Apenas había abierto la puerta, apenas nos habíamos saludado. Fue como en automático. Vos sabés que los comitecos somos generosos. En cuanto abrimos la puerta de la casa es como si abriéramos, también, la puerta de nuestro corazón. Hace muchos años iba a casa de Martita y de Luis, con frecuencia. Ellos, siempre generosos, abrían la puerta de su casa y de su corazón para mí. En cuanto me sentaba en esa sala llena de luz me ofrecían una cerveza y unas costillas que habían estado en salmuera en un caldillo de limón y con ramas de olor. ¡Ah, en mi vida había probado platillo tan delicado!
Si hago un recuento de mi vida, bien puedo sintetizarla en sabores y aromas. Muchos de estos ¡comitecos! Aun cuando retengo en mi endeble memoria sabores de otras esquinas. En un viaje que hice con mis papás, recuerdo con emoción, una tarde en Acayucan en que entramos a un local de esos que proliferan en ciudades calurosas. Del techo pendían ventiladores que giraban y giraban como trompos de movimiento perpetuo. Dos hombres estaban sentados en una mesa del fondo, recargados con sus sillas sobre la pared forrada de mosaicos blancos (como si fuese un hospital). El calor se concentraba. En la entrada un hombre hacía unos cortes finos sobre la carne que estaba en el trompo de los tacos al pastor. Un mesero se acercó a nuestra mesa y tomó la orden. Pedí cuatro tacos al pastor y un agua de melón. Mariana de mi vida, jamás había probado esa combinación de sabores: tacos al pastor y agua de melón. Aun hoy, muchísimos años después recuerdo con emoción esa mezcla de sabores. Tal vez sea esto a lo que se refieran los expertos bebedores de vino cuando hablan de maridaje, cuando nos explican qué tipo de vino se lleva mejor con qué tipo de comida. Tal vez, sin saberlo, los niños nos volvemos expertos en eso del maridaje entre comidas. Ya en la escuela primaria Matías de Córdova, en los años sesenta, aprendí que la coca cola se llevaba muy bien con las galletas que ahora se llaman crackets. Luego, ya en la adolescencia descubrí que los cacahuates japoneses que compraba en la dulcería del Cine Montebello se llevaban maravillosamente con un vaso de pepsi cola servido en vaso encerado. Ya, como estudiante de la UNAM, en la ciudad de México, descubrí que las papitas (de Sabritas) eran el complemento perfecto de un vaso de cerveza caguama. ¿Mirás bien lo que digo? La cerveza tenía que ser caguama. No sé qué secreto tienen los materiales, pero la cerveza en lata no sabe igual que la cerveza de botella de cristal. Entiendo que en cuestión de gastronomía todo tiene su secreto y todo tiene su sentido.
Ya te conté que después de vivir en Puebla durante nueve años llegué a Comitán, dejé la maleta en el zaguán de la casa y corrí al Mercado Primero de Mayo y pedí un vaso de jocoatol. Pensé en hincarme al llegar a esta tierra, pero ya el Papa Juan Pablo había choteado ese ritual, así que decidí, con un vaso de atol agrio, llenarme el corazón de la luz de este pueblo. Pedí un vaso de los grandes. Hice un ligero mohín cuando vi que la mujer metió el cucharón y desde arriba soltó el atol sobre un vaso de unicel (¡Dios mío, unicel!), pero entendí que ya no existían los vasos de cristal de mi niñez. Además el unicel, con todas sus desventajas, se advierte como más higiénico. ¿Cómo sobrevivimos los niños que tomábamos en vasos de veladora, babeados, a cada rato, por los consumidores? Los vasos de cristal los lavaban (es un decir) en una gran tina de peltre. El agua jabonosa estaba sucísima. Ahí, el hijo de la señora que vendía el atol metía los vasos, les daba una enjuagada con la mano y luego, con una manta igual de sucia que todo lo demás, los limpiaba.
Ahora llevo una dieta estricta. Sólo como frutas y verduras. Cuando acompaño a mis amigos a un restaurante (la Tablazón, por ejemplo, que ya subió de categoría y ahora ostenta su nombre verdadero: “Restaurante El Ángel”) y los miro comer los platos con frijol negro, la crema, tostadas de manteca, quesillo con chile y jugo de limón y chicharrón de hebra, Javier me pregunta si no se me antoja. Miro que su cara tiene una cara como de quien está en el cielo y mira que otro se retuerce de envidia en las llamas del infierno. ¡No!, le digo. Y la verdad es que nada se me antoja, porque disfruto la comida que como. Mi cerebro se acomodó de tal forma que agradece la bendición de la fruta y de la verdura. Disfruto cuando mis amigos le ponen un chorrito de limón y unas pizcas de sal en la tapa de la cerveza en lata y la beben como si fuesen unos extraviados en el desierto; disfruto cuando los miro que toman una tortilla y la colocan sobre la palma de su mano izquierda y colocan dos pedazos de chicharrón, así, en filita como si fuesen niños de escuela, y luego le rocían una salsa verde hecha en molcajete. A la tortilla le exprimen un poco de limón y sal, lo envuelven y, por la gracia de Dios, lo convierten en taco. Se hacen un poquito para atrás, para no manchar la camisa y le dan la primera tarascada. Miro sus caras contentas, sublimes, como si estuviesen a punto del orgasmo. Y es que, tal vez, el acto de comer tiene una gran semejanza con el acto del amor. Son placeres que los dioses compartieron con los humanos. La Biblia cuenta que Dios dijo a Adán y a Eva: “no comerás del fruto del árbol del bien y del mal”. Los que saben dicen que si Dios hubiese impuesto otra restricción, los humanos aún seguiríamos en El Paraíso. Pero sucede que Dios les impuso una tentación muy grande: “no comerás del fruto”. ¡Por el amor de Dios! He visto muchas veces cómo mi tía Eugenia comienza una dieta: “ahora sí va en serio”, dice. Los dos primeros días se sienta frente a la mesa y come (con desgano) dos chayotes y tres zanahorias hervidos. La cabrona de su hija Quenita pasa frente a ella con un vaso de esquites y le dice que si no quiere, que, después de todo, es verdurita, sólo es maíz. La tía cierra los ojos y sigue comiendo, como vaca, el pedazo de chayote que siente atorársele en su cogote. Más tarde, a la hora de la cena, a la hora que la tía toma un té de limón, la cabrona pasa de nuevo y le ofrece una rosquilla chuja. Esto sucede dos días seguidos, al tercer día (siempre sucede lo mismo) la tía manda la dieta a la fregada y como si fuese una naufraga abre el refrigerador, saca dos pedazos de carne, las tortillas, la salsa, el frijol y se prepara un banquete celestial. Toda la familia se acerca y aplaude como si ella regresara. Sólo una vez se vive, dice la hija. ¡Ah, la tentación de la carne!
El otro día pasé por los corredores de la Casa de la Cultura y miré una exposición de fotografías. Ahora, bien lo sabés, nuestro pueblo maravilloso está de fiesta, celebra “La fiesta en grande”, la feria Comitán 2014, en honor a Santo Domingo. Esa exposición de fotografías se llama “Sabores de Comitán”. Las fotos muestran apenas una breve muestra de la riqueza de nuestra gastronomía, es, como decimos acá, “para el hoyito de la muela”. Sé que cada persona que ve esta muestra se le hace agua la boca y genera una serie de recuerdos muy íntimos. Seguro que más de dos recuerdan los guisos que preparaba la abuela. La serie de fotografías se complementa con textos que aluden de manera graciosa el divino don de la comida. Vos sabés que los nombres de nuestros platillos son maravillosos. Siempre ha llamado mi atención a quién se le ocurrió poner el nombre de “olla podrida” a uno de los platillos más exquisitos. ¿Cómo es que nos gusta tanto el atol “agrio”? ¿Mirás que aparente contradicción? ¿A quién se le pueda antojar comer cuando escucha que la comida está podrida o agria? Pues, bueno, esos nombres designan a platillos de rechupete. Como sé que ahora estás en Tuxtla y no podrás ver la exposición de fotografías que sí está visitando medio mundo, te envío unas cuantas bombas, sólo para que una sonrisa, como horizonte, aparezca en tu cara y se te antoje y cuando regresés vayamos a comer un pan compuesto al “Foquito”.
Imaginá que estamos en un guateque, que el patio central de la casa tiene manteado; imaginá que las mesas de madera, soportadas con “burros”, tienen manteles blanquísimos y ahí se sirve, en platos de barro fino, recocido y barnizado, tamales de hoja y tamales de bola. En medio de las mesas hay generosos canastos llenos de pastelitos de manjar.
Va, ¡bomba, bomba!
ME DIJERON QUE ERA UN PILLO
QUE A VECES ME HACÍA TACUATZ.
YO BEBO ATOL DE GRANILLO
MIENTRAS ME EMBUTO UN BUEN PATZ.
La marimba está en una esquina del patio, cerca del corredor que conduce a la cocina, lugar donde pasan los meseros, con corbata de mosca, con las charolas de picles.
¡Bomba, bomba!
EN FÚTBOL MUCHOS RONALDOS
PURO TIRITITITO,
ACÁ CHILE SIETE CALDOS
Y UN COCIDO CALIENTITO.
Imaginá que Julia corre por el corredor. Mientras corre detiene su vestido blanco con las dos manos. Hace apenas dos horas, en la iglesia de San Sebastián, hizo su primera comunión. En las mesas están todos sus amigos, tías y padrinos. La marimba ahora toca “Comitán”. La tía Esperanza, quien vino de la ciudad de México, hizo la petición especial. Mientras oye la canción, la tía se limpia los ojos con una servilleta de papel. La emoción le gana.
¡Bomba, bomba!
¡AH, QUÉ MESA TAN GOZOSA!
HASTA PARECE JAROCHA.
¡AY, TATITA, QUÉ SABROSA!
SE MIRA ESA SU MELCOCHA.
Imaginá que Roberto, el hermano de Julia, quien apenas tiene dos años, corre detrás de su hermana y cae. Las tías se levantan para ir a levantar al niño y como lo hacen de manera tan apresurada mueven el tablón de la mesa y tiran el chocolate. Raúl se levanta como cucaracha sobre comal, mueve las manos en intento de sofocar el calor que siente sobre las piernas. Rosario se desvive por secar el pantalón, lo hace con un altero de servilletas. Cuando Roberto ya dejó de llorar y Raúl vuelve a sentarse, todo azareado, la marimba vuelve a hacer una pausa.
¡Bomba, bomba!
CON EL TUTÍS BIEN AGUADO
AJETREADO POR LOS VIAJES
OLVIDÓ LO APULISMADO
COMIENDO UNOS CHINCULGÜAJES.
Posdata: el aroma del café con pan se mezcla con el aroma de la juncia. ¡Es el maridaje perfecto para disfrutar de la vida! El mordisco de un chile sietecaldos se mezcla con el aroma que suelta la marimba hecha con madera de hormiguillo; el aire de Comitán se mezcla con el humo que brota del fogón ¡es el maridaje perfecto!