miércoles, 24 de septiembre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY FRANJAS SIN COLOR





Querida Mariana: a veces pienso en el niño que nació en Israel. No sé cómo se llama, pero nació el mismo día, a la misma hora y el mismo año que nací. Si él hubiese nacido acá tal vez habríamos coincidido en la escuela y hubiésemos sido amigos. Llegaría por las tardes a mi casa y, en la mesa de la cocina, resolveríamos los problemas simples que nos dejaba el maestro: cuánto era el total si comprábamos dos kilos y cuatrocientos gramos de azúcar más tres kilos doscientos gramos de mango, sabiendo que el kilo de azúcar costaba tanto y el de mango ¡tanto!
Pero el niño que nació allá no pudo conocerme precisamente por la distancia. No hay manera de coincidir. Hubiese sido bonito que él levantara sus libros y cuadernos, los metiera en su mochila de cuero, y tomara el chocolate caliente que le servía mi mamá, después que hiciéramos caso a su recomendación de lavarnos las manos.
Pienso en él, porque mientras yo jugaba en el patio de la escuela con los compañeros que el destino me deparó, él no jugaba, él corría al refugio antiaéreo porque los árabes atacaban. ¿Era así? Sí. El niño que nació el mismo día que yo no ha tenido sosiego, ha crecido en medio del temor y, sin duda, ha perdido amigos durante la guerra interminable. Yo he perdido algunos compañeros y amigos, pero ninguno por motivos de guerra. Tal vez uno o dos han muerto por una bala, pero la mayoría ha muerto en su cama, por enfermedad, salvo los que han muerto por accidente.
Nosotros, los niños que nacimos en Comitán, nunca hemos tenido que correr a refugiarnos a la hora que las sirenas avisan un ataque aéreo. Nosotros no podemos imaginar el horror. Nunca podremos (¡qué bueno!) saber qué sienten los niños a la hora que corren hacia sus casas, en medio del tableteo de las metralletas o de las bombas que son arrojadas desde aviones, o los misiles que deben sonar como millones de abejas africanas.
A veces pienso en ese niño israelí y no alcanzo a ver si sigue vivo. Quiero pensar que sí, que a pesar de todo el horror, logró sobrevivir y que ahora, ya cumplidos los cincuenta y siete, se asoma a la calle desde la ventana de su departamento en el sexto piso, y mira un cielo limpio, pero no exento de la posibilidad de que, en cualquier instante, vuelva a llenarse de polvo, de humo y del inseparable olor a pólvora que lo tiene metido en los huesos.
Pudimos ser amigos y jugar a la guerra. Él no jugó a la guerra, la vivió. La vivió como si se bañara en ella, como si la guerra fuese la única posibilidad de vida.
Si vive (así lo espero) ¿qué siente? ¿Con qué madera está forrado su corazón? ¿Con madera de cedro? ¿De cedro de Líbano? No imagino cómo son los paisajes de aquella parte del mundo. No sé dónde está Israel, pero a veces, alguien, en la televisión o en la radio o en la conversación de café, habla acerca de la ocupación de Israel en La franja de Gaza y yo, sin poder evitarlo, pienso en mi amigo de Israel. Él debe saber por qué su pueblo siempre está en pleitos. Si él y yo fuésemos amigos, estoy seguro que no pelearíamos, a lo más, ya lo dije, jugaríamos a las luchitas o a la guerra. Él tendría un rifle de madera y yo un cuchillo, también de palo. Me amarraría de manos y pies y me sometería a un juicio sumario, pero, después de someterme a la horca, nos abrazaríamos y nos sentaríamos ante la mesa de la cocina y Sara, la sirvienta, nos serviría tazas de café y tostadas con queso y chile en vinagre.
A veces pienso en él y pienso en que está vivo. Pienso que recorre las cortinas de la ventana y, desde arriba, mira cómo la gente camina a su trabajo o a la escuela. Lo miro tomar un café en una cafetería al aire libre, leer un libro en español (porque sabe español, es más, es experto en literatura española), y luego lo veo en el cine, mientras sus hijos van a la universidad y una de ellas, no recuerdo cómo se llama, espera el nacimiento de su primer hijo, el primer nieto de mi amigo.
Pienso en mi amigo Israelí y no entiendo por qué los gobernantes de su país ocupan La Franja y provocan la eterna guerra.
Mi amigo nació y creció en medio del olor a pólvora. Si él hubiese nacido en Comitán habría crecido oliendo el jutús, el tenocté y escuchando el canto de los cenzontles. Pero él nació allá y yo aquí. No obstante pudimos ser amigos desde entonces. No fue casualidad que el naciera a la misma hora, el mismo día y el mismo año que nací yo.