sábado, 13 de septiembre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UNA CARRETERA LLENA DE BACHES





Querida Mariana: en muchas ocasiones he respondido “¡nada!”. Cuando alguien ha preguntado qué cambiaría de mi vida, he dicho ¡nada! Pero cuando lo digo, algo como un nopal se queda trabado en mi garganta. Quisiera tener el valor para decir: “¡muchas!”. Cambiaría muchas cosas, muchos actos. Podrás decir que es un deseo absurdo, porque ni una línea puede modificarse del trazo pasado. Tal vez por esto la gente dice que nada cambiaría y justifica cada acción diciendo que todo acto de vida es una experiencia. Pero, la verdad es que cargo ese fardo de que si volviera a nacer cambiaría muchas cosas que han jodido mi vida.
Cambiaría a mi maestro de Educación Física de la secundaria. En ese tiempo era un niño gordo, el típico gordo tímido que sale en las películas norteamericanas y que es el blanco perfecto de todas las puyas de compañeros y compañeras. No me gustaba la escuela, porque ahí sucedían actos desagradables. Mi maestro de Matemáticas, un sacerdote iracundo, se pasaba todo el día de enojo en enojo, su coraje se traducía en un rostro rojo, lleno de sangre como de lava de volcán. Cuando algún alumno hacía alguna travesura que lo sacaba de sus casillas, el sumo sacerdote llenaba de sangre su rostro rojo rojo rojo y le aventaba el borrador. El simpático sacerdote tenía una puntería digna del mejor pitcher de Ligas Mayores y siempre atinaba a la cabeza del alumno que deseaba lastimar. A menos que, el alumno se quitara. Entonces el borradorazo le tocaba al de atrás. (En dos ocasiones el de atrás fui yo.)
Vos sabés que en Comitán se dice con frecuencia el siguiente dicho: “Se topó la piedra con el coyol”. Esto se aplica cuando se encuentran dos personas que tienen espíritus férreos. Hay gente que tiene el alma de piedra (o de coyol) y no tiene problema con la vida. Tuve unos compañeros en la escuela cuyos espíritus eran de hierro. Yo sabía que esos compas no tendrían problema en desenvolverse en la vida, pero había niños que eran como briznas, como nubes transparentes y frágiles, yo siempre fui de estos. Esto lo digo porque hay gente que está a gusto con todo lo que le ha sucedido en la vida y cuando dice que nada cambiaría lo dice con emoción y certeza. Hay gente que recibe con un rostro de arco iris todo lo que le sucede en la vida, tanto lo que sus propios actos definen, así como todo lo que le llega, como rayo, del exterior. Dichosos ellos, bienaventurados los que están a gusto con su vida pasada y su presente y esperan con valentía los ríos que les depara el futuro. Jodidos los que salimos a la calle con temor, pidiendo que el día sea halagüeño y que no nos enfrente a monstruos tan malvados como esos compas que a cada rato aplican el bullying, sólo porque sí, sólo porque así son felices, porque, como vampiros, se alimentan de la sangre de los más débiles.
Cambiaría a mi maestro de Educación Física de la secundaria. El único espacio amado era mi casa. Cuando las clases terminaban, la mariposa de la armonía regresaba a mi espíritu. En compañía de los amigos caminaba por la subida de San Sebastián. Antes de subir entrábamos a la tienda de doña Petra y comíamos unas tostadas riquísimas. Ya luego cada uno tomaba su rumbo y yo llegaba a casa. Dejaba la mochila en uno de los asientos de la sala y corría a buscar a mi mamá y a mi papá, quienes, invariablemente, ya me esperaban sentados ante la mesa del comedor. En mi casa de ese tiempo había dos mesas, una estaba reservada para fechas especiales y tenía espacio para diez personas. La otra mesa era más modesta, era la de las comidas diarias, para cuatro personas. En ese momento de la comida yo platicaba las cosas que habían ocurrido en la escuela. ¡No, no! ¡Mentira! No contaba todas las cosas que sucedían. No tenía valor para decirles que a mí no me gustaba la escuela. Ahora que recuerdo, también cambiaría a mi maestro de la primaria. El maestro que siempre nos pegó con una regla de madera por no aprender de memoria todas las capitales del mundo. El maestro, desde su escritorio de madera, llamaba a cada alumno y pedía que recitáramos de memoria los nombres de todas las ciudades capitales del mundo. ¿Alemania? Berlín. ¿Francia? París. ¿Bélgica? ¡Dije Bélgica! ¡Por última vez, capital de Bélgica! Entonces debía alargar las manos con las palmas hacia abajo y el “geógrafo perfecto” me soltaba dos reglazos con toda la furia que exigía que yo, niño de diez años, debiera saber el nombre de la capital de Bélgica. Tal vez sólo contaba dos o tres cosas de las muchas que a diario sucedían en la escuela, porque me daba miedo quebrar la armonía familiar. La armonía es como un vaso de cristal muy frágil. Mi papá y mi mamá me querían mucho, pero a veces les salía algo como un vapor de albañal y se convertían en personas enojonas, no tanto como el sacerdote que me impartía matemáticas, pero sí tomaban un color diferente al de la piel de durazno que tenían la mayoría de veces. Y a mí no me gustaba que mi casa perdiera ese tono de nube ligera a punto de sonrisa. Mi casa era el único lugar cálido en ese tiempo, era como un corazón forrado con madera de cedro.
Claro, como soy un convenenciero, hay muchos actos que no modificaría, a muchas personas las seguiría teniendo al lado de mi corazón. Si la vida me hubiese dado la posibilidad de elegir, creo que mi vida habría sido más plena, más agua limpia, porque habría eliminado mucha caca. Pero la vida no da muchas posibilidades de elegir, a veces suelta ladrillazos desde arriba y uno no puede evitarlo. A mí me hubiese gustado que en la escuela me hubieran permitido elegir a mis compañeros y a mis compañeras y en cuanto yo pintara mi raya el cupo se cerrara. Me hubiese gustado pertenecer a un grupo hecho a mis deseos. Y no sólo la posibilidad de elección con los compañeros, sino también con maestros y maestros. Así hubiese sido feliz. ¿A poco no es esto el fin supremo de la vida? ¿A poco no estamos en “este valle de lágrimas” para ser felices? ¿Entonces, por qué suceden tantos sucesos desagradables? ¿Por qué aparece siempre la caterva de asquerosos que parecieran tener como fin supremo el de estar jode y jode al prójimo?
Cambiaría a mi maestro de Educación Física, de la secundaria. Estudié tres semestres de Arquitectura, en la Universidad del Valle de México, en la Colonia Roma, del Distrito Federal. Ahí, después de “mil” años, conocí a la maestra que fue reveladora para mi vida. Por fin, después de tanto tiempo, el destino me envió lo que a algunos no les es otorgado jamás. A ella sí no la cambiaría en mi vida. A veces pienso, tratando de justificar la acción de los demás maestros, que éstos fueron la preparación para toparme un día con la luz. Pero, luego digo que no, ¿qué aportó en mi vida el sacerdote avienta borradores? ¿Qué quien me golpeó sobre las manos una y otra vez por no saber cómo se llamaba la capital de Sudáfrica? Dios mío, ahora me doy cuenta que sigo sin saber el nombre de la capital de Zambia. ¿Qué cosa les sucede a los hombres que no saben los nombres de las capitales del mundo del derecho al revés? ¿Cometen traición a la patria? ¿De veras ese conocimiento es esencial en la vida como lo consideraban los maestros que tuve en la primaria? Pero no solo cambiara al maestro de Educación Física, de la secundaria, sino también a los cabrones compañeros que en la universidad, en la Facultad de Arquitectura de la UVG, colocaban un bonche de papel debajo del asiento de un estudiante. No sé por qué los asientos de esa antigua universidad eran metálicos. Los malcriados prendían fuego al bonche de papeles y cuando ya el asiento estaba como comal para echar tortillas llamaban al compañero y lo invitaban a sentarse, él, cándido, casi primo hermano de Homero Simpson, se sentaba y se quemaba las nalgas, mientras los demás reían y, como monos, se hamaqueaban en sus asientos. A mí me daba ganas de colocar las mejillas de cualquiera de los abusivos sobre el tablero hirviente, pero nada hacía. No celebraba sus excesos, pero tampoco hacía algo por impedirlos. ¿Era un cobarde? Sólo pensaba que tales comportamientos infantiles y abusivos abundan en todos los espacios.
Conozco amigos a quienes no les gusta estar en su casa y aman la calle con todas sus circunstancias. Yo no soy de ellos. A mí me encanta mi casa. Ahí me siento a salvo del mundo. Siempre que estoy en la calle, no importa la hora, siento como si caminara por callejones solitarios a las dos de la madrugada y un grupo de maleantes comenzara a caminar detrás de mí y mientras yo acelero el paso, temeroso, ellos también lo aligeraran para darme alcance. Siento su presencia ya muy cerca de mí y camino más de prisa, tropezando, porque la luz cada vez es más débil. A punto de que los maleantes me den alcance, una puerta se abre y alguien, con rostro afectuoso, me dice que entre, lo hago y me apoyo contra la puerta y siento sosiego. Este sentimiento final es el que siento cada vez que llego a mi casa y abandono la calle. La calle es como un barco y no me gusta el bamboleo de las olas ni las tormentas que de pronto parecen anunciarse.
Cambiaría a mi maestro de Educación Física, de la secundaria. No me enamoraría de la niña estúpida de quien estuve enamorado más de cinco años. ¿Quién es el tonto que se enamora de una niña que nada siente por él? ¿Qué afán masoquista existe en quien pasa por la casa de la amada y piensa en ella, con un gran suspiro, intuyendo que adentro ella escucha discos con el otro? Porque, estuve tan enamorado que pensé que el otro era el otro, sin saber que no había otro porque yo no existía. Para ella sólo hubo uno y ni siquiera alcancé a ser el otro. Ella se burlaba de la cara de foca embobada que ponía siempre que pasaba frente a mi lado. Mi pulso se aceleraba y mi rostro tomaba una coloración roja cada vez que veía cómo ella se acercaba al lugar en donde yo estaba. Esperaba (en el fondo así era) que ella se acercara y algo me pidiera. Yo estaba dispuesto a cumplir todos sus deseos. Si ella me pedía que me pusiera debajo de las llantas de un camión yo no dudaría. Pero, ella ni siquiera eso pedía. Parecía que mi sufrimiento tendría que ser más extenuante que el que sufrió Cuauhtémoc. Ella (tal vez sin pensarlo, porque ya dije que le resultaba inexistente) no se daba cuenta de que su indiferencia no sólo me obligaba al tormento de quemarme los pies, sino también me adobaba el hígado, el corazón y el culo. Yo siempre tenía la cara de vejiga desinflada mientras ella, yo lo veía, pasaba rozagante al lado del “otro”.
Cambiaría la lluvia. Lo siento, de veras lo siento. No me gusta la lluvia, porque no me gustaba mojarme. Mi mamá nunca permitió que yo caminara descalzo o que me mojara. Ella siempre me cuidó (lo sigue haciendo con una entrega absoluta y total). Así que, desde niño, odié las tardes de lluvia, porque no podía salir al patio a jugar y porque (nunca supe por qué) la lluvia provocaba que mi casa se convirtiera en un espacio casi triste. Ver la lluvia desde el balcón no era un espectáculo agradable. La calle se quedaba sola y, de vez en vez, alguien pasaba corriendo cubriéndose con un plástico. Las personas no se veían satisfechas, al contrario, si pasaba un auto y los mojaba al caer en un charco, las personas mentaban madres y somataban los pies contra los charcos. La gente (pensaba yo) no tenía por qué enojarse si ya de por sí estaba empapadísima como zanate. ¿Qué importaba dos latas más de agua? Sin embargo, la gente se enfadaba y esto yo lo atribuía a que la gente, igual que yo, también odiaba la lluvia.

Posdata: ahora que termino esta carta, me doy cuenta que no he dicho por qué cambiaría a mi maestro de Educación Física. Creo que el sistema educativo mexicano es de una carencia absoluta de valores y de tacto. ¿Cómo le explicáramos al Secretario de Educación que no todo mundo está hecho para el deporte? Hay gente que disfruta mucho el ciclismo de montaña, hay otras personas que son felices si practican el alpinismo; hay unos más que “se mueren” de las ganas de aventarse a las albercas y nadar de un extremo al otro. Pero, ¿cómo puede alguien que no sabe nadar disfrutar de la idea de aventarse de un trampolín de diez metros? Lo que hacía mi maestro de Educación Física era dar por sentado que a todo mundo de su clase le gustaba correr detrás de un balón o hacer veinte “lagartijas”. Ya te dije que fui un niño gordo, un niño a quien le gustaba jugar juegos sencillos. Tuve amigos que iban al campo a cazar lagartijas. Yo nunca fui. Le tengo pavor a las lagartijas, una vez, en el campo de fútbol, de San José Obrero, mientras estaba en la línea viendo el partido, una lagartija subió por mi pierna, adentro del pantalón. A la hora que sentí ese relámpago frío, el miedo me obligó a atrapar el animal que en ese momento no sabía qué era y atenazarlo con mi mano y exprimirlo con todas mis fuerzas. Cuando vi, después de varios minutos, que ya no se movía el animal liberé mi mano y vi cómo el animal caía muerto sobre el piso de tierra roja. Fue la vez que estuve más cerca de una lagartija. Odié las lagartijas. ¿Cómo yo, niño gordo, iba a hacer veinte “lagartijas” en la cancha de básquetbol? Cambiaría a mi maestro de Educación Física y también cambiaría los campos de fútbol que no son de uso exclusivo de humanos sino también son espacio para que las pinches lagartijas se metan en los pantalones y suban por las piernas de los niños temerosos. Cambiaría a todos los maestros piedra y a todos los maestros coyol.