sábado, 15 de noviembre de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL CRISTAL ES TRANSLÚCIDO Y NO TRANSPARENTE
Querida Mariana: confieso ¡no soy de la calle! Soy de casa, de interiores. Mis juegos siempre han sido los del patio central, los del sitio de la casa, los de debajo de la mesa. Cuando voy al parque veo a los boleros y a los hijos de quienes venden chicharrines o esquites. Estos niños son los niños de la calle, los que crecen en esos espacios de libertad, donde la vida se muestra con toda su crudeza. Lo que se vive en casa es una ficción; la calle es la cara violenta de la vida. No sé a qué hora llegan al parque los niños de la calle, pero intuyo que regresan a su casa ya a “deshoras” de la noche. Intuyo que a las diez u once de la noche aún corren por el parque. Los niños de la calle se forman con el aire que enreda las hojas de los árboles; se mezclan entre gente de prosapia, así como con gente de la prole (diría la hija del Presidente de la República). Se entremezclan y aprenden a defenderse de la lluvia que siempre moja la calle. Esa lluvia, a veces, es una lluvia ácida.
¿En dónde el cristal es más puro? ¿En la calle o en la casa? El cristal de la calle es translúcido y no transparente. No sé las estadísticas, pero quiero pensar que en la calle hay más violencia que en el interior de las casas. Es más la gente que sufre un asalto en plena calle que aquéllas que son sujetos de algún robo en sus domicilios. ¡Es lógico! Los asaltantes no necesitan forzar cerraduras en las calles. Ahí todo les es dado de manera natural. Basta que se escondan en un entremetido, brinquen y saquen el cuchillo para despojar a un muchacho de su laptop o de su celular o de su cartera. Basta una carrera para ocultarse en la penumbra de la siguiente calle. Es pues en la calle en donde los maleantes y malvivientes caminan como Pedro por su casa. En las casas los malhechores aparecen de vez en vez, en cambio, en la calle están a todas horas. Los niños de las calles se codean con ellos y, ocasionalmente, aprenden trapacerías.
No soy de calle, soy de casa. Por esto, le entiendo poco a la vida, a la vida que pasea, oronda, por todas las plazas públicas. Desde niño me acostumbré al calor del fogón, a la luz íntima del quinqué, a la protección de un alero o de un corredor. Cuando la lluvia amenazaba me bastaba entrar a mi cuarto para protegerme. En la calle, Dios mío, no es posible hallar un resguardo eficiente. Si uno camina a la hora de la comida, a la hora que los negocios están cerrados, y la lluvia asoma, es difícil hallar un lugar para protegerse. Por lo regular uno termina mojándose. Esto es mi definición de calle: lugar donde uno, siempre, termina mojado. Y a mí, lo sabés, no me gusta mojarme. Me cuesta mucho trabajo salir a la calle. Ahí no está mi mamá (en casa aún encuentro a mi papá, quien falleció en 1990).
Juan Carlos San Esteban, escritor de Panamá, tiene un texto que cuenta la historia de un niño que tenía temor de salir a la calle. Su mamá, para quitarle el miedo, le decía que debía enfrentar sus temores, pero el niño decía que no, por favor, no, que no lo sacaran de casa. ¿Qué había afuera que tanto lo obligaban a salir? La mamá no hallaba un elemento para justificar su deseo que saliera. Allá afuera está la vida, le decía, y el niño preguntaba si ahí en su casa no estaba también la vida. Afuera harás amiguitos y el niño decía que también en casa los encontraba, sus amiguitos eran los pájaros, las gallinas y Jaimito (un amigo imaginario). Así, a cada justificación, el niño hallaba una contraparte. Una mañana la mamá lo tomó de la mano y lo llevó a la esquina, pero antes de llegar, el niño comenzó a temblar como una gelatina. Hay hombres malos, mami, dijo, hay hombres malos, y señaló la ventana del café de la esquina. Ahí dos hombres, con chamarras negras y paliacate alrededor del cuello, platicaban al lado de las mesas, donde unos muchachos universitarios se arremolinaban ante una computadora personal y más allá dos niños jugaban en el piso al lado de la mesa donde sus papás tomaban café. ¡Vámonos, mami, vámonos!, dijo el niño, e insistió: hay hombres malos. La mamá, al ver que el temor de su hijo iba más allá de lo tolerable, porque apenas podía hablar, lo regresó a casa. Al abrir la puerta de casa oyeron el estruendo, como si un alud de piedras cayera desde una montaña. Un amontonamiento de ruidos brotó del silencio y luego una bocanada de fuego. La mamá alcanzó a ver ese infierno, antes de meter al hijo a la casa. Cerró la puerta del zaguán y comenzó a temblar, igual que el hijo había temblado antes. Vio al hijo y lo vio tranquilo, sereno. El niño la abrazó y le dijo: No tengas miedo, mamita, ya todo está bien. Los hombres malos quedaron afuera. El último párrafo da cuenta de los destrozos en el café. Los hombres detonaron la carga de explosivos que llevaban debajo de las chamarras. Lo único reconocible era el carrito que jugaba uno de los niños sentados en el piso al lado de los papás. El carrito era de plástico. Parecía una ironía de la vida que eso sí se salvó, mientras los hombres y mujeres que estaban en el café terminaron desmembrados y calcinados.
Un cuentito cruel, ¿verdad? Cuando lo leí me cimbré. Pero fortaleció mi idea de que los hombres malos están en la calle. En casa está la brasa del fogón, una brasa que no quema, una brasa que es como una caricia sencilla.
¿Sabés por qué me gusta el cine? Porque es como mi casa. Los hombres malos están en la pantalla y no pueden hacerme daño. El cine es el mejor cristal transparente. Ahí, como en la calle, está concentrada la vida, lo mejor y peor de ella se proyecta en la pantalla. Cuando, como en el cuento de San Esteban, un atentado ocurre, ocurre siempre en la esquina de la casa, ahí donde no puede hacerme daño. Por eso, bendigo estos tiempos de devedés, porque si la mañana no me tiende un hilo de sosiego y prefiero quedarme en casa, puedo adentrarme al mundo del cine sin correr algún riesgo. Me encanta la intimidad de la casa. Ahí todo es como cuando fui niño.
El juego más divertido era cuando llegaba una vecinita y se metía debajo de una mesa y se bajaba la pantaleta y me mostraba “su cosita”; luego me urgía a que yo hiciera lo mismo, que me bajara el pantalón y le mostrara “la mía”. Todo era un juego sencillo. ¿Qué maldad existe en este juego maravilloso? No sé (algún científico podría explicarme) cuál es la motivación que existe en los niños para sorprenderse ante todas las cosas del mundo y verlas con una naturalidad que los hace felices. Los niños salen al patio de su casa y juegan con hormigas y con arañas. ¿Advierten algún riesgo? ¡Nada! Todo es natural, como si todo fuese El principio del universo y todo estuviera a punto de nombrarse. ¿En dónde está la frontera entre lo bueno y lo malo? Los niños son traviesos, no advierten maldad. Cuando era niño jugábamos a la guerra. ¡Por el amor de Dios! Cuando los adultos juegan a la guerra ¡la tragedia es incalculable! Las guerras en el sitio de la casa no pasaban de algunos moretones y de un regaño de las mamás por la ropa llena de polvo. Todo lo curaban las mamás, bastaba un curita en la herida. (Me encanta la palabra “curita”, dice todo lo que debe decir. Creo que es una palabra afectuosa, la simple mención ya hace bien.) Vos sabés que siempre llevo un curita en el dedo índice de la mano izquierda, es mi recordatorio de Dios. Ay, me desamarro a cada rato. La vida cotidiana (esta vida de adulto) me obliga a meterme en parcelas muy terrenales y dejar de lado a Dios. Benditos Los lamas que, en su Tibet, se alejan del “mundanal ruido” y se acurrucan en la sábana de Dios. Cuando fui niño (niño sin obligaciones) viví en mi Tibet: mi casa. Ahí todo transcurría sin desasosiegos.
Hubo un tiempo en que, junto a amigos, nos metíamos debajo de una gran mesa que estaba colocada en el corredor (nunca supe qué función cumplía). Sacábamos colchas de los cuartos y las colocábamos de tal manera que formábamos una casa de campaña, con una abertura por donde entrábamos. Ahí también jugábamos. La duda es eterna. El juego era maravilloso, hasta que un adulto, metía su cabeza, como tortuga vieja, y decía: “¿Qué hacen ahí adentro? Salgan, muchachitos cabrones”. Luego, con ánimo conciliador, nos decía que los juegos debían hacerse a la luz del día. Que era malo que nos escondiéramos en los cuartos, debajo de la cama o de una mesa. Nosotros decíamos que sí, entonces cambiábamos los juegos. Porque, todo mundo sabe, hay juegos para salón y juegos para aire libre; hay juegos para la luz del sol y juegos para la oscuridad. El problema es que (quién sabe en qué momento) los juegos también entran a una categoría insana: los juegos prohibidos y los juegos permitidos. Me gustaba jugar en mi casa. Me gustaba ser niño.
El descubrimiento está sustentado en el juego. Los que juegan ¡descubren! Por esto, quienes van al cine y leen novelas o cuentos, tienen gran cercanía con los meandros que conforman la vida; pero, el cine y la literatura se quedan cortas (esto es cierto) ante la vida que se da en la calle. Por esto, quienes más saben de la vida, no son los que se encierran a leer o ver cine, sino quienes se atreven a partirse la madre a mitad de la calle. Los niños de la calle se acercan al misterio de la vida desde temprana edad. Para ellos no hay misterios profundos, todo está expuesto a la luz del sol. La inocencia se les acaba muy pronto. ¡Qué pena!
Ya te conté que en primaria tuve un compañero que era mucho mayor que la mayoría de niños. Un sábado llegó, brincó la barda y entró al patio de la escuela donde cinco alumnos estudiábamos para una prueba especial que se realizaría el lunes siguiente. Él llegó con una pelota de básquet y con el clásico pretexto nos dijo que jugáramos, que ya bastaba de estudio. Nosotros dijimos que no. Debíamos estudiar, el maestro regresaría pronto a comprobar que cumplíamos con la encomienda escolar. Resistimos hasta cierto momento, porque al final terminamos haciendo lo que él nos provocaba. Antes, en las escuelas, había una mescolanza de edades. Ahora (gracias a Dios) las edades son cercanas. Los mayores de edad sabían más cosas que nosotros. Además, había niños que habían crecido en la calle. Sabían cosas que nosotros ignorábamos. Los papás nunca supieron, cuando, alegres, emocionados, nos llevaron de la mano al primer día de clases, que nos aventaban a un mar infestado de tiburones, y lo hacían sin ponernos un tecomate que sirviera de salvavidas. Las escuelas (perdón) son espacios donde nos quitan las vendas de los ojos, nos dicen que la vida no es el aire tibio que se respira en el interior de las casas. La escuela hace daño a los niños sencillos, simples, a los que son frágiles como cristal transparente.
De niño me gustaban dos espacios: mi casa y el cine. ¡Eran otros tiempos! Nunca tenía temor de salir a la calle para ir al cine, porque, en primer lugar, la casa que habitábamos estaba a media cuadra del parque y el cine estaba, a su vez, a media cuadra del parque. Bastaba entonces dar unos pasos para llegar al parque, siempre luminoso, y luego otros para entrar a la maravilla donde se proyectaba la vida, sin temor a que me hiciera algún daño; y en segundo lugar, no tenía temor porque siempre iba a acompañado de mis papás. En una mano llevaba la tierna mano de mi mamá y en la otra la generosa de mi padre, de mi amado padre. El Cine Comitán y el Cine Montebello eran como otros cuartos de la casa, de esa grandísima residencia que tenía muchas habitaciones.
En el cine aparecía Alain Delon (quien acaba de cumplir años, setenta y tantos), con una gabardina con el cuello levantado, y en una esquina, debajo del cono de luz de un farol, un tipo se acercaba y le disparaba. ¡Dios mío, Alain, el gran Alain, caía muerto! El asesino corría, se perdía en un callejón en penumbra, mientras se escuchaba el sonido de una sirena a lo lejos. La cámara se alejaba y nosotros, los espectadores, veíamos cómo Alain era una mancha en medio del aro de luz. Alain había muerto. Alain, que gustaba tanto a tantas mujeres en el mundo. Pero, meses después, entrábamos al cine, con el piso húmedo porque Caro Bibi había regado agua y luego pasado la escoba, y cuando nos sentábamos en las butacas de color rojo y la luz se apagaba y comenzaba la proyección ¡Alain Delon aparecía en otra película! El gran Alain, vivito y coleando. Ahí entendí que lo que ocurría en la pantalla era el cristal transparente que había en mi casa.
Odio el cristal translúcido, aunque, siempre me seduce. Son fascinantes esos cristales que colocan en los baños de las casas, esos cristales que dejan pasar la luz pero no permiten ver más que las sombras, la sombra de Eugenia, la hermana de Martín que se bañaba todas las noches, justo a las siete, justo a la hora que la mamá servía el café y nos invitaba a cenar tostadas con crema. Yo me levantaba de la mesa y pedía permiso para ir a lavarme las manos, Martín también se levantaba y decía que me acompañaría (eso, todas las noches). Hacíamos como que subíamos al segundo piso, pero dos escalones después bajábamos en puntillas y corríamos (es un decir) al baño donde su hermana se bañaba. Martín quitaba el pedazo de algodón que cubría el hueco de la pared que nos permitía ver, al fondo, el cristal translúcido que ocultaba el cuerpo desnudo de su hermana. Él primero y luego me dejaba ver un rato. Yo acercaba mi ojo al agujero y veía. Veía cómo su hermana se enjabonaba las piernas, la entrepierna, los pechos (apenas levantados, apenas lunitas llenas). Ese instante era la síntesis de la vida ideal. Había un cristal que la defendía a ella de las miradas perversas y nos permitía imaginar, como si jugáramos a las adivinanzas, cuál era el misterio más grande de la vida. Desde entonces prefiero ver el mundo así: a través de un hueco, en donde yo esté protegido de los hombres malos que viven en las calles.
Posdata: Soy de casa, de interiores. Los libros son el hueco por donde me asomo a ver las muchachas bonitas que se bañan detrás de cristales translúcidos. El cine sigue siendo, también, el espacio que me aleja del peligro de la calle. Ahí sigue Alain Delon vivito y coleando. Ahí su paisana Brigitte Bardot. ¡Ah, la mujer más bella del mundo! Ahí sigue ¡vivita y coleando!