sábado, 22 de noviembre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO NO ES DE MAL GUSTO DOBLAR LAS HOJAS DE LOS LIBROS





Querida Mariana: los libros son amigos. Se dice que los amigos soportan casi todo. Recordá que todos los seres humanos tenemos defectos y virtudes. Los amigos valoran las virtudes y perdonan los defectos. ¿Cómo inician las amistades? Es cuestión de afinidad. Pero no sé bien a bien cómo inician; no sé cuál es el mecanismo emocional que hace que alguien se convierta en uña y carne de otro. Ethel Beutelspacher, narradora chiapaneca, sostiene que siempre tomamos lo que está cerca de nosotros. Así debe ser. No tengo un amigo de Tokio porque no vivo allá, ni tengo un amigo de Bagdad porque mi entorno es Comitán. Sé que si hubiese crecido en otro pueblo del mundo de ahí serían mis compas. Mis amigos más entrañables los conocí en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz. El destino me colocó en ese grupo y de ahí formamos amistades. No recuerdo cómo nos hicimos amigos, pero un día ya formábamos una palomilla, una palomilla que se ha tolerado todo o casi todo, por espacio de más de cuarenta años. ¡Cuarenta años! ¡La gran pucha! Porque tampoco se trata de pasarse de la raya. La amistad es un valor que reconoce el respeto, ante todo. Es valor fundamental respetar el modo de ser del otro. El amigo, a diferencia del afecto que se convierte en pareja, tiene un sentido de pertenencia muy bien definido; es decir, el amigo permite más amistades, cosa que no permite la pareja, porque en la pareja el sentido de pertenencia pasa al extremo de la posesión. Es una regla impuesta por la sociedad y aceptada por todos. Así como los sacerdotes hacen juramento de celibato, los que forman una pareja juran pertenecer en espíritu y cuerpo al otro. Los sacerdotes y los casados se autoimponen una argolla difícil de sobrellevar, pero así es el ritual. Los amigos, en cambio, son libres como el aire y como si fuesen chinchibules se reúnen en grandes parvadas. Por esto, los amigos jamás se divorcian. A veces se acaban amistades, porque uno de los dos extravió el valor del respeto.
Los libros son amigos, porque andan con nosotros por todos lados. Cuando estaba en bachillerato andaba con mis amigos (de carne y hueso) por todas las calles de Comitán (bueno, también andaba con ellos en cantinas, en parques, en bailongos, en ranchos (en “El Salvador”, en “Argelia”, en “Quita calzón” y en “Santa Lucía”) y, de vez en vez, en lugares lúgubres, pero seductores). Ya para ese entonces, tenía incluido dentro de mi escaso abanico de amigos cercanos y fieles ¡a los libros! Cuando los amigos iban a sus casas, yo regresaba a la mía, saludaba a mis papás, me sentaba en la sala y mientras mis papás veían la televisión (en blanco y negro) yo tomaba un libro de la Colección Salvat y lo disfrutaba. Así pues, mis mejores amigos vienen de mi adolescencia: los de carne y hueso y un pedazo de pescuezo, y los libros. Puedo decir que muchos momentos intensos de mi vida los he pasado con mis amigos. ¿Quiénes me han dado más? ¿Los de carne y hueso o los libros?
Todo mundo dice que a la amistad, como cualquier relación, hay que alimentarla. Los optimistas recomiendan regar la plantita todos los días. La amistad no cesa con la distancia, pero lo cierto es que no se fortalece. La distancia abre grietas que son insalvables. Me tocó el caso de un amigo que se fue a vivir a otro pueblo. Una tarde lo encontré en el parque, estaba de vacaciones en Comitán. Nos saludamos con gran emoción, fuimos a tomar un café, quedamos de vernos al otro día, pero me fue imposible por cuestiones de trabajo. A la hora que debía verlo me llamaron de urgencia. No pude eludir el compromiso y me disculpé con mi amigo, él me dijo: “No te preocupes, ya nos quedaba muy poco para platicar”. Lo dijo un poco molesto. No hemos vuelto a vernos. Una vez, Ramiro me dijo que no tengo arraigado el verdadero sentido de la amistad. Él vive en Huatulco y yo lo estimo mucho, pero cuando viene a Comitán tampoco puedo verlo. Si lo veo es un rato porque al siguiente ya debo hacer otra cosa. Me da pena admitirlo, pero mi oficio demanda casi todo mi tiempo. Algunos compas me preguntan cómo le hago para escribir tanto. Bueno, la respuesta es simple: dedico la mayor parte de mi tiempo a la lectura y a la escritura. ¡Es lo que me toca hacer y lo hago con devoción! Pero, como no poseo el don de la ubicuidad, cuando elijo estar con un libro amigo debo renunciar a estar con el amigo de carne y hueso. La vida no es una elección, la vida es una constante renunciación.
Debo admitir que en los últimos años, los amigos que más frecuento son los libros. A veces la vida no me alcanza para estar con los amigos de carne y hueso. Mi trabajo actual demanda toda mi atención. El tiempo se agota y debo aprovecharlo. Un buen día me dirán, como Terminator: “Hasta la vista, baby”, y terminará la oportunidad de sembrar un poco de palabras a mitad del desierto. Tal vez algún otro tiempo será para regar esas plantas, con la esperanza de que tengan renuevos.
Es una pena que no frecuente más seguido a mis amigos que han sido importantes en mi vida. Pero no sólo soy yo, ellos también están metidos en sus vainas personales. De los integrantes de la palomilla yo soy el más escaso (ya sabés, por ser hijo único). Ellos son amigueros por naturaleza, así que han hecho otras amistades. Los veo en comidas, en bailes, en cenas y en tertulias diversas. Me da gusto ver que socializan, que siguen apostando por la línea donde baila la amistad.
El tiempo nos ha cambiado. Es lógico. Cuando éramos plebe en la prepa teníamos pocas obligaciones, el tiempo era nuestro mejor aliado. Los que trabajaban eran nuestros papás y nosotros sólo extendíamos la mano para pedir dinero porque necesitábamos comprar un libro de Química I. Pedíamos dinero para ir al cine; para un par de zapatos; para un pantalón de terlenka; para una cajetilla de cigarros; para una cerveza o para una botella de trago con su botana, en la mítica cantina de “La jungla”, que estaba rumbo al Club Campestre. (Claro, no pedíamos paga para los cigarros, la cerveza y el trago. A veces nos las ingeniábamos para robarles algunos billetitos. Javier entraba de puntillas al cuarto donde su papá dormía la siesta y con una gran habilidad sacaba dos o tres billetes del saco colgado. Yo entraba a la oficina de mi papá y llenaba mis bolsillos con monedas de diez pesos que él tenía en una bolsa de tela gruesa, de esas que usan para la mensajería, que siempre estaba en el piso.)
Así como no entiendo una vida sin amigos de carne y hueso, no puedo entenderla sin libros. Cuando alguien me dice que no lee ¡me sorprendo! A veces estoy a punto de preguntar si no le gusta tener amigos, pero luego lo veo platicando y tomando una cerveza en medio de una plebe bien alegre y sé que no hay un solo hombre y una sola mujer en el mundo que no tengan amigos. Sólo los anacoretas viven solos. Pero estos compas son un mito, ¿quién vive ahora en la montaña, dedicado a la contemplación? ¡Nadie! Todo mundo anda en el guateque, social o político. ¿Por qué mucha gente no tiene libros amigos? ¿Cómo pueden vivir sin esa bendición?
Digo que los libros son mis mejores amigos, porque los tengo a la mano a la hora que deseo. Mis amigos de carne y hueso no siempre están ahí. Los libros los tengo en mi buró, los llevo debajo del brazo. Cuando los demás creen y dicen que me miran solo en el parque, les respondo que no es cierto, siempre estoy acompañado.
Con mis amigos iba a ranchos. En temporada de Semana Santa nos trepábamos en la parte trasera de una camioneta, al lado de cartones de cerveza, cajas con chorizos y huevos, y dos o tres “damas juanas”. Jorge, quien era el de la experiencia, nos repartía chamarras para que no sintiéramos frío en la carretera. A las ocho de la noche (nunca entendí por qué el viaje era de noche), el chofer de don Jorge, enfilaba hacia la tierra caliente, hacia el rancho “El Salvador”. A mí me encantaba ver el cielo lleno de estrellas, las siluetas oscuras de las montañas, el ocasional paso de un pájaro despistado. El frío calaba. Nos acercábamos y tratábamos de conjurar el frío con nuestro calor. Nadie hablaba. Todo era un silencio interrumpido por el monótono ruido del motor de la camioneta en plena bajada. Después de pasar por la Nariz del diablo el clima cambiaba, el calor de tierra caliente aparecía y nosotros, como iguanas, abandonábamos nuestra posición fetal y nos atrevíamos a sentarnos en la góndola. Todo el cielo era nuestro.
Siempre fui el de la cámara. Desde niño me gustaron las cámaras fotográficas. Por esto, en los recuerdos de la juventud casi no aparezco en fotografías. Desde entonces ya estaba definida mi vocación, en los últimos años me he dedicado a dejar constancia del paso de la vida de otros. Un famoso escritor dice que los escritores no vivimos, somos quienes nos dedicamos a plasmar las vidas ajenas. Es lógico, alguien tiene que tomar la foto (bueno, a veces está el mecanismo automático o las selfies que ahora están tan de moda). En ese tiempo (años setenta), mi camarita era muy elemental y no permitía tomas automáticas. A mí me tocó ser quien escribe la crónica del instante. Quique dice que Javier debió ser el escritor y no yo, porque él es un tipo que construye imágenes y frases ingeniosas, alejadas del lugar común. Pero, la vida es así. ¿Quién elige ser escritor? ¡Nadie! Ser escritor no es una elección, ¡es una vocación que viene de la eternidad! Ser escritor es una maldición, una bendición. No imagino a Javier “perdiendo su tiempo”, malgastando horas y horas en la escritura. Él dedica su tiempo a construir aulas o a pavimentar calles; es decir, dedica su tiempo a un oficio productivo que le deja paga. ¿Yo? Ya lo dije, invierto cientos de horas y horas en redactar un libro; luego debo tocar puertas para que alguien lo publique; y, al final, termino con dos o tres libros debajo del brazo, regalándolos a los amigos que, en el mejor de los casos, me harán “el favor” de leerlo, porque les da cierta pena no hacerlo. En el peor de los casos me dicen que les gustó, pero cuando, como si fuera su mamá cuando regresaban de misa, estoy a punto de preguntarles de “qué trató el sermón”, se despiden y me dicen que a ver cuándo nos reunimos para comer juntos.
“No te preocupes, ya nos quedaba muy poco para platicar.”, fue lo que mi amigo dijo. Era como la despedida para siempre. A veces, una amistad o una relación mueren porque ya no hay mucho que decirse. Me molestan los silencios que se dan entre los amigos. Cuando estoy en una cantina miro cómo a los amigos se les va la boca. ¡Hay tantas cosas de qué hablar! Los silencios son como el preludio de una muerte en vida.
Todos los libros que he leído están por siempre. Ahí siguen. Ahora, en estos tiempos de libros digitales no es tarea muy difícil hallar los primeros libros que leímos de niños o de adolescentes. Con los amigos de carne y hueso no sucede lo mismo. Varios amigos se me quedaron en el camino. En un recodo se quedaron los que se molestaron por algo o hallaron amistades más enriquecedoras. Sólo de vez en vez los veo de lejos, nos saludamos, intercambiamos una o dos palabras y seguimos con nuestro camino. En un pozo se me quedaron aquéllos que murieron. Miguel nos dejó una mañana. Su sonrisa de pájaro recién salido del nido nos abandonó. Se fue sin decir adiós, sin mover el ala; se fue sin que sus amigos supiéramos cuál era el próximo sueño. Por eso (perdón) me gustan más los libros. Si algún libro se moja y sus hojas se pegan, siempre existe la posibilidad de hallar otro ejemplar. No sucede lo mismo con los amigos de carne y hueso. Cuando éstos se van se van para siempre, son ediciones agotadas que jamás vuelven a recuperarse.
A veces, la mayoría de veces, prefiero andar solo. Me siento bien conmigo mismo. Me tolero. Dispenso mis fallas y valoro mis virtudes. Soy mi mejor amigo. Cuando viajo siempre vuelvo a casa, vuelvo a mí. Por esto (perdón) amo los libros, mis mejores amigos. Siempre los tengo a la mano. Jamás me han traicionado. Jamás me han obligado a cambiar, a no ser yo (a pesar de que muchos cambios en mi vida los han propiciado). Los libros amigos tienen una gran capacidad de seducción; sin métodos dictatoriales sugieren cambios en paradigmas, cambios que ayudan a recuperar la senda perdida.
Estoy con libros amigos desde los diez años, más o menos. Cuando fui a vivir a Puebla, regalé muchos “amigos”; cuando regresé a Comitán regalé ¡todos! Uno no puede andar de mudanza en mudanza cargando tantos amigos. Los libros pesan mucho. El papel pesa mucho. Cuando llegué a Comitán llegué sin amigos, pero (¡oh, maravilla!), ahora vuelvo a tener “toneladas” de amigos, algunos llegan solos, me los envían los amigos o los compro en librerías. Los libros amigos abundan y no hacen daño alguno. Todos son, como chuchos, fieles hasta la médula.

Posdata: un bobo me dijo alguna vez que los libros deben cuidarse mucho, me dijo que nunca me atreviera a subrayar una hoja; me sentenció a nunca doblar la esquina de una hoja como marca de dónde dejé la lectura. ¡Bobo! Los libros son amigos y son para llenarlos de mole o de algún moco que nos sacamos a la hora de leer; los libros son para llenarlos con marcas; son para dibujar en los márgenes. Cada vez que doblo la esquina de una hoja es como si le dijera a mi amigo: “nos vemos luego. Esperame acá”. Y mi amigo me espera siempre. Por esto (perdón) amo a mis amigos libros. Los amigos de toda mi vida. ¡Nunca los cambio!