sábado, 1 de noviembre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY PÁJAROS SIN ALAS





Querida Mariana: la incongruencia más grande es un pájaro sin alas. Si busco en el diccionario la definición de pájaro encuentro que un pájaro es “cualquiera de las aves terrestres voladoras con pico recto no muy fuerte y tamaño generalmente pequeño”. ¿Mirás? Por definición el pájaro vuela. Ahora bien, el pájaro (cuando menos en México) es palabra alburera, palabra que vuela mucho. Por esto, en el país, son famosos “el pájaro mea garras” y “el pájaro consuelas”. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué alburero es este país!
Mi tía Godofreda (es en serio, así se llamaba) tenía un pájaro al que le cortaba las alas y lo dejaba que anduviera salta y salta por el patio de su casa. El tío Astruberto (juro que así se llamaba) siempre le recriminó ese proceder. Mandó a construir una jaula enorme en un esquinero del patio a fin de que la tía no le cortara las alas al pájaro. La tía cedió y dejó que el pájaro anduviera por todos los esquineros de la jaula, pero cuando al pájaro le crecieron las alas él ya no voló. Nunca voló. Lo más que hacía era dar saltos para trepar a uno de los palos que el tío colocó cerca del piso. Una tarde, el pájaro comenzó a tataratear, de un lado para otro. El tío lo tomó entre sus manos y descubrió que el pájaro había quedado ciego.
Las palabras, igual que los pájaros, también tienen alas. ¿Sabés qué me asombra mucho? Ver cómo, a partir de una palabra, se forma toda una gran novela. Abrí El Quijote y mirá el prodigio. “En un lugar de La Mancha…” Apenas seis palabras, sencillas, como piedras de río de agua limpia. ¿Cómo eligió Cervantes este inicio, entre miles de posibilidades? A partir de ese enunciado, como cuerda de hilo frágil, se suelta todo un caudal de palabras que supera a las Cataratas del Niágara. No sé qué clase de pájaros sobrevuela por las cataratas del Niágara. El otro día, Stefy Campos (hija del Rector de la Universidad donde laboro) me etiquetó (en el Facebook) en una foto que le tomaron en las cataratas. Busqué aves en ese cielo. No hallé alguna. Bueno sólo ella, que es una de las aves más prodigiosas de estos y de aquellos cielos. Debe ser que los pájaros del Niágara vuelan muy por encima de donde el agua se desparrama como luz estruendosa. Debe ser así, porque las alas de las aves se vuelven piedras cuando se humedecen. Por esto (pienso) los pájaros se esconden en los árboles cuando llueve. Tal vez tengo algo de ave, porque (lo sabés) a mí no me gusta mojarme. (Con qué trabajo lo hago debajo de la regadera, con agua caliente.)
Entiendo que las aves son diferentes en los lugares del mundo. No creo que en las Cataratas del Niágara vuelen chinchibules. ¡No! Los chinchibules sólo vuelan los cielos de estas regiones.
A las palabras, igual que a los pájaros, también les cortan las alas. Las palabras son los pájaros que más alto vuelan, y, sin embargo, para que vuelen infinitamente, deben ser atrapadas, deben ser condenadas a vivir encerradas en celda, por los siglos de los siglos. Las palabras que no son colocadas en jaulas se extravían. Es fantástico saber que en pleno siglo XXI aún conservamos las palabras que pronunció Jesús. Él dijo: “Amaos los unos a los otros”. ¿Mirás qué prodigio? El buen Chus tiene añísimos que pasó a estar a la diestra de su padre y aún conservamos sus palabras. ¿Gracias a qué? Gracias a que los compas evangelistas transcribieron en libros (rollos de pergamino) sus palabras. Todo esto, por supuesto, de segunda mano. Porque lo que Él escribió se perdió. El tío Arsenio me contaba que Cristo escribió algo en una playa, con una vara. ¡Ay, prenda! ¿Qué escribió? ¡Quién sabe! Este es uno de los grandes enigmas del mundo. No lo sabemos, porque el agua del mar hizo su travesura. Claro, el buen Chus sabía que esto ocurriría. Lo hizo para destantearnos. La tía Eugenia, a cada rato repite eso de “a las palabras se las lleva el viento”. Así es. ¡Claro! Las palabras se van porque tienen alas maravillosas. Apenas las estamos pariendo cuando, como chinchibules precoces, se avientan desde el abismo de nuestras bocas y vuelan por todos los cielos del mundo. ¡Se las lleva el aire! ¡Se van con el aire! ¡Se hacen aire!
En casa nos proveen de alas. He visto y escuchado a mamás diciéndole a sus pichitas cómo se llaman las cosas: “me-sa, ca-ma, lo-ro, ca-rro”. He visto y escuchado a las criaturitas repetir las palabras: “le-che, ma-má, pa-pá, ca-ca”. Ese acto sencillo, pero sublime, se repetirá hasta el último día. El hombre necesita de palabras para volar. Por esto, cuando alguien se convierte en lector afianza y refuerza sus alas, los renuevos que le injertaron en el patio de su casa. Pero, ahí también, en casa, hay cabrones que cortan las alas a los pichitos. Cuando aparece la mamá jodona (“¡Te callas, porque yo lo digo!”) o cuando aparece el papá medio bolo (“¡Acá sólo yo hablo!”). Los corta alas son aquéllos que creen que la palabra les pertenece, se sueñan caciques dueños de hectáreas sembradas con palabras. ¡Qué bobos! No saben que la palabra es de todos. Ya lo dice La Biblia (y si no lo dice, debería decirlo) “En el principio era el verbo y el verbo era Dios”. Ah, tal vez esto ayude a todos aquéllos que se creen ateos y andan pregonando la muerte de Dios o la ausencia de Él. ¿A poco son capaces de negar la palabra? Si niegan la palabra ¡niegan la existencia de Dios!, porque Dios es la palabra, la que se dice al oído de la amada y, también, la que se grita en la cantina. Por eso, la gente que sabe de esas vainas de la lingüística dice que no hay palabras “malas”. ¡Claro que no! Es una bobera decir que hay palabras buenas y palabras malas. Esto es una forma burda de cortar las alas a las palabras. Todas las palabras son bellas y son para que vuelen por todos los cielos. ¡Ah, qué sabrosa es la palabra que vuela en la cantina a la hora que los compas ya están medio bolos! ¡Ah, qué fuerza tiene la palabra! Se desgrana como se desgranan las gotas de agua en las Cascadas del Niágara, esas gotas que humedecieron el rostro bello de la Stefy.
La palabra es como un pájaro silencioso, uno que, como chachalaca, anuncia el prodigio de la vida. La palabra, igual que el pájaro, tiene una hora en que busca el árbol para dormir. La palabra duerme, pero nunca muere. Aún en su sueño hay un rumor de agua en su respiración.
¿Por qué el pájaro de la tía Godofreda quedó ciego? Alcancé a verlo en sus últimos días, adentro de la jaula. Tenía alas pero se miraba tan disminuido, como si fuera un cachorro de león, pero inútil, débil, flaco. Una tarde, la tía me llamó a la cocina, me dijo que me sentara al lado del fogón y me sirvió una taza de café endulzado con panela. La tarde ya estaba avanzada, el cielo tenía el mismo color que tenía la brasa del fogón. El silencio caminaba de puntillas. Bebí un sorbo del café. La tía me dijo que su pajarito se había quedado ciego por “por culpa del cabrón de tu tío. ¡Mierda!”. Y entonces ella se sentó a mi lado y dijo que el pajarito había vivido feliz, con las alas cortadas. Era feliz caminando por el patio, se sentía libre. “Se acostumbró a no tener alas”, dijo la tía. Desde entonces, de vez en vez, pienso en el pájaro sin alas y pienso en lo que me dijo la tía, el pájaro sin alas era más feliz. Gonzalo sostiene que hay gente que es feliz viviendo en la miseria; dice que hay gente que vive feliz sin alas; hay gente que no quiere volar. Hay que dejarlas en su mundo, en su patio.

Posdata: Alicia tenía un loro. El loro se llamaba Paco. Alicia le cortaba las alas a Paco. Paco, podría decirse, era feliz. Andaba de un lado a otro del patio. Se subía a un aro que estaba colgado entre dos pilares. Repetía lo que Alicia le enseñaba: ¡loro, lorito! ¡Alicia, dame mi café con pan! ¡Pendejo, pendejo! Su natural le había proveído de alas, pero él nunca lo supo, porque en cuanto crecían, Alicia se las cortaba. Paco era feliz, andaba de un lado para otro del patio, repitiendo palabras. Hay mucha gente que es como Alicia, hay mucha gente que es como Paco. Parece que la mayor incongruencia en el mundo es un pájaro sin alas.