lunes, 3 de noviembre de 2014

EXTRAVIADA





“¡Qué traviesos!”, dijo Mariana. La cabeza de “La catrina” estaba en el suelo. Íbamos en el carro de María. Vi que ella tembló. Sus manos se atenazaron como cangrejos sobre el volante y temblaron, levemente. Vi el temblor en sus manos, a la hora que se afianzaron en el volante, temblaron como si fuesen hojas secas en el árbol y se aterraran por la cercanía de un viento fuerte.
Íbamos a casa de María, la que está por Santa Cecilia. Y digo ésta, porque ella tiene dos casas: la de su papá y la de su mamá. La de Santa Cecilia es la de su mamá.
“No, qué traviesos, ni que nada”, dijo María. Y dijo que no habían sido niños los que hicieron la travesura. La cabeza de La catrina estaba en el suelo. Ella, con su vestido tan de La Renta, tan con olor a naftalina, estaba descabezada, un poco como si dijésemos que la muerte siempre pierde la cabeza. ¿Y si fuese así? Si la muerte fuese una mujer sin cabeza, sin memoria. Si esto fuese así, los seres humanos ya no volveríamos a decir que a todos la muerte les llega puntual. ¿Y si la muerte fuese esta alegoría?
María dijo que Mariana no tenía razón. Bien pudo ser un grupo de niños (de esos latosos que piden calaverita, tía) el que pasó y tiró la cabeza de la catrina. Pero (insistió María) si así hubiese sido la hubieran agarrado de pelota. La cabeza pararía del otro lado de la calle, toda sucia, toda pateada. Pero no fue así. La cabeza estaba al lado del cuerpo, un poco como retando a algún mortal a recogerla y hacer una de dos: llevársela a su casa o colocarla en el cuerpo. Pero la cabeza tardó en el piso. Tardó porque ningún mortal se atreve a hacer alguna de las dos tareas. ¿Quién es el deschavetado que lleva una cabeza de calaca a su casa? ¿Quién es el valiente que se agacha y con ambas manos la recoge para colocarla en el pescuezo que está frío, frío por el viento helado? ¡Nadie! Hay una leyenda que dice que quien levanta la cabeza de un muerto y la coloca de nuevo sobre el pescuezo ¡le da vida! ¿Quién es el valiente que se queda parado frente a un muerto que revive? Por esto, María dijo que Mariana estaba equivocada. No fue un grupo de niños el que pasó y tiró la cabeza, sólo por relajo. ¡No!
Cuando llegamos a casa de María y bajamos del carro, ella empujó la puerta de entrada y llamó a su mamá. Su mamá nos tendió los brazos y dijo que le daba mucho gusto vernos. Tenía muchos meses que no íbamos a su casa (María se pasa más tiempo en casa del papá). Siéntese, nos dijo. Nos sentamos y ella nos sirvió calabaza en dulce, en platos pequeños, en platos de unicel. María se sentó a su lado, la abrazó y dijo que habíamos visto una calaca sin cabeza. “¡Ah! Esas son las más cabronas”, dijo doña Esperancita y se persignó tres veces. ¿Por qué?, preguntamos Marianita y yo. Y doña Esperancita explicó que las calacas sin cabeza son las más cabronas porque no pueden ver hacia dónde van y pepenan al primero que pasa frente a ellas. Corroboró lo que habíamos pensado: que hay muertes que no debieran existir. Hay gente que se muere, un poco como si dijéramos que aún no le tocaba. “¡Ahí está, eso es!”, dijo la señora. Uno no se explica por qué, de pronto, hay gente que se muere, por una enfermedad absurda, si dos días antes estaban tan bien. “Apenas ayer, platiqué con él -dice la señora en el velorio-, y se miraba tan bien”. Unos dicen que ya su línea estaba trazada, pero otros insisten en que fue simplemente una mala jugada de la calaca sin cabeza, de esa que anda extraviada y, como ciega, busca un asidero donde sostenerse. Lo que la pinche muerte no sabe es que la persona que agarra ¡la pulveriza!, le contagia el mal de la muerte.
Doña Esperancita nos dijo que tenía un ponche bien bueno. Nos sirvió en dos tazones grandes. NO entendí por qué ella nos había servido la calabaza en dulce en platos pequeños y el ponche en tazones enormes. Uno no sabe bien a bien por dónde va la vida, ni por dónde va la muerte.