viernes, 7 de noviembre de 2014

EL OFICIO MÁS JODIDO DEL MUNDO





El niño abrió la puerta abatible de la cocina y dijo: “Mamá, seré escritor”. Ella miró a través de la ventana, se secó las manos con una servilleta con cuadros blancos y rojos, volvió la mirada hacia donde el hijo se rascaba la cabeza y dijo, como si fuese Moisés sobre una duna: “¡Sobre mi cadáver!”. El niño, de doce años de edad, no comprendió la sentencia de su madre. ¿Sobre mi cadáver? Imaginó entonces que su madre era un cuaderno enorme que moría y, hasta entonces, él podía comenzar a escribir sobre el cadáver de ella. Pensó que eso tenía una ventaja: se ahorraría la tinta, porque podría usar la sangre de ella. Debía apresurarse porque, se sabe, la sangre se coagula muy fácil y la vida apenas es un instante. Así que imaginó que apresuraba el fallecimiento de su madre, que se auxiliaba con el marro que su papá empleaba para tirar paredes. Bastó esconderse detrás de la puerta del cuarto de ella, esperar que se asomara cargando el bote de ropa sucia; bastó un golpe seco que sonó como cuando cae un bulto lleno de arena de un segundo piso. La desvistió y se dio cuenta que, en efecto, la piel era como un libro con hojas tono sepia claro, en espera de su escritura. Tomó una pluma de ganso, insertó la punta sobre el charco de sangre que se había formado al lado de la cabeza de su madre y comenzó a escribir un cuento. Empezó a escribirlo en la frente (para que nadie le dijera que ese cuento no tenía ni pies ni cabeza). En la frente escribió la frase maravillosa que abre la ventana de la imaginación: “Había una vez…”, y escribió mucho, contra el tiempo, porque la sangre se coagulaba demasiado pronto. Fue a la cocina, abrió la gaveta, sacó un cuchillo (el favorito de mamá, con el que cortaba la manzana de su desayuno) y regresó al cuarto donde el cadáver de su madre mostraba la cara más repugnante de la violencia, pero, a la vez, mostraba un rostro iluminado por la maravilla del relato que (pensó el niño) sería uno de los textos más bellos jamás escrito. Con el cuchillo hizo ligeras incisiones en el brazo derecho y vio que la sangre manaba como si fuese un hilo de agua limpia. Aprovechó y siguió escribiendo. Sabía que el dicho de Picasso era cierto: la inspiración lo hallaría trabajando. Se dio cuenta que las ideas fluían como bandada de pájaros en primavera. Con la mano derecha escribía y con la izquierda punteaba el cuerpo de su madre: el brazo izquierdo, el estómago, el pecho. Pequeños surtidores de sangre brotaban como géiseres y él aprovechaba, mojaba la punta de la pluma y escribía con gran rapidez. Si alguien abriera la puerta (como sucedió) y viera la escena pensaría que era una escena macabra, bestial; pero el niño sólo cumplía su deseo: ser escritor, escribía sobre el cadáver de su mamá, sólo escribía un cuentito que contaba de un niño que anhelaba vivir en la montaña para oír el canto de los pájaros y respirar el aire limpio mientras las frondas de los árboles se mueven de un lado hacia el otro, empujados por el viento suave que siempre corre en la parte alta de las montañas. ¡Ah, qué diferente el mundo abajo, en el valle, ahí donde estaba su casa! Quien entró fue el padre y vio la escena, corrió y quitó el cuchillo al niño. “¡Pero, qué has hecho!”. Nada, papito, nada, sólo estoy escribiendo un cuentito. ¡Qué, estás loco! Oh, Dios mío, qué tragedia. No, papito, no me pegues, no hago nada mal, sólo soy un escritor. ¿Qué? Sí, papito, de grande seré escritor. Entonces el papá, con el cuchillo en lo alto, dijo que eso nunca sería. ¿Escritor? ¡Jamás, lo oíste, jamás! “Sobre mi cadáver”, gritó el papá, mientras abrazaba el cuerpo de su esposa. ¿Sobre tu cadáver? Entonces, el niño escritor, pensó que se abría la posibilidad de escribir otro cuentito.