sábado, 28 de febrero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (Parte VI)




Querida Mariana: te cuento cosas que sucedieron en el siglo pasado, cosas que ocurrieron cuando vos no eras ni anteproyecto de vida. Los viejos somos así, recurrimos al pasado para tratar de explicarnos el sentido o sin sentido de la vida. Trato de nombrar a Óscar Bonifaz para entender a Comitán y retrotraer a mi pueblo para entender al escritor, porque para entender a ambos debo acercarme al humor, a esa picardía que hace famosos a los comitecos en todo el mundo. Milan Kundera, el gran escritor checo, dice que “la gente ríe de un modo diferente en las distintas partes del mundo”. Es proverbial la flema de los ingleses que los hace aparecer como unos seres sosos, pero si pensamos que es inglés el gran humorista Oscar Wilde debemos corregir ese paradigma. ¿Cómo es el humor comiteco? Se acerca mucho a la anécdota que contaba doña Lolita Albores, a la que cuentan Óscar Bonifaz, Enrique Robles Solís, José Antonio Alfonzo Pinto; nuestro humor radica en la palabra que suelta, como papalote, el arquitecto Héctor Castellanos, uno de los más brillantes y lúcidos. Para llegar a sintetizar el humor comiteco se necesita una “poca de gracia” y otra cosita. ¿En qué consiste esa otra cosita? No podríamos definirlo así de primera intención, porque -como en todas las cosas en la vida- existe una conjunción de elementos. ¿Para qué le sirve la anécdota a Óscar Bonifaz? Lo pregunto porque su literatura está plagada de estos elementos que le otorgan un sentido único del humor. Ya te dije que una de sus poesías más celebradas es la del zancudo que basa su originalidad y contundencia en el sentido del humor. Cuando una persona ya conoce la “anécdota” de dicho texto y el final aparentemente “sorpresivo” destruye la contundencia, el efecto continúa, como si fuese un chiste bien contado mil veces. Tal vez, digo que sólo tal vez, el humor le ha servido a Óscar como un escudo. Sus primeros años de vida no fueron sencillos. Ante la personalidad férrea de su papá, quien era un militar de carácter severo, él tuvo que sobreponer una máscara a su rostro fino y sensible. Rosario Castellanos, al igual que nuestro escritor, usó la máscara de la ironía fina para suplir un carácter introvertido. Quienes la trataron cuentan que ella siempre mostraba esa ironía como un rasgo inmanente, pero basta leer las cartas que le escribía a su amado Ricardo para descubrir a una mujer débil, sumisa y de una gran dependencia con respecto al amor. ¿Hay dependencia mayor que una persona apasionada? ¡No! El más grande dependiente de droga alguna es el que depende del amor. ¿Cuál ha sido la más grande dependencia del maestro Bonifaz? Nunca le he preguntado eso. El humor es una máscara, una máscara ante los tiempos adversos, ante los tiempos de guerra. Todo mundo conoce la frase del humorista en el escenario: “la función debe continuar” y que se pronuncia en tiempos de adversidad. El otro día, en su oficina del Teatro de la Ciudad (oficina cuyas paredes están tapizadas por fotografías, en blanco y negro, de actores y actrices mundialmente famosos), el maestro me dijo que estaba triste y me contó el motivo. Lo vi, entonces, serio, con los ojos de cenzontle sin canto; pero, minutos después me contó una anécdota y yo me hamaqueé de la risa. Así es la vida del que está acostumbrado a estar arriba del escenario, de quien está acostumbrado a recibir a cada instante la luz del reflector. El humor es el impulso vital en la vida y en la obra de Bonifaz. La persona que se acerca a saludar al maestro recibe, minutos después, el obsequio de una anécdota, un poco como si él tuviese necesidad de dar, de abrir la mano y ofrecer una rosa blanca, “en junio como en enero”, a cualquier hora, en cualquier lugar del mundo.
¿Cuál ha sido el centro del mundo para Óscar Bonifaz? Si uno hace un ligero balance de su obra literaria y revisa su bibliografía podrá comprobar que su centro, su hogar, ha sido Comitán. Todo apunta a ello. Sus novelas tienen puntos de contacto con esta tierra. Su novela más reciente: “Los labios del silencio”, tiene como entorno el paisaje de Comitán, pasando por la ranchería Cajcam. La historia cuenta los comportamientos obtusos de nuestra sociedad. Hay un interés en Bonifaz en hurgar adentro de las casas y de los pensamientos de los comitecos y de colocarlos sobre la mesa para que todo mundo los vea, sin tapujos, sin tabúes. En la novela más reciente no se cuenta nada que nos sorprenda: un padre sanciona de manera severa a la hija que, fuera del matrimonio, está embarazada. Hoy (¡por fortuna!) la situación es diferente. La sociedad comiteca ya no es tan intolerante, pero Bonifaz insiste en dejar registro de cómo fue nuestra cerrazón, para que la historia no se repita.
En 1982, una tarde fui a Casa de Cultura y hablé con el maestro Óscar, quería integrarme al grupo de teatro que dirigía. Diez años después logré lo que debí hacer en la preparatoria: hacer teatro, bajo la dirección de Bonifaz. El maestro me incorporó a una de las obras que en ese momento montaba (él, en ese tiempo, era un infatigable promotor de obras de teatro). Disfruté mucho el proceso de memorización (en mi casa, yendo de un lado a otro en el corredor, repitiendo los diálogos una y otra vez hasta que los parlamentos se incorporaban en mi mente); de igual manera disfruté la emoción de los ensayos en grupo (ya en el escenario de la Casa de la Cultura) y los “nervios” de la noche de estreno (con un teatro lleno). Quince minutos antes de escuchar “tercera llamada, tercera llamada, ¡comenzamos!”, que es como el toque de campana de la escuela que indica ¡ya es hora de recreo! (porque el teatro, antes que otra cosa, es la máxima diversión), el maestro nos llamó a todos los actores y nos dijo que nos tomáramos de la mano, cerráramos los ojos, inhaláramos hasta henchir los pulmones y dedicáramos nuestra actuación a una persona amada (cerré los ojos y dediqué la actuación a mi Paty, que era mi novia y quien estaba esa noche entre el público). Tiempo después, Bonifaz me nombró Coordinador en Casa de Cultura y más tarde, una mañana, me dijo que me propondría para dar la clase de teatro en la Escuela Preparatoria (ya en el edificio que ocupa actualmente). Así fue, durante un tiempo (muy corto, porque luego me casé con Paty y me dediqué a otras vainas) trabajé a su servicio. Una tarde le pregunté por qué me había elegido para el puesto y él me dijo que se dio cuenta que la noche de estreno de la obra en la que actué hubo un instante dramático en que yo debía decir el nombre del personaje que interpretaba y decir el apodo con que era conocido por los alumnos, el público rio; así que la segunda noche omití tal parlamento. El maestro dijo que en la vida son necesarios los hombres que toman decisiones correctas. Y di clases de teatro durante un semestre en la escuela preparatoria. Jamás imaginé que estaría en el lugar que Bonifaz había ostentado mientras yo fui alumno de la Prepa. Estos dos actos hablan del afecto que el maestro me ha dispensado desde siempre. Afecto que se ha prolongado, porque (no sé si ya te lo conté, mi niña bonita) una vez que viajé de Puebla a Comitán, él me recibió en su casa. La habitación de su hijo Alex me la destinó. Cuando llegué a su casa, el maestro me dio la llave de la puerta de calle y me dijo que esa era mi casa, que entrara y saliera con toda la confianza. A las seis y media de la mañana tocaba la puerta de mi cuarto y decía: “Ya está caliente el agua”; yo me calzaba las chanclas, tomaba la toalla y entraba a su cuarto donde está el baño y me bañaba. Al salir, él ya estaba en la cocina (pequeña) preparando su desayuno, yo hacía lo mismo, cortaba la fruta y “armaba” los menjurjes que acostumbro desayunar (avena y una pócima que incluye miel y polen) y me sentaba ante la mesa donde él ya tomaba su café. Ese momento era casi casi el momento más importante del día, él me contaba historias y anécdotas de Comitán o algunos fragmentos de su vida. Con las anécdotas yo terminaba, literalmente, debajo de la mesa, botado de la risa. Ese instante era reparador, más que el sueño y más que el desayuno. Escuchar la gracia de Bonifaz me llenaba de energía y de vida. Una de esas mañanas me atreví a preguntarle lo que todo mundo se pregunta: ¿cuál es su secreto para mantenerse, física y mentalmente tan bien? Él eludió un poco la pregunta, como diciendo que no hace más que vivir en medio de un mar de sonrisas. Insistí en que, como si deseara conocer lo que todo mundo anhela: La fuente de la eterna juventud, me diera el secreto por el cual se conserva tan bien. (Ahora, de acuerdo con lo que dice su biografía, cumplirá ¡noventa años!, el próximo mes de septiembre; y parece un jovenazo de setenta y tantos). Ante mi insistencia, el maestro me contó una anécdota que resume ¡el gran secreto! (continuará).

viernes, 27 de febrero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UNA PALABRA LUMINOSA




Cuentan que hay un pueblo que es un pueblo cotzero. Este pueblo es único en el mundo. Sus moradores comen tzizim, beben macharnudas y echan cotz. Los extraños se asombran ante la sonoridad de esas palabras que refieren a conceptos, también, asombrosos. ¿Qué es tzizim? ¿Qué es macharnuda? ¿Qué es cotz? Los extraños llegan, caminan las calles de este pueblo luminoso. Caminan con cuidado porque sus subidas y bajadas tienen lajas y las lajas son muy resbalosas. Claro, los bebedores de macharnudas cuando resbalan a mitad de la banqueta le echan la culpa a las lajas resbalosas. Pero, los nativos saben que la macharnuda tiene un efecto demoledor, ya tío Tavo sentenció que el caminante caería bien bolo a un determinado número de calles.
¿Qué es tzizim? Tzizim es una hormiga que los nativos comen. Cuando inicia la temporada de lluvias, los tzizimes, como si fueran maestros en manifestación, salen de sus cuevas y vuelan. Los nativos toman cubetas llenas de agua y, con las manos, recogen montones de hormigas que meten a las cubetas. Esas hormigas las asan en comales, las ponen en tortillas recién hechas, les sueltan gotas de limón y disfrutan esos tacos. Los extraños no soportan la idea de comer hormigas. Creen que el pueblo cotzero es un pueblo extraño, un pueblo raro. Los nativos dicen que sí, son un pueblo extraño, un pueblo único. Los días en que el pueblo levanta tzizim son días de fiesta, las calles se llenan de personas, niños, jóvenes y viejos. Como si fuesen en peregrinación caminan de un lado a otro, corren, y levantan las hormigas que, saben, luego, doradas, será un manjar exquisito. En los mercados, las mujeres colocan sus canastos de mimbre y venden las “medidas” de tzizim. “¡Ah, pucha, está muy caro!”, dicen algunos compradores. “¡No lo compres’té!”, dicen las vendedoras y siguen arrullando a su pichito que cargan en la espalda.
¿Qué es la macharnuda? Es una bebida alcohólica que inventó tío Tavo Penagos. La leyenda cuenta que cuando alguien entraba a la cantina “La Marina” y pedía una macharnuda, tío Tavo preguntaba: “¿De cuántas cuadras lo querés, hermano?”. Y la leyenda concluye diciendo que el cantinero preparaba la bebida con tal precisión que si el beodo pedía una macharnuda de tres cuadras, justo al cumplir tal cantidad, el caminante caía bien bolo. Los bebedores, por lo regular, pedían una macharnuda que les permitiera llegar a su casa. ¿Qué ingredientes contiene la macharnuda? Eso es un secreto. Los bolos (borrachos) no saben si el secreto de la borrachera consiste en la mezcla del azúcar con el alcohol en cantidades desmedidas.
Y el cotz ¿qué es? Ah, esa es la máxima expresión de ese pueblo. En el mundo no todo mundo acostumbra comer insectos ni beber bebidas alcohólicas. Pero, casi casi puede asegurarse, que en el mundo no hay persona que no eche cotz. Echar cotz significa elegir una pareja, tomarle su manita, darle besitos en su cara, en sus brazos, en sus piernas, en sus muslos y en su entrepierna y luego, ya cuando el horno está para cocer marquesote, todo mundo dice que es hora de mover el bote, hora de ¡echar cotz! Así, pues, el lector avezado ya entendió por qué cuando decimos que casi todo mundo echa cotz sin saber que echa cotz es porque casi todo mundo hace travesuras en las camas para preservar la especie.
Por eso, en este pueblo cotzero la vida se vive en su máxima expresión. A veces, los amigos se reúnen con las amigas, toman una macharnuda, comen tzizim como botana y ya, entrados en la cachondería, se van a los cuartos o a mitad del campo, tienden una cobija, y ¡echan cotz!
Los expertos dicen que no hay cosa más rica que echar cotz, cotzito rico y jacarandoso. Los más prosaicos dicen que no hay como echar cotz con pelos; y los que no tienen perdón de Dios (cochinos) insisten que lo mejor es el cotz con pelos y la turusa en caldo (¡Señor, estos últimos no tendrán perdón el Día del Juicio Final y arderán en el fuego del infierno por los siglos de los siglos, amén!).
Hay un pueblo único en el mundo, un pueblo que disfruta la vida, es un pueblo cotzero. Como cualquier pueblo del mundo no se aparta de las estadísticas mundiales, buen porcentaje de muchachitas bonitas ya entrena duro a partir de los catorce o quince años. Si existiera un Concurso Mundial de Cotz, no dude el lector que este pueblo cotzero quedaría en los primeros lugares. Algunos afirman que lograría el primerísimo lugar.

miércoles, 25 de febrero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN CHAPULÍN




Es el corredor de la casa de la cultura. ¿Es el corredor? Uno no sabe si el escritor habla del espacio físico o del animal que acá se ve. El lector no puede saberlo, porque el animal está en posición de ¡en sus marcas, listos, fuera!
¿Es un chapulín? Es un chapulín de color de hoja seca, avejentado. Anita dice que le llaman mulitas. Mariana fue más allá, dice que a las mulitas cafés les llaman mulitas del diablo.
Cuando Mariana vio a la mulita café se tiró al piso y dijo que sí, que era la mulita de la leyenda. ¿Qué leyenda?, pregunté.
La leyenda cuenta que Arsenio, un campesino de la zona de Bajucú, despertó una mañana, abrió la ventana de su casa y dijo: “¡Ah, qué chingón está el día!”. Su mujer, quien ya preparaba el bastimento para que su esposo llevara a la milpa, se sorprendió. Su marido jamás usaba palabras altisonantes y aunque había sonado simpático porque refería a la belleza del día, no dejó de inquietarse. Pensó: “¿Qué le pasa al Arsenio?”. Arsenio se acercó a su mujer, le dio un beso y recibió el bastimento que consistía en una bola de pozol blanco, chile verde, tortillas y un puño de frijol molido, más un tecomate con agua de chía. “Ahora sí -dijo el campesino- es hora de ir a la labor” y dio una nalgada a la mujer que, de nuevo, se sorprendió, porque jamás lo había hecho. La mujer vio al esposo perderse por la vereda de tierra, se sentó en la piedra de la entrada y comenzó a desgranar el maíz. Hizo un recuento de los días pasados. ¿Arsenio había faltado a su casa? No, todo había sido como en los meses anteriores. Había salido temprano a la milpa y había regresado a la misma hora de siempre. ¿En dónde había aprendido esas palabras altisonantes? ¿En dónde esos modales para tratar a las mujeres? ¿Estaría yendo a esos lugares donde las mujeres se pintaban las bocas y abrían sus piernas para que los hombres metieran su cuenterete? No, se dijo. No era posible. A menos que, pensó, en lugar de ir a la labor fuera a esos lugares besados por el diablo. Entonces no esperó más, levantó el bote con el maíz desgranado y entró a su casa para ponerse el chal. ¡No! Su marido no estaba en lugares prohibidos. Desde la cerca con alambre de púas lo vio calzando la milpa, muy hacendoso. Regresó y volvió a desgranar. En los días subsecuentes hizo lo mismo, en cuanto su marido le daba una nalgada e iba a la labor, ella lo seguía. Nada extraño pasaba. Mas una noche, cuando ella lavaba los trastos sucios de la cena, escuchó que su esposo hablaba. ¡Se volvió loco!, pensó. Dejó la taza que lavaba y, en puntillas, caminó a la cama. Escuchó una voz como de silbato de olla exprés que decía: “…y le sobó las tetas una y otra vez…” Arsenio tenía un chapulín en sus manos y parecía contar una historia, como si fuese un papá contando un cuento a su hijo. ¿Qué hacés?, preguntó su mujer y Arsenio, ocultando lo que tenía en la mano, dijo que rezaba, que le pedía a San Caralampio la bendición de su milpa. La mujer olvidó su enojo ante la malcriadeza que había oído y la suplió por el enojo de que, por primera vez, su esposo le ocultara algo. Se aventó contra él para abrirle la mano. Arsenio hizo la mano hacia atrás para resguardar al animal. La mujer lo rasguñó y comenzó a subir sobre su cuerpo en intento de atrapar al chapulín. ¡Dame ese chapulín!, gritó ella. De nuevo se escuchó la voz de pito: “¡A la mierda!”. La mujer dudó si la voz provenía de su esposo o del animal. Su coraje, como serpiente, se enroscó más en ella y comenzó a golpear fuerte a su esposo, en el pecho, en la cara, mientras él levantaba más el brazo a fin de que la mujer no alcanzara la mano. “¡A la mierda!”, volvió a escuchar. La mujer buscó en el buró y halló la lámpara de mano, la tomó y con ella le pegó al hombre, en la cara, en el ojo. El hombre, con la otra mano, se cubrió la cara y le pidió a su esposa que dejara de golpearlo, pero ésta ya no escuchaba, seguía golpeando al hombre, mientras la voz continuaba con la cantaleta: “¡A la mierda, a la mierda!”. El hombre ya no soportó, hizo un movimiento con su cuerpo y tiró a la mujer de la cama. Ella se golpeó la cabeza contra el buró, quedó inmóvil. El esposo se hincó, puso su oído contra el pecho de la mujer y comprobó que el corazón de ella también estaba inmóvil.
Esa es la leyenda, me dijo Mariana y agregó: Al otro día, cuando descubrieron el cuerpo de Azucena, los pobladores vieron que sobre su pecho estaba una mulita con el color de rama seca. Doña María tomó una escoba y lo empujó hasta la majada de la casa, se persignó y dijo: “La mató la mula del diablo”.
El chapulín que se observa en esta fotografía tiene abiertas las patas delanteras, las tiene en posición de herradura, como si en lugar de ser un corredor a punto de iniciar la carrera, estuviese a punto de atrapar algo.

lunes, 23 de febrero de 2015

HACE UN CUARTO DE SIGLO




Querido papá, el 19 de febrero de 2015 hallé una carta que le escribiste a tu mamá (mi abuelita María a quien ya no conocí, porque murió meses después que yo nací). La hallé justo veinticinco años después de tu muerte. Es una hoja que ya acusa el paso del tiempo porque la escribiste el 18 de diciembre de 1921. ¡Dios mío, qué frágil es la vida! La escribiste sobre una hoja de esas que se llamaban hojas para carta. Hoy, ya escribimos las cartas en la pantalla de una computadora. Estimo que tenías ocho años cuando la escribiste. Te juro que me he conmovido ante tus palabras sencillas. Tal vez todos los niños le escriben así a su mamá, pero al saber que estas líneas las escribiste vos me he conmovido de más. ¿Qué le decías a tu mamá ese 18 de diciembre? Le mandás esas líneas para saludarla cariñosamente; le preguntás si ya sanó tu hermanita de los granos que tenía; le decís que le mandarás tus cuadernos, tus calificaciones y tus trabajos manuales; le pedís que te mande un portarretrato que hiciste allá en Tuxtla, junto con el retrato de tu papá; volvés a preguntar por tu hermanita, querés saber si ya anda; enviás saludos a todos los asilados (recuerdo que mi abuelita María fue Rectora del Asilo de Niños, en Tuxtla Gutiérrez); le decís que a don Toribio le mandás un muñequito que sacaste en una tómbola; le contás que de vez en cuando te jalan las orejas porque te portás mal; y le preguntás cuándo va a llegar a San Cristóbal; “en fin, querida mamacita, me despido de usted, enviándole muchos besos y un abrazo fuerte. Su hijo que la quiere y que no se olvida nunca”.
Me conmoví. Nada pediste para vos, sólo el portarretrato que hiciste porque ahí está la foto de tu papá. Tus líneas te retratan de cuerpo entero. Como fuiste de hijo ¡fuiste de padre! Siempre dando, dando muñequitos a don Toribio; siempre preguntando por los demás. Cuando fuiste mi papá ya nadie te jaló las orejas, porque te portabas bien, a veces exagerabas y cuando yo necesitaba que me jalaras las orejas porque me portaba requetemal, vos decías que todo estaba bien y me duplicabas tu abrazo.
Ya pasó un cuarto de siglo desde tu muerte y digo que la vida es muy frágil y es un suspiro. Igual que todos mis amigos que ya perdieron a su padre, en la muerte, yo también te extraño mucho. Mis amigos me dicen que les hace mucha falta su papá y que, a veces, en las tardes de lluvia, como si fuese un viento inesperado, el recuerdo de su papá abre la ventana de golpe y se les mete en los huesos y en el alma. Aseguran que extrañan mucho a sus papás, incluso, a veces, me dicen que sueltan alguna lágrima que está enredada en sus ojos y en su espíritu quién sabe desde cuándo.
Me conmovió tu carta, tu letra, tu firma. Me conmovió pensarte escribiéndola al amparo de un quinqué y firmando Agusto, en lugar de Augusto. Me emocionó ver cómo al finalizar tu apellido hiciste un intento de firma y jalaste la colita de la i hasta dibujar algo como un tiburón por debajo de tu nombre, como si tu nombre fuese la superficie del mar y todo lo demás el fondo.
Me conmueve saber que después de veinticinco años de tu partida seguís eterno, inmutable, en mi horizonte. Cuando estoy a punto de caer te invoco y tus benditas manos me sostienen y no caigo. Seguís a mi lado, sigo siendo la niña de tus ojos, por eso, ahora, igual que vos, hace noventa y cuatro años, cuando le dijiste a tu mamá que la querías y no la olvidabas nunca, yo te mando muchos besos y un abrazo fuerte, muy fuerte, fortísimo, hasta topar con pared, con la pared del cielo, con la pared de tu corazón, querido padre.

domingo, 22 de febrero de 2015

LIBRO "GUÍA Y RECETARIO DEL TAMAL CHIAPANECO"



El pasado viernes 20 de febrero participé en la presentación del libro “Guía y recetario del tamal chiapaneco”, de Francisco Mayorga Mayorga. Paso copia del textillo que leí. (Fotografía de María Elena Jiménez.)

Buenas tardes:

A veces me topo con guías. Algunos comitecos desperdiciamos la cercanía de Los Lagos, de esos bosques llenos de aromas afectuosos. Por ello, de vez en vez, subo al auto y viajo hacia Los Lagos de Montebello. En uno de los topes “me topo” con muchachos y niños que se acercan a la ventanilla y ofrecen sus servicios de guías. No, gracias, digo, no necesito quien me guíe. Y sigo mi camino, mientras ellos se sientan al lado del letrero que indica: “Tope, aquí”, cuando dicho letrero debió advertir la cercanía del tope cien metros atrás para evitar el frenar de improviso.

Hoy, el investigador Francisco Mayorga comparte su libro que se llama “Guía y recetario del tamal chiapaneco”. Título que expresa con claridad el contenido del libro. En la primera parte ofrece un recorrido por el territorio de este platillo y en la segunda presenta un recetario.

¿Por qué no acepto el ofrecimiento de los guías para ir a Los Lagos? Porque pienso que, a diferencia de los visitantes, he ido con frecuencia a ese lugar y asumo conocer y reconocer sus veredas. Mis papás me llevaban a los lagos, desde antes que hubiese una carretera pavimentada; desde antes que este territorio fuese nombrado parque nacional. Pero, ¿de veras conozco en extenso a esa región? No, la verdad que no. Ahora que lo pienso sé que soy un diletante. Ahora reconozco ante Dios todopoderoso que he pecado de pensamiento, obra y omisión. Conozco apenas un porcentaje mínimo.

Tal vez me sucede lo mismo con el territorio del tamal. Reconozco que, igual que medio mundo de acá, he sido tamalero de toda la vida y, sin embargo, ha sido en el instante en que he tenido entre mis manos el libro de Mayorga que he descubierto un mundo hasta hoy inadvertido. Un poco como si alguien me dijera que en los lagos hay más de cien variedades de orquídeas y que yo sólo he palpado, como si fuese mariposa, las alas de unas cuantas.

Mayorga dice que Chiapas es de los pocos estados que poseen la mayor variedad de tamales, que se pueden clasificar por su forma, color y tamaño. Y ahora, de igual manera, reflexiono acerca de la extensión de los lagos y sé que desconozco sus diferentes formas, colores y tamaños.

¿Qué nos dice este libro acerca del tamal? Nos hace patente la riqueza de nuestra gastronomía local y nos advierte que si no la cuidamos podemos, como en los lagos, ir perdiendo el color del sabor. Tal vez, de los rasgos culturales del hombre los más ricos y diversos son la gastronomía y el lenguaje. Ah, qué de sabores diferentes en el mundo; ah, qué de distintas maneras de nombrar las cosas.

Nuestro autor, ahora sí que como coloquialmente se dice, se metió hasta la cocina, y nos entrega el misterio. Como un hábil guía nos lleva de la mano por ese país inigualable que se llama tamal y nos confirma que, mientras conservemos y mimemos este guiso, nuestro mundo no irá tan mal. Esta riqueza de sabores es una de las vetas que con ansia demandó Rosario Castellanos cuando dijo que debería haber otro modo de ser.

Gracias a este libro maravilloso, ahora me doy cuenta que he caminado por los paisajes del tamal, de igual manera que he andado las veredas de Los Lagos. He ido sólo por ratos, he incursionado apenas por el borde. Jamás, ahora lo admito, he entrado al corazón del maíz; así como jamás he recorrido con calma cada uno de esos árboles donde existen miles de variedades de orquídeas. Apenas tengo amarrados algunos aromas de esa región boscosa: el musgo, el ocote, la juncia. ¿Y los demás aromas? En mí, como tal vez en muchos de ustedes, no está enredado el aroma del pescado en medio de la masa, como sí lo está en los habitantes de la costa de Chiapas; asimismo, ahora lo sé, jamás he probado un tamal de hongos. Y el aroma de los hongos es un aroma que está impregnado en la base de los árboles de Los Lagos. Jamás he probado un tamal agrio, a pesar de que el atol agrio es una de las ramas más visitadas de nuestro árbol culinario. ¿Tamal de pejelagarto? Jamás, el único pejelagarto que conozco en mi vida es el que dice llamarse Andrés Manuel. ¡Dios mío! Ahora, gracias al libro de Mayorga, sé que hay un tamal que se llama Petul. Acá en Comitán comemos el pitaúl, pero ¿petul? El pitaul y el petul son primos hermanos, porque el petul, dice el investigador, es un tamal de origen tzeltal que se prepara con frijol botil. Rosario Castellanos llamó Petul a uno de sus famosos títeres. Rosario sabía que ese nombre está metido no sólo en el corazón del mundo tzeltal sino también se pasea en la mente y en la panza de los habitantes de Los Altos de Chiapas. Mayorga, igual que Rosario, pretende que todo mundo tenga el conocimiento del tamal no sólo en su panza, sino también en su corazón y en su mente. Esta es la única manera de apropiarnos realmente de lo nuestro, de lo que es uno de los más grandes legados de los antiguos moradores de esta región, donde (todo mundo lo sabe) vivieron los hombres de maíz y aún, gracias a Dios, perviven.

¿Necesito guías para ir a Los Lagos? Sí, ahora reconozco que si me pongo en manos de un guía hábil puedo hallar más formas, más colores y más tamaños. Mayorga ha caminado los territorios del tamal y nos entrega una guía completísima y variada; una guía que nos dice que debajo del puente de piedra y por encima del paso del soldado hay más veredas por caminar en los sabores de Chiapas. A partir del día de hoy todo mundo será sibarita, porque de la vista y del sabor y del aroma y del leve rumor del fogón nace el amor.

sábado, 21 de febrero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte V)




Querida Mariana: En el libro de “Una piedra en mi zapato”, un personaje dice que es como un alfabeto. No recuerdo bien quién lo dice (¿es acaso el tío Enrique, el tío loquito?). Ahí, en ese personaje está sintetizado el anhelo de Bonifaz, la vocación a la que le ha sido fiel toda la vida. Imagino a Óscar de niño, un niño que no tiene el mismo arrojo que sus hermanos Luis y Roberto. Óscar, al ser niño de papel, se muestra frágil, se lo lleva el viento. Anhela ser como un barquito, de esos que en las tardes de lluvia los niños comitecos sueltan en las corrientes que bajan por las calles, pero tiene temor, tiene temor porque puede humedecerse y hundirse. Una pregunta que siempre me he hecho y que jamás le he preguntado a él es: ¿por qué cuando fue a estudiar a la ciudad de México, teatro con Seki Sano, no se quedó allá, puesto que era el espacio idóneo para desarrollar sus capacidades? En ese tiempo (aún ahora) los que se empecinan en ser actores o escritores de renombre debían codearse en aquellos círculos centralistas. Recordamos que Irma Serrano soñó con ser actriz y se fue a la ciudad de México para cumplir sus sueños y no cejó hasta lograrlos. Se paró frente a la puerta de los Estudios Churubusco y a partir de ahí la historia se escribió. Lo mismo hizo una compañera mía de secundaria, Lety Pinto. Cothy Soto (la cantante) me cuenta que Lety y ella vivieron en el internado del Colegio Regina y Lety le decía a cada rato que sería actriz. Lety se fue y también, en escala menor, logró su sueño de aparecer en películas al lado de los hermanos Almada (¿quién no recuerda la película “La banda del carro rojo” donde aparece Lety bellísima también al lado del hijo de Pedro Infante?). ¿Por qué el maestro Óscar no insistió en sus sueños? ¿Por qué regresó al ambiente un tanto asfixiante de Comitán? En la ciudad de México, él pudo haber desarrollado todos sus talentos y vivido, tal vez, de manera más libre. Nunca se lo he preguntado. Alguien me contó en una ocasión (no sé si sea cierto al ciento por ciento) que un amigo generacional de Bonifaz, el maestro Güero (Javier Mandujano Solórzano) ya no continuó con sus estudios de pintura, en la academia, en la ciudad de México, porque su mamá se enfermó y él debió regresar para cuidarla. Te platico esto, porque, de igual manera que me pregunto por la vida de Óscar Bonifaz, una vez pregunté por qué un hombre con el talento del maestro Güero no lo amplificó de manera más exponencial. Hay miles y miles de hombres y mujeres que son conocidos como “las glorias locales”; es decir, son personajes de gran talento, pero cuya obra no alcanza a tener la difusión nacional que bien pudieran tener. Las glorias nacionales son Irma Serrano y Rosario Castellanos (no sólo nacionales sino ¡internacionales!). Estas dos mujeres lograron el deslumbre de los grandes reflectores porque tuvieron la difusión de las grandes instituciones. Lo cierto es que no es lo mismo que alguien aparezca en la prensa local que en el periódico “Reforma” de la ciudad de México. Los grandes medios nacionales impulsan las carreras de los grandes escritores y actores. Óscar Bonifaz, insisto, ha hecho una obra de relevancia para Chiapas y para la región del sureste, pero no tiene el reflector que él deseara a nivel nacional, a pesar de que sus estudios acerca de la vida y obra de Rosario Castellanos han sido publicados en Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo. ¿Por qué el maestro regresó a Comitán después de haber estado en los grandes escenarios de la ciudad de México, al lado de grandes directores y actores de teatro? Nunca se lo he preguntado.
¿Por qué, de todas las obras de Bonifaz, prefiero “Una piedra en mi zapato”? Porque es la visión de un niño. Los niños son los que están más cerca de la verdad. Si Bonifaz se ha pasado toda su vida pepenando palabras del piso y descolgando estrellas de las ramas más altas, fue en su infancia (infancia de un niño no temerario) cuando alcanzó a llenar sus bolsas. De ahí en adelante (como en la vida de cualquier ser humano) se ha dedicado a buscar esa región perdida para siempre. Por esto, a veces, Óscar Bonifaz se convierte en un ser temerario, en un gran aventurero, en el gran contador de historias, acaso para suplir las carencias de la infancia.
Un día abandoné la dirección del semanario “Ensayos” y la retomó el maestro Marco Tulio Guillén Barrios. Teníamos un suplemento satírico que se llamaba “El cositía”. Mientras estuve en la dirección de dicho semanario, debajo de la puerta de mi casa metieron más de dos anónimos donde me amenazaban y me mentaban la madre. El autor de dichos anónimos (debió ser el mismo) se decía ofendido por lo que ahí publicábamos y, sobre todo, por el nombre del suplemento. Decía que era una ofensa para todo Comitán el uso de esa palabra que denigraba a los comitecos. ¡Padre eterno! Paty, que estaba embarazada, me pidió que dejara ese periódico, me dijo que no valía la pena, que esos lectores parecían ser fundamentalistas y podrían provocarme un daño. En realidad dejé el periódico porque la paga ya no alcanzaba a cubrir los gastos semanales. El periódico lo maquilábamos en la imprenta de Amado Avendaño (el que un día llegó a ser Gobernador en rebeldía de Chiapas). Abandoné el periódico, pero no el periodismo. En el periódico de don Amado seguí publicando una columna que hablaba ya un poco de ese compromiso que había retomado de los textos del maestro Óscar: la defensa del lenguaje comiteco.
Dicen que nadie es indispensable, pero soy un convencido de que las acciones de las personas son únicas. El otro día vi una fotografía donde aparece doña Esperancita Solís, abuela de Manolo Nucamendi, y recordé cómo una vez me invitó a presenciar una pastorela que hacía año con año en el patio de su casa. Aún recuerdo la emoción de pasar por el zaguán de su casa, un zaguán generoso en anchura y luminosidad, y encontrar el patio, más ancho y luminoso. Ahí, un grupo de niños del barrio, amigos y parientes de doña Esperancita representaba una pastorela sencilla, pero llena de imágenes bellas. Sé que todos los niños de ese tiempo (hoy ya mayores) gozaban esas representaciones. El día que doña Esperancita murió no sólo se fue ella, también se fue la tradición que ella impulsaba. ¿Nadie es indispensable? Es cierto, pero cada persona tiene su particular forma de modelar el mundo. Hay personas, como doña Esperancita, que hacen cosas sensacionales, un poco como si dijéramos que sin ellas la vida no es tan bella. De igual manera, la obra de Óscar es única e invaluable. Si él no hubiese hecho lo que hizo y si no hiciera lo que hace nuestra sociedad no sería lo que es. Esas piedritas que él nos lega son piedras de valía para reconocer nuestra identidad. Por eso, algún día tendrá que hacerse una relación exhaustiva de sus obras y un pormenorizado estudio de lo que acá se vislumbra. Sin la piedra angular de Bonifaz, tal vez mi primo Pepe González no hubiese acometido la aventura de escribir “Glosario”. Sin la presencia de ambos, el futuro lingüista que aportará más datos para entender la importancia de nuestra lengua no tendría sustento. Todos nos basamos en la tradición. Bonifaz ha aprovechado la herencia de nuestro pueblo y la ha mostrado en todas partes.
En agosto de 2013, los amigos de la “Rial” Academia de la Lengua Frailescana visitaron Comitán. En el Teatro de la Ciudad se organizó un encuentro entre ellos y contadores de anécdotas de Comitán. Entre estos últimos estuvo el maestro Óscar, quien, con esa gracia única que posee, hizo las delicias de todos los que llenaron el teatro hasta el tope. Esa tarde, Óscar, minutos antes de que concluyera el acto se despidió. Los amigos de Villaflores dijeron que el maestro había aducido ser padrino de bautizo o de bodas y debía retirarse. El maestro se paró y todo mundo aplaudió. En ese aplauso iba el reconocimiento por su ingenio y gracia para narrar anécdotas. Si Tuxtla tiene a su Laco Zepeda, contador non de cuentos; Comitán tiene a su Óscar Bonifaz. Esa noche, ¿de verdad, el maestro era padrino? ¿Padrino a las nueve de la noche? ¡No! Esto es parte de su personalidad. Él no podía compartir el aplauso con los demás integrantes de la mesa, debía levantarse antes para que el aplauso no fuera repartido, fuera sólo para él. El maestro siempre ha sido así, le gusta estar en medio del reflector y que la luz lo “encandile” sólo a él. Cuentan que cuando en un guateque se encontraban el maestro Óscar y doña Lolita él duplicaba su gracia.
Pero si en “Una piedra en mi zapato” está la figura niña de Óscar, es en su poesía donde podemos hallar los rasgones y los vislumbres luminosos que han conformado su vida. En su poesía está la luz y la grieta. (continuará).

viernes, 20 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte X)




Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.

MESA
¿Mesa que más aplauda? No, esta mesa es otra. Tal vez tiene que ver con aquello que dice: Te dejaron la mesa puesta. Llegué a Comitán y encontré a mi amigo Jorge Gordillo sentado ante una gran mesa de madera; luego me topé en el barrio La Pila con una surrealista escena en donde una mesa estaba colocada a media calle; y días después encontré, a la entrada del auditorio de la Casa de la Cultura, una mesa llena de libros. Todo parecía estar dispuesto sobre una mesa. También, frente a una mesa, tomando el café, saludé a Marco Tulio Guillén, a don Ramón Blanco, a Guayo Bonifaz, a Ernesto Carboney y a más conocidos. Muchas cosas de la vida parecían suceder en las mesas. Ya la historia da cuenta de ello, tal vez el momento más dramático y sublime de Jesús fue el que se dio en la Última Cena.
Ahora que fui a Comitán encontré muchos chunches afectuosos alrededor de mesas. Mi desayuno ocurría frente a una mesa de no más de un metro por lado. El antecomedor de la casa de mis suegros tiene esas dimensiones. Primero desayunábamos don Roberto y yo, luego doña Amelia y mi mamá. Era preciso hacerlo así: ¡por turnos! Eso le otorgaba un encanto especial, el mismo que tiene toda mesa comiteca.
¿Por qué la mesa tiene un encanto especial en Comitán? ¿Será porque las marimbas, muy a su modo, son mesas de madera de hormiguillo que, en algún momento, botaron su vocación de ser simples mesas?
Lo de La Pila fue muy curioso. Bajábamos por la escalinata del templo y mi mamá dijo: “seguro que alguien chocó” y señaló hacia el portal. Enfrente del portal estaba arremolinado un grupo de gente. Como buenos comitecos fuimos a ver qué había sucedido. La mayoría curioseaba lo que hacían dos tipos en torno de una mesa que tapaba la calle. Un camarógrafo filmaba mientras un hombre metido en un disfraz de marioneta comentaba las delicias de la comida comiteca. Vi entre los curiosos a don Roberto Cordero por lo que intuí que filmaban un promocional turístico. Ahí, sobre la mesa, estaba dispuesta una buena muestra de platillos típicos: butifarras, tortillas con asiento, quiebramuelas, africanos, quesos, palmito, tostadas de manteca y muchos platillos más. ¡Qué generosa mesa comiteca! ¡Cuántos sazones reunidos! En Comitán todo cabe en una mesa sabiéndolo acomodar. Para el comiteco es muy difícil elegir entre una butifarra y una tableta de manía, por eso nunca elige ¡come todo!
Nadie se asombra cuando una mesa está llena de comida porque las mesas tienen como principal oficio ser soporte de alimentos. Por eso, cuando, en la presentación del libro de don Mariano N. Ruiz –La Nueva Teoría Cósmica– vi una mesa llena de libros supe que ahí había una grata torcedura del destino de las mesas. Al lado de la mesa estaba mi comadre Virginia, quien esa noche tenía el oficio de vendelibros, que es, junto al de limpiaestrellas, uno de los oficios más bonitos que hay sobre la tierra. Sobre un paño azul estaban colocados los libros. Los libros parecían así pequeños satélites perdidos en la inmensidad del universo. El paño azul era el universo. ¿Qué, entonces, era la mesa que lo soportaba?
Si repienso la imagen surrealista de La Pila puedo eliminar la gente, el camarógrafo y la marioneta y dejar únicamente la mesa llena de comida. La mesa es de pino y la madera contrasta con el empedrado de la calle y con las lajas del parque. No es casualidad que la mesa estuviera ahí, a su lado estaban los pilares, las puertas y los balcones de madera del portal. La mesa parecía, entonces, haber salido de la casa, “haberse” ido de pinta. Y es que Comitán es un pueblo que siempre está con la mesa puesta.

miércoles, 18 de febrero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE EXPLICA, PASO POR PASO, EL SENTIDO DE LA TOLERANCIA




El primer plano es obvio. Dos alambres (uno blanco, otro negro) se dan la mano a mitad del campo. Los dos, un poco tensos, con las púas que la historia les ha hincado, se amarran en intento de no permitir, jamás, el paso de otros. ¡Contradicción enorme! Ellos, enemigos permanentes, se unen para evitar el paso a un tercero. ¿Quién es el tercero? ¿Qué color de piel tiene? ¿Qué púas rodean su corazón?
La historia nos demuestra que la historia del hombre es un permanente éxodo. Los hombres y mujeres, a veces sin más que su vestimenta puesta, migran de uno a otro territorio, en busca de praderas más libres. Pero, ¡oh, destino cruel!, siempre se topan con alambradas, con cercos de alambre de púas, con muros, con fortalezas, que impiden su paso. Otros hombres se adueñan de territorios. ¿Quién no recuerda la invasión rusa a territorio checo? Un día, las tanquetas diluyen los sueños, los pulverizan, y amanecen a mitad de las plazas. Los hombres que controlan esas tanquetas se instalan en las esquinas, con metralletas en las manos, y obligan a los hombres, que apenas un día antes, volaban libres como gacelas con alas, a someterse a sus órdenes. Todo es a punta de pistola, todo es violento. Las mujeres caminan como gatos temerosos y los hombres bajan la cabeza en señal de sometimiento.
Acá, el viento, en apariencia, corre libre. No es así. Hay algo que detiene su cabalgata. Esa línea de metal que es como una línea de horizonte infértil, impide que el aire juegue rondas infantiles. Acá no sólo hay un pacto entre alambres blancos y alambres negros (corroídos por el óxido de la envidia); también hay un paco entre la luz y la sombra (los eternos blancos y negros del universo). Si el lector ve con atención observará que así como hay un cerco que impide el paso de uno a otro territorio, de igual manera, la sombra pinta una línea entre ella y la luz. Es un alambrado que, igual que el alambrado de púas, impide el paso de algún migrante, impide el paso del día. La sombra (se sabe que siempre es una dictadora implacable) va, de manera lenta, adueñándose del territorio, como si fuese una tanqueta rusa avanza sobre el territorio checo libre. Los niños ven ese cinto de metal y corren a sus casas, abandonan sus carritos de madera, sus muñecas de trapo. ¡Maldita noche que traiciona el pacto con la luz!
Lo que tendría que ser ejemplo de cómo los blancos pueden convivir con los negros de manera sencilla, se convierte en la lección más traidora de la historia: todo pacto entre dos extremos elude y fragmenta al medio.

lunes, 16 de febrero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE CÓMO EL ARENILLERO SIEMPRE HA VIVIDO EN LA CONFUSIÓN




La fotografía corresponde a la década del setenta, del siglo pasado. Si el lector ve con atención observará que la lancha tiene pintado el nombre de Santa Rosalía, Baja California. La foto tiene pocos elementos (fue tomada por mi tío Mario): el mar, al fondo; en primer plano la lancha con algunas cuerdas, maderas, remos (del mismo material), una sombra (sólo una) sobre la arena.
Ah, perdón, también aparece el arenillero, quien es el que toma el remo con ambas manos. Viste una camisa a cuadros y un pantalón blanco (tal vez contagiado con la cercanía del mar).
¿Qué hace el joven sobre la lancha? Sí, el lector atinó. El joven (llamémosle B) mueve el remo como si estuviese a mitad del mar y el aire fuese el agua. ¿Dónde se ha visto que alguien reme en el agua del aire? B pareciera torcer todas las leyes físicas y superar a aquel valiente que “rema contra corriente”. Todo mundo recomienda dejar fluir y remar a favor de la corriente, pero acá se ve que B hace un esfuerzo supremo porque, tal vez, el viento está en contra y él rema porque, no se sabe bien a bien, desea ponerse a salvo. Porque, se sabe, B no sabe nadar y tal vez alguien ya lo alertó acerca de que el mar está picado y el oleaje alcanza alturas de varios metros sobre el nivel del suelo. Pocas ocasiones tiene B de estar a nivel de mar y ahora rema y rema por alcanzar otro nivel del suelo.
Pero lo sorprendente de la fotografía es la sombra que el remo de B proyecta sobre la arena. La lancha está a resguardo de las fauces del mar (B no puede saberlo, él es un tipo que ha crecido en tierra firme). El remo de B se mueve a través del oleaje del aire, pero por el prodigio de la vida, proyecta una sombra en el fondo. B no lo sabe, pero lo intuye. Si la barca fuese echada al mar, él no podría proyectar sombra alguna sobre el mar siempre en movimiento. La arena permanece estática, para darle protección a B que no sabe nadar y para que su movimiento proyecte una sombra sobre su piel cálida. La arena sabe que B rema, rema intensamente; sabe que ese movimiento provoca una sombra que se mueve sobre su rostro. Esa sombra se mueve al ritmo del movimiento del remo y éste se mueve al ritmo vertiginoso que le imprime el movimiento de los brazos de B. Esta sombra se dibuja sobre la arena. El dibujo lo provoca B. ¿Sabe que algún día, en tierra firme, dibujará sombras de letras y de palabras sobre la arenilla del corazón de sus lectores? Porque, lo que el arenillero hace todos los días no es más que dibujar una sombra en el espíritu de los lectores. Sigue (¡ah, qué tonto!) remando en el mar del aire. Por esto, a veces, se le ve en el parque central de Comitán con los brazos abiertos como si nadara (no sabe nadar), como si remara (no sabe remar), como si navegara (tampoco sabe hacerlo). Mueve los brazos en intento de vuelo (no tiene alas ni vocación de gaviota).
Aquella mañana, en Santa Rosalía, se subió a la barca y soñó que estaba a mitad del mar y debía remar, remar mucho para alcanzar la orilla. Tal vez la vida no ha sido más que eso: remar, remar, para alcanzar la orilla. Algunos reman en aguas dulces, otros lo hacen a través de feroces tormentas y hay otros (tontitos) que imaginan que reman y siguen en el mismo lugar. La orilla siempre es su orilla. Llegaron desde hace mucho y, tal vez, no se han dado cuenta. Remar en el aire (¿es esto posible?)

domingo, 15 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte IX)



Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.

EN CASA
Todos los que ahora van por la carretera comenzaron su viaje hace cientos de años. El viajero de este siglo tiene la memoria de un caravanero. Quien hoy viaja en un avión ya lo hizo antes sobre un camello o sobre una carreta tirada por bueyes. El viajero tiene paisajes de desiertos, de palmeras y de caminos llenos de polvo.
La mañana que llegué a Comitán pensé en mi abuelo paterno. Una tarde lluviosa del siglo XIX subió a un barco en algún puerto europeo y viajó rumbo a México. ¿Cuántos meses tardó su viaje? Pero mi viaje a Comitán no sólo tuvo a Italia en la memoria, también albergó la Costa de Chiapas –Huixtla –, lugar en donde mi abuelo materno trabajó en una finca.
Mi viaje fue tan simple como pasar de la cocina al comedor de la casa. Salí de Puebla (lugar donde vivo) y llegué a Comitán (lugar donde nací y viví); es decir, dejé por un rato mi casa, para estar en mi casa otro rato. ¿Querés mirar cómo quedó tu casa?, me dijo mi compadre Roberto. Y subimos por una escalera de su consultorio, llegamos a un descanso, luego a otro nivel, uno más, y luego un cachito con escalones más reducidos, lugar en donde tiene un jacuzzi. Roberto abrió la ventana y salimos a la azotea. Lo primero que miré fue un tinaco, pero volví la mirada y me topé con el edificio maravilloso de la Posada de la abuela. La posada está edificada en el terreno que fue mi casa. Mi viaje cobijó también la tarde en que mi papá llegó por primera vez a Comitán. Contaba mi papá que cuando llegó al pueblo la luz eléctrica no iluminaba más que la luz de una vela o de un quinqué. Primero llegó a vivir a una casa pequeña en el Pasaje Morales; luego rentó una casa grande a cuadra y media del parque central; y, por último, construyó la casa –que yo siempre consideré enorme, tanto en su afecto como en su extensión. Esta última casa es la que vendí al salir de Comitán y es el terreno en donde ahora está la Posada de la Abuela y que está junto al consultorio de Roberto. Es más, el consultorio fue alguna vez el oratorio de mi casa. Por eso siempre que entro a saludar a mi compadre oigo un reconfortante eco de padrenuestros y de avemarías.
Mi papá siempre dio posada con gran cariño a todos los amigos de la familia. Sentí, entonces, desde la azotea, que la casa sigue conservando su vocación. Roberto hizo que yo me acercara más al pretil y dijo: ¿Mirás ese alero que sobresale en aquella esquina? Es el techo de lo que fue tu departamento. Y yo dije que sí, porque en ese instante volví a ver mi casa tal como la dejé.
Vi algunas vigas de la bodega a punto de caer, y, en la esquina que señalaba Roberto, vi el árbol de ciprés que nunca creció porque todas las mañanas lo orinaba “El terry” (un doberman que en alguna reencarnación perdió su fiereza y se volvió más bueno que dos chihuahueños juntos).
Lety y Roge –un poco dueños de la posada (o un mucho, no lo sé) – me invitaron a comer a su casa. Lety me sirvió un plato con verduras cocidas al vapor y dijo: ¿No querés entrar para conocer la posada? Quedamos que al día siguiente pasaría mi compadre Javier para llevarme a conocer la posada. Roge llevaría la llave. ¡A las diez!, dijimos. Pero sucedió que al día siguiente, diez minutos antes de las diez, llamó el maestro Óscar. Unos poetas de la ciudad de Las Margaritas querían que mis hijos les editaran un libro. Debí salir entonces. Javier llegó puntual, tan puntual que no me encontró en la casa y así me perdí la oportunidad de conocer el interior que, en esas fechas, aún no estaba abierto al público. El destino quiso que yo viera ese espacio desde arriba, como si yo no fuera más que la hoja de altísimo árbol.
Todos los que ahora viajan por la carretera llegarán a un lugar. Algunos tocarán una campanita, registrarán sus datos en una papeleta y un botones cargará las maletas hasta su habitación; y otros meterán la llave, abrirán la puerta y esperarán a que hijos y esposa los abracen. El hombre que descansa en la posada es como un río que busca el mar; el otro, el hombre que vuelve a su casa es la flama de una vela que se vuelve a encender. Todo viajero es un constructor: tiende instantáneos puentes que le permiten pasar del patio a la sala de estar. Yo estuve en el oratorio de mi casa y volví para podar la nochebuena plantada en mi jardín. ¡Nunca salí de casa! ¡Siempre estuve en el mismo lugar!

(Nota del 2015: “La posada de la abuela” cambió de nombre. Ahora se llama “Hotel Los Lagos de Montebello – Colonial”. Como para expresar que pertenece a la misma cadena hotelera del reputado “Lagos de Montebello”. Permanece cerrado. De vez en vez abre sus puertas. Lo único que sí funciona de manera regular es el restaurante. Cuando pregunté por qué no está abierto de forma permanente, un amigo me dijo que aún no existe la demanda suficiente. Cuando El Hotel Los Lagos de Montebello se llena, entonces, el resto de huéspedes va al “Colonial”. “Sólo prender la caldera implica un gran costo”, me dijo un amigo cercano a la familia propietaria del hotel. Paso por ahí y digo “acá está la casa de mi papá” y sigo caminando, con rumbo a mi casa.)

sábado, 14 de febrero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte IV)



Querida Mariana, un día regresé a Comitán, después de estar varios años “estudiando” en la ciudad de México. Volví y mi papá me invitó a trabajar con él, en un negocio de venta de triplay que tenía. Me casé con Paty y, con un grupo de amigos iniciamos un semanario que se llamó “Ensayos”. ¿Cómo darle más prestigio a una publicación? Pues ¡sencillo! Invitando a plumas prestigiadas a colaborar. Así que un día, Roberto y yo fuimos a saludar al Maestro Óscar. Nos recibió en su casa, nos invitó a tomar café con pan (maravillosa costumbre comiteca) y dijo que sí cuando le pedimos un texto para publicar en el semanario. Ya para ese entonces él había publicado el libro “Semblanzas”, edición patrocinada por el Grupo Integrador del Patronato de la Cultura en Comitán. El libro tiene un prólogo escrito por doña Hermila Grajales de De la Vega, donde hace un lúcida reflexión acerca de que la modernidad no está reñida con la tradición y exhorta a los comitecos a que valoremos el legado arquitectónico que poseemos. Pone ejemplos de cómo Florencia en pleno siglo XX preserva las joyas arquitectónicas de siglos pasados. Hoy vemos el ejemplo maravilloso de la pirámide de cristal que el arquitecto Pei hizo en el patio del Palacio del Louvre, donde se ve cómo se respeta el entorno y se da una lección de aprecio por la cultura de siglos. La reflexión de doña Hermila aún es válida en nuestro Comitán.
Los libros de Óscar Bonifaz sembraron en mí la certeza del maravilloso legado que poseemos. La labor creativa y creadora de Bonifaz es importante para nuestro pueblo. ¿Qué me enseñó Óscar? Me enseñó que la lengua comiteca (nuestro dialecto) es el que define nuestra personalidad. Todo lo que se nombra es lo que existe. Lo que no es nombrado es inexistente. Todo lo que hay en el mundo tiene un nombre, y esto es así para que tenga peso y sustento. El libro de arcaísmos, regionalismos y modismos es un documento que preserva las voces que han dado luz a nuestra voz. Todo mundo alaba nuestro “modito” de hablar que incluye un cantadito que ya quisieran los argentinos para fin de fiesta. Esas palabras dicen mucho de nuestro carácter. A veces veo en el Facebook cómo las personas comienzan a jugar con esas palabras, los jóvenes las usan con placer. Como que entienden que esas palabras hacen la diferencia en estos tiempos de globalización. Será un mundo triste y soso el mundo que sólo hable de cosas chidas. Cada objeto y cada acción tienen un nombre y en Comitán tenemos la atingencia de nombrar al mundo de manera única y especial, por esto, los comitecos somos únicos y especiales. Años después que Bonifaz publicó su libro de modismos, un alumno suyo muy querido, José Luis González Córdova, publicó su libro “Glosario” que era la continuación de la labor iniciada por el Maestro. Falta que nuevos talentos comitecos continúen con dicho trabajo. Si se dice que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, también podemos decir que las sociedades tienen los intelectuales que se merecen y Comitán ha merecido gente de mucho valor que ha pensado en el bien común y ha invertido horas y horas de estudio y de investigación para dar al pueblo lo que el pueblo merece. ¿Qué fuéramos sin ese libro sencillo pero lleno de vitalidad que se llama “Así te recuerdo Comitán”, que nos regaló doña Lolita Albores, nuestra cronista eterna? ¿Qué seríamos sin la dedicación de Amín Guillén Flores que hurga en las raíces de nuestro árbol mayor? ¿Qué seríamos sin la serie de caricaturas de personajes populares que Raúl Espinosa ha realizado? ¿Qué seríamos sin los discos con música tojolabal de la Maestra Roselia Jiménez? ¿Qué, ¡Dios mío!, sería Comitán sin los libros de Armando Alfonzo Alfonzo? Gracias a éstos y a muchos más es que Comitán sigue teniendo la magia que lo hace, con mucho, un pueblo mágico.
Una tarde, Katina de la Vega con un grupo de comitecos comprometidos conformaron un patronato para restaurar el rostro original de Comitán. Así, en medio de pinturas con base de baba de nopal, el rostro de nuestra ciudad fue retocado con paciencia y cariño (si no hubiesen cometido el absurdo de “forrar” las banquetas con laja, ahora Katina tendría mayor reconocimiento). La labor de Katina estaba emparentada con el prólogo que su mamá había escrito años antes en el libro de Óscar Bonifaz, quien reunió una serie de fotografías antiguas del pueblo y las comparó con fotografías tomadas en el año de edición. Con ello, el maestro nos dijo que Comitán sufría transformaciones que quitaban el rostro auténtico de un pueblo auténtico. Alguna tarde, Katina deberá aceptar que las lajas fueron un equívoco y emprenderá (con la misma fe y cariño que la motivaron a la restauración) una acción que enmiende el error. Comitán no es un pueblo para diez o veinte años, Comitán es un pueblo que perdurará por los siglos de los siglos, así que toda acción que comience hoy para salvaguardar la integridad de sus habitantes se le reconocerá a quien la emprenda.
Los libros de Bonifaz, pues, señalaron caminos ciertos: preservar nuestra lengua y la arquitectura vernácula. Hoy, que está de moda nuestra ciudad por el nombramiento de Pueblo Mágico nos damos cuenta que dichos temas son prioritarios. Bonifaz me dijo que debía conocer esas ramas del árbol llamado Comitán, porque (todo mundo lo sabe) lo que no se conoce no puede ser amado. Bonifaz, a su manera, ama a Comitán desde sus raíces. Tal vez el librincillo que más me gusta de Óscar es “Una piedra en mi zapato”, porque ahí está sintetizada la búsqueda permanente del Maestro con respecto a las palabras. En este libro las palabras son como nubes que descuelga, como piedritas que pepena. Ahí aparecen personajes entrañables y anécdotas que nos hablan de ese amor que oscila entre la pasión y el odio. Todo amor real y honesto está plagado de los extremos de la vida. Los grandes amores de la humanidad son historias que fluctúan entre la altura de la luz y la oscuridad del pozo. El amor de Bonifaz por Comitán está inmerso en esos extremos, de manera semejante Comitán le paga igual. Una tarde, Bonifaz llegó a la casa, le ofrecí una silla y mientras veíamos el jardín que brillaba con las rosas sembradas por mi mamá, el maestro me dijo que me invitaba a ser presentador de su libro, en la sala de actos de la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez. Recuerdo que Manolo Pulido fue otro de los presentadores. ¿Alguien más? Él, por supuesto. Esa noche estuvieron presentes mis hijos, que tenían diez u once años. Cuando leí mi texto, reproduje una de las anécdotas que ahí vienen. Mis hijos recuerdan bien la anécdota, porque, a partir de ahí, cuando nos topábamos con Bonifaz en las calles, ellos me decían en voz baja: es el maestro del eco. Mis niños no sabían lo que decían, ellos celebraban la picardía de la anécdota que cuenta cómo alguien se asoma a un pozo y espera que el eco asome, pero, en realidad, asoma la voz de alguien que está abajo y responde con una majadería simpática. Pero ahora que lo pienso, mis hijos tenían razón: el maestro es el maestro del eco. Todo escritor recrea la realidad, nunca la presenta tal como es. Bonifaz ha mostrado un reflejo y un eco de la sociedad comiteca. Ha pepenado las anécdotas, las ha decantado y las ofrece igual que Juan Diego (ahora santo) ofreció las rosas a la virgen de Guadalupe. Porque Óscar insiste en que todas las anécdotas que cuenta y que escribe son reales. Jura que nada inventa. Dice que una vez se encontró con un ex alumno que sí tiene propensión a inventar cosas, lo llamó y le dijo, en tono de confesionario: “Maestro, le quiero revelar un secreto: soy Juan Diego”, Óscar no se inmutó y, también en voz bajísima, le dijo: “No te preocupés, yo soy La Virgen de Guadalupe y vos sos el más pequeño de mis hijos”. Cuando el maestro cuenta esta anécdota, todo mundo que está a su alrededor se bota de la risa. El maestro es implacable, como si fuese uno de esos muchachos maldosos que ya tiene en el suelo a su oponente y no deja que se pare, sigue golpeando con el “buril de su palabra”. Cuando mira que ya la gente disfruta sus cuentos y dichos, como si metiese un uppercut (gancho, decimos en Comitán), suelta la otra anécdota que hace que sus oyentes se doblen más de la risa. Una de las principales herramientas del maestro es la anécdota graciosa. Él posee el secreto y lo usa en todos los espacios. Cuenta anécdotas frente a la gente común y frente a los gobernantes. Así desarma a éstos. A cada rato cuenta un poema-anécdota: el del zancudo. Dice que una vez, doña Patricia, esposa del gobernador Patrocinio González, se botó de la risa cuando la escuchó y dijo que iba a colocar una placa en Casa de Gobierno para que la leyera todo mundo. Saber si es cierto. Porque, la verdad, es que el maestro también tiene propensión a inventar, es su oficio. (continuará).

viernes, 13 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte VIII)



Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
ESCENARIOS
La magia del teatro brinca cuando algo sucede en el escenario. El teatro parece cobrar vida cuando los actores actúan y las butacas están repletas de espectadores. Pero, ¿han estado alguna vez en un teatro vacío? ¿Se han sentado justo en una esquina y han dejado que ese vacío los llene? Los teatros vacíos nunca lo están del todo. Al contrario, los teatros vacíos están llenos de energía. Debe ser que las paredes, lámparas, palcos y cortineros embeben las tragedias y comedias que sobre el escenario ocurren. Cuando las luces se apagan y el último actor abandona los camerinos aparece el eco divino. Toda la energía resbala por las paredes e inunda el espacio. Los teatros, a cualquier hora, están llenos de vida.
Ahora que estuve en Comitán fui al Teatro de la Ciudad. Debía visitar ese espacio, por el espacio en sí, y por saludar a mi amigo y maestro Óscar Bonifaz.
Pregunté con un joven que estaba en la entrada y él me dijo: “Ahorita salió el maestro, fue a la presidencia. Yo creo que en media hora ya lo puedesté encontrar aquí.” Aproveché entonces a entrar a la sala, hice a un lado la cortina y sentí el escenario. Apenas una luz –como de veladora– en el fondo. En lo demás penumbra y silencio. Me senté en la primera butaca que encontré y que estaba en la esquina de la última fila. Tuve una rara sensación: me sentaba en la primera pero era la última de la última fila. Cerré los ojos y respiré lentamente, casi casi como me enseñó el maestro Óscar debía hacerlo antes de salir al escenario (en algún tiempo actué en obras dirigidas por él, y luego, más tarde, dirigí a un grupo de muchachos estudiantes de la Escuela Preparatoria en una puesta en escena). Mientras permanecía con los ojos cerrados comencé a oír un rumor, ese inconfundible roce de telas que provocan los espectadores al caminar entre las butacas; ese inconfundible rastro de sonidos que deja el espectador al doblar la pierna, acomodarse en la butaca y comenzar a hablar en voz baja al oído de su acompañante. Era como un panal que se iba llenando de abejas, no sólo lo oía, lo sentía. Llegó el momento en que el panal creó un zumbido gigantesco, las abejas volaban de una a otra butaca, chocaban, pataleaban, gritaban. A pesar de que acostumbro estar con los ojos cerrados, comencé a tener miedo. El ruido ahora superaba todos mis silencios. No pude más y abrí los ojos. Las luces se prendieron y cientos de alumnos de la Escuela Secundaria Catorce de Septiembre –con su inconfundible uniforme verde– aplaudieron a Óscar Bonifaz que aparecía a mitad del escenario. ¡No, no estaba soñando! Mientras estuve con los ojos cerrados decenas de alumnos entraron a la sala.
Los alumnos más aplicados fueron seleccionados para tener ese día el gusto de escuchar una plática con el famoso escritor. Quien conoce a Óscar Bonifaz sabe de la gran capacidad que tiene para cautivar auditorios. Su plática tiene la genialidad del río: llega a remansos de paz, se abre e inunda todas las riberas y luego se desenreda en fantásticas cataratas; torrente verbal que los muchachos apreciaban a cada momento. Los aplausos, las risas y las miradas asombradas aparecieron sin previo aviso. Los muchachos pataleaban, tomaban con las manos los respaldos de los asientos y se doblaban de la risa ante el destello genial del maestro. Y yo pensé que la vida me concedía el privilegio de compartir con la muchachada ese salto de agua que brotaba de los labios de Bonifaz.
En un viaje a Oaxaca me bastó caminar dos o tres cuadras para ver, a lo lejos, una figura conocida, apresuré el paso y vi que, en efecto, era el gran Francisco Toledo quien, con paso lento, se encaminaba hacia el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. Se me hizo un prodigio. Sus paisanos pasaban a su lado sin mostrar el asombro que yo tenía. Para ellos era tan natural. Así debió serlo también con los que vivieron al lado de la casa de Leonardo o de Miguel Ángel. Así debe ser para los comitecos toparse con Óscar Bonifaz. Ahora que volví, después de estar algunos años fuera de Comitán, al encontrarme con el maestro mi cuerpo vibró con la misma intensidad que lo hizo el día que vi a Toledo caminar las calles de su ciudad.
Los alumnos, como si fuera Luis Miguel, le pedían a Bonifaz otra anécdota, pero éste les dijo que debía atender otros compromisos. Un último aplauso apareció. Los alumnos se pararon y cuando algunos de ellos pasaron junto a mí observé que llevaban en su rostro una sonrisa de satisfacción, casi casi como si hubieran comido ese dulce comiteco que se llama africano. Eso les debió significar Óscar Bonifaz: una oblea para el alma, un chimbo para el espíritu.
Pasé a su oficina. Su secretaría –una muchacha linda– le mostró una invitación y preguntó si la anotaba en la agenda. Cuando me despedí, bajé y entré de nuevo a la sala. La penumbra y el silencio estaban sentados en las butacas. Afuera, en el parque central, en los corredores de la Casa de la Cultura, en el Pasaje Morales, en la Central de Abastos, en el Parque de La Pila y en mil lugares más, sucedía la diaria representación de esa obra de teatro que se llama vida. Adentro, en el teatro, la energía, como si fuera un ratón, corría a esconderse detrás de una butaca.

(Nota del 2015: una mañana, la Universidad Mariano N. Ruiz invitó a Bonifaz para dar una charla. Igual que aquella mañana de diciembre de 2004, los alumnos gozaron la presencia del escritor. Pensé: “Es el mismo, no cambia”. Cuando me di cuenta que decía un lugar común, porque todos los comitecos se sorprenden ante el prodigio de su entereza, olvidé mi pensamiento. El río fluye, fluye con fuerza infinita.)

lunes, 9 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte VII)




Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
CORTÁZAR
Dicen que Cortázar –Julio, ¿quién más?– anduvo por Chiapas en el viaje que hizo a México en el año de mil novecientos y tantos. Debe existir en alguna gaveta o en algún registro de hotel un dato que hable de la estancia en Palenque del famoso escritor. ¿Conoció Agua Azul? ¿Tomó una horchata de coco? Lo que sí es seguro es que por Comitán no anduvo; es decir, no conoció Montebello, no tuvo la suerte de ir al mercado primero de mayo a tomar un vaso de jocoatol; es decir, no conoció a la señora que a la entrada vende tamales de bola, ni vio las ensartas de butifarras que cuelgan en los puestos donde venden cremas, quesos y embutidos.
Ahora que estuve en mi tierra me topé con Julio. Juro, ¡de veras lo juro!, que hace tiempo no aparecía Cortázar por mi vida. Hace varios ayeres dejé sobre un librero las antologías de sus cuentos. Julio me perdonará, lo sé, si digo que lo cambié por leer La Biblia. Por el momento estoy fascinado con Los Salmos y, a ratos, con El Cantar de los Cantares. Sé que uno de estos días “volveré como el cordero fiel de la leyenda”, ahora ando en los “verdes pastos” donde me conduce “mi pastor”. Pero, decía, ahora que fui a Comitán me topé con Julio. Diez o más libros de él estaban dispuestos sobre un estante de la Biblioteca Pública Rosario Castellanos; era como un pedestal adonde uno puede mirar hacia arriba y toparse con el rostro en bronce del héroe. Bueno, ese es privilegio de los escritores. Estoy seguro que también Rosario Castellanos debe andar trepada en algún estante de una biblioteca que se llama Julio Cortázar. Los escritores están en los estantes de todo el mundo, claro, el chiste está en que no sean como flores secas en medio de los libros. Yo conozco escritores que se ufanan de estar en muchas bibliotecas, pero cuando me topo con ellos, pobrecitos, los encuentro llenos de telarañas. Por eso, ahora que Cortázar me recibió en la biblioteca de mi pueblo, pensé en cuántos lectores, en realidad, le hicieron caso al letrero que decía: Sugerencia del mes. El Director de la Biblioteca, Raúl Espinosa, colocó los libros de Cortázar en un estante, lo adornó con una caricatura del escritor que él mismo hizo y con ello tendió la mano de Julio para todo aquel que quisiera hacerla suya. Es tan fácil, basta estirar el brazo, tomar cualquier libro y volar junto a la imaginación. Julio no es sólo un mes, Julio bien puede ser todo un año, toda una vida.
Toparme con sus libros fue toparme con su figura, fue casi como si lo viera ahí sentado con sus enormes manos y sus enormes ojos de gato inquieto. Fue como si, con el carácter reservado que era propio de él, hubiera buscado un refugio. Afuera, en la calle, estaba el bullicio, el puesto de tacos de tripa, los bocinazos de los automovilistas que tratan de espantar el rojo del semáforo. Adentro de la biblioteca sólo Julio, encaramado en un estante metálico de color naranja. A pesar de todo y de todos ¡se veía bien!, como si su esposa Aurora Bernárdez hubiera ido al mercado y él mirara el cielo de París, que, en días claros, se parece tanto al de Buenos Aires y que tiene el mismo tono de algunos días nublados de Comitán. Ningún muchacho le extendía una libreta para que estampara su autógrafo. Era un mes olvidado en una esquina de la biblioteca de Comitán. Yo, a manera de saludo, tomé uno de sus libros, fue mi manera de rozar su camisa. ¡Ah, mi fiel amigo, escritor que permaneces arrumbado en un estante de mi casa en Puebla! Hoy La Biblia acompaña mis tardes, mis estancias. Pero algo de Julio me llevé: su cielo. Sólo mi afecto Felipe fue testigo del hecho. Los policías que cuidaban la entrada no se enteraron. Los policías de todo el mundo nunca advierten los objetos importantes, ellos siempre cuidan que la gente no robe un cuadro, un libro, un ánfora griega o una olla de las ruinas del Junchavín. Los policías no advierten cuando alguien se lleva algo verdaderamente valioso; bueno, a veces ni los propietarios de las casas advierten el hoyo en la pared. ¿Nunca se han dado cuenta que a la casa le falta algo cuando un amigo que llegó de vacaciones la abandona? ¿Verdad que sí? Ese amigo, ¡segurísimo!, tal vez sin mala intención, lleva adentro de la maleta el cielo de la casa. Así me pasó. Estoy seguro que quien entró a la biblioteca después de mí, ya no encontró ningún fulgor en el estante de Cortázar. Algún día volveré a Comitán y regresaré lo que me llevé. Algún día, tal vez.
(Nota del 2015: ahora escribo desde mi casa ¡en Comitán! He vuelto a releer a Cortázar, he vuelto a sentir su mano sobre mi hombro, como cuando un amigo abraza al otro y caminan, juntos, por una calle llena de luz. El cielo que robé aquella mañana no lo he devuelto, nunca lo haré.)

domingo, 8 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte VI)




Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
EL CIELO
De niño jugaba con mi papá. Él ponía sobre la mesa un cartón. Cartón de unos treinta centímetros por lado. Yo me sentaba frente a él. Mi papá colocaba cualquier objeto adelante del cartón (una corcholata, un palillo, un tornillo, un carrito o cualquiera de mil chunches más). ¡Y el juego comenzaba! “¿Qué ves, qué ves?”, decía mi papá. Yo contestaba: “¡Veo, veo, un soldadito de plomo!” Y luego, de nuevo, mi papá: “¿Qué no ves, qué no ves?” Entonces, yo debía adivinar el chunche que estaba detrás del cartón.
El seis de diciembre, por la mañana, hubo un homenaje frente al busto de Mariano N. Ruiz. El busto está colocado en una esquina del parque central, casi casi enfrente de la Casa de la Cultura. Al lado del busto se eleva un árbol que da unas flores blancas y moradas. Esa mañana el árbol estaba lleno de esos colores. En el evento estaba el sobrino del sabio chiapaneco y el profesor Jorge Gordillo Mandujano; por supuesto también estaban el Presidente Municipal, miembros de la Asociación Civil del Colegio Mariano y, como se estila decir, otras distinguidas personalidades. Cerraron la calle y colocaron unas sillas plegables. Veinte o treinta personas muy formalitas escucharon los discursos y la tradicional pieza de marimba. El evento fue para recordar un aniversario del natalicio de don Mariano. Cuando el evento terminó, el maestro Jorge me llamó para la foto del recuerdo. Alguien se acercó y comentó acerca del clima (¡qué original!) y el maestro Jorge alzó la vista, señaló al cielo y dijo: “Ni una sola nube. Todo azul.” Yo elevé la vista y mis ojos se llenaron de ese azul apenas interrumpido por el vuelo de un pájaro.
Después del evento, mi afecto Felipe me acompañó al Teatro de la Ciudad y ahí me dejó. Una vez que saludé a Óscar Bonifaz, salí y caminé sin rumbo fijo. Subí por unas calles y bajé por otras y cuando vine a darme cuenta estaba frente al Panteón Municipal. “Ya me lo cambiaron”, pensé. La fachada tenía cambios. Me di cuenta, entonces, que desde mi llegada tenía ese sentimiento. Muchas fachadas de casas, de edificios y de espacios retorcidos estaban modificados. Era un Comitán diferente al que había dejado.
“¿Qué no ves, qué no ves?”, repetía mi papá. El chunche que estaba detrás del cartón siempre tenía relación con el objeto que sí podía ver. Si lo que estaba al frente era un soldadito de plomo lo de atrás podía ser ¡una pistola de agua! ¡Y sí, esa vez mi papá con un movimiento rápido quitó el cartón y yo pude ver la pistola de plástico de color rojo! “¿Cómo le hiciste para adivinar?”, dijo y me abrazó. Así jugábamos. Yo tenía tres chances para adivinar. Si no lograba hacerlo, mi papá tomaba el lápiz y se anotaba un punto bueno. Esa ocasión el punto bueno fue para mí.
Ahí frente al panteón me pareció oír la voz de mi papá: “¿Qué ves, qué ves?” Y me bastó traspasar la puerta para encontrar detrás de la fachada el Comitán que yo dejé. Supe entonces que el juego se había modificado. Al frente de todas las fachadas estaba ahora el objeto escondido. Detrás de todas las fachadas estaba el Comitán que yo dejé. Detrás de las fachadas de todos mis amigos –fachadas modificadas por el tiempo– estaban intactos los mismos afectos. En la calzada del panteón estaba la misma fila de árboles, la sombra era la misma, la misma tranquilidad. Elevé la mirada y, por entre las ramas de los árboles, descubrí el intacto cielo azul de maestro Jorge, ¡de todos los comitecos de siempre! Ahí estaba ese intocado espejo, el mismo que dejé cuando partí de Comitán y viajé a Oaxaca y a Xalapa para terminar viviendo en Puebla. Supe entonces que el juego que jugaba con mi papá estaba de regreso. El cielo era el cartón y detrás de él estaba el chunche escondido. Oí la voz de mi papá: “¿Qué no ves, qué no ves?” Y como siempre, el chunche de atrás debía tener relación con el objeto mostrado. Entonces cerré los ojos, respiré y dije: “¡Dios! ¡Es Dios!” Y la mano de mi papá quitó el cartón, se levantó, me abrazó y dijo: “¿Cómo le hiciste para adivinar?”

(Nota del 2015: el cielo de Comitán es el mismo; mi sentimiento es el mismo. A veces, ahora, que mi papá ya no está físicamente, me paro frente al espejo y me pregunto: “¿Qué no ves, que no ves?”. Cierro los ojos y digo: “¡Dios, es Dios!” y, de nuevo, oigo la voz de mi papá que me dice: “¿Cómo le hiciste para adivinar?”)

sábado, 7 de febrero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte III)




Querida Mariana: Tuve mi primer acercamiento con la obra de Óscar Bonifaz ya en la universidad. Dije que mientras estuve como su alumno en la prepa nunca supe que él escribía. Sólo lo conocí como maestro de Literatura y como director de obras de teatro. En 1974 concluí el bachillerato y viajé a la Ciudad de México para estudiar. Primero me inscribí en la UAM, Unidad Iztapalapa; luego presenté examen de admisión y entré a la Facultad de Ingeniería, de la UNAM, donde permanecí cinco años, sin concluir la carrera. Una tarde recibí una caja que me entregó mi tía Alicia, quien viajó a la Ciudad de México. Mi tía pasó a ver a mi mamá y preguntó si se le ofrecía algo para su Alejandrito. Abrí la caja de cartón y encontré tostadas, butifarras, chorizos, un queso de doble crema y un ejemplar de un libro de cuentos de Óscar Bonifaz: “La noche de los girasoles”. Con los compas compramos unas cervezas, pusimos un mantel en la mesa de centro y botaneamos el queso, las tostadas y las butifarras. Jorge, quien era el que más le sabía a esa cosa de la cocina, preparó una salsa con cebolla, jitomate y chile. ¡Ah, esas delicias nos hacían menos distante a nuestro amado pueblo! En la noche, ya en el cuarto que compartía con Quique, comencé a leer el libro de Bonifaz. ¿Así que mi maestro de literatura también escribía? Entendí que su literatura, igual que la butifarra y el tzizim, nos acercaba a Comitán. Cada palabra era como un colconabe, como un chimbo o como un chile siete caldos. Recuerdo que ese libro está conformado por una serie de cuentos y una especie de crónica histórica. Entre los cuentos (parece que es el que le da título al libro, no lo recuerdo bien) aparece la historia de Nacho Loco, el hombre que alguna vez, mientras yo iba en auto a San Cristóbal, vi caminando a la orilla de la carretera. Esa vez, alguien que iba en el auto mencionó que era Nacho Loco, el loco que caminaba sin descanso de una ciudad a otra, el hombre que terminó loco porque su mujer “petateó” con otro. Como aparece en el dibujo de Armando Alfonzo Alfonzo, Nacho cargaba un petate enrollado en la espalda. ¿Lo usaba para dormir? ¿En dónde descansaba? Una vez, ya mucho tiempo después, cuando vi la película Forrest Gump y el personaje dice: “Cuando corro soy como el viento”, pensé en Nacho, pensé en el aire de los Altos de Chiapas, aire enredado en los pinos y en las columnas de humo que salen de las chozas de los indígenas. ¿Por qué Nacho caminaba sin parar de uno a otro lado? Y pensé que la vida, tal vez, también es algo como ese caminar infinito que Nacho hacía. A final de cuentas, Nacho, en su comportamiento ilógico e irracional, nos dejó una lección; una lección que retomó Bonifaz para que no se perdiera en el aire. Y comencé a entender lo que Bonifaz hacía con lo nuestro, lo pepenaba (igual que Cervantes pepenaba los pedazos de papel tirados en las calles), lo pulía y lo daba para que quedara, eterno, en las páginas de sus libros. Entonces descubrí, en el México de los años setenta, que la clase que más me había gustado en la prepa de Comitán había sido la clase de literatura, con Óscar Bonifaz, y entonces, ya en contacto con los grandes maestros de México, en la Universidad, supe que había sido un privilegio haber recibido clases de ese hombre que caminaba como si fuese más liviano que el propio aire. Y entonces lamenté no haber estado más cerca de él, pensé que pude haber aprendido a caminar con paso más firme en los caminos difíciles y maravillosos de la literatura, porque en ese entonces, ya sobre la mesa de trabajo, al lado del libro de Matemáticas II, y una novela de Ibargüengoitia, aparecía un cuaderno donde hacía mis primeros pinitos literarios, mis primeros intentos de cuentos. En la confusión de mi decisión vocacional ¡ya había encontrado mi camino!
El apellido Bonifaz, en Comitán, es un apellido enredado en las ramas más altas. Cuando estudié en la prepa, cuatro Bonifaz aparecieron: Marirrós, mi compañera en el área de Físico Matemático, quien siempre sacó diez en todas las materias, era la aplicadita del grupo; Don Luis, hermano de Óscar, quien una tarde, molesto, realmente molesto, porque alumnos del grupo huelguista habían colocado la bandera rojinegra en el asta de la escuela, llegó, sacó la pistola y exigió que quitaran esa bandera de ahí; el maestro Roberto, el otro hermano del maestro Óscar, quien se distinguió por ser un exigentísimo maestro de Educación Física y sembró el orgullo de pertenecer a la Escuela Preparatoria en el corazón de cada uno de los alumnos; y el cuarto Bonifaz fue el propio Óscar. Hay algo de genio e ingenio en el gene Bonifaz, que se ha manifestado en diversos oficios y profesiones. Marirrós, quien ahora es Directora del IMPLAN, de Comitán, es Premio Nacional de Poesía. Ella también es una mujer con alas de papel, que vuela por cielos muy altos.
Recuerdo al maestro Roberto, quien dirigió a un grupo de niñas y muchachas y las convirtió en un referente histórico para la historia del básquetbol: “La prepita”. Éste es un nombre que sólo pudo darse en Comitán. Tiene relación directa con nuestro modo de ser y con el trato afectuoso que siempre damos. Las muchachas de “La prepita” hicieron historia, porque el juego, bajo la orden del maestro, no era un simple juego, era la vida y el orgullo.
Escribo algunas anécdotas que he presenciado para ver las ramas del árbol de donde proviene el genio e ingenio del maestro Óscar. En una ocasión (tarde de un treinta y uno de diciembre del siglo pasado) estaba con unos amigos tomando unas cervezas en el restaurante “El portón”, en la Colonia Miguel Alemán (no sé si aún sigue funcionando). Como a las seis de la tarde me despedí de los amigos, me levanté de la mesa; en ese mismo instante, Cuauhtémoc Bonifaz (el famoso Cuati), que estaba sentado en otra mesa, se levantó y me llamó. “Alejandro -me dijo- quiero pedirte un favor muy grande.” Me lo dijo con una cara de cierto apremio y angustia, tanto que pensé en algo urgente. Yo contesté que sí, en qué podía servirle. Él me abrazó y con un tono teatral imponente dijo: “Que seas feliz este próximo año”. El otro día me topé con Gaby (hija del maestro Óscar) en la cafetería de la Universidad y me contó que su tío Luis tenía una vinatería (“El Cairo”) y que un día llegó un agente viajero y, en forma de presentación, le extendió la mano y dijo: “Moreno Delgado”, y don Luis, detrás del mostrador, correspondió al saludo y dijo: “Flaco y de bigotitos”. Guayo, un hijo de don Luis, de igual manera, tiene una forma singular de contar anécdotas graciosas.
Dije que no recuerdo algo más del maestro Óscar en clases de preparatoria, pero sé que, sin duda, su clase estuvo matizada con anécdotas, porque, todo mundo que lo conoce sabe que así es, el maestro siempre tiene mil anécdotas graciosas en sus manos y las comparte como el jardinero comparte las flores recién cortadas del jardín. La anécdota en la voz de Bonifaz no pierde su brillo, siempre está fresca, como rosa recién regada. Algún día, lo sé, aparecerá un libro que contendrá testimonios de cientos de ex alumnos. La vida de un personaje tan emblemático de Comitán no estará completa hasta que cada uno cuente su propio testimonio. Habrá de todo, porque Óscar Bonifaz es un personaje polémico. Hay cientos de personas que reconocen su genialidad, pero también hay personas que lo ignoran. Es un poco como el fenómeno que sucede con Rosario Castellanos, de quien Bonifaz fue amigo. Hay comitecos que ya “alucinan” a Rosario y no la pueden ver ni en pintura. Dicho nombre se ha desgastado. Doña Lolita Albores (otro personaje al que hace falta completar su verdadero rostro) levantó la voz en contra de la decisión de ponerle el nombre de Rosario Castellanos a un gimnasio dedicado a la práctica del básquetbol. Alguna autoridad valoró la petición de doña Lolita y cambió el nombre por uno más acorde (Gimnasio Municipal Roberto Bonifaz Caballero). Nadie repela el nombre de Rosario para la Biblioteca Municipal, pero el hecho de que una Central de Taxis o una Unidad Habitacional lleven el nombre de Rosario Castellanos se nota como un acto irreflexivo, por no decir bobo.
Una tarde, dos o tres años después de haber recibido el libro de cuentos, mi mamá me envió otra cajita con butifarras, chile en vinagre, un pomito con mistela de nanche y otro libro de Bonifaz: “Arcaísmos, regionalismos y modismos de Comitán”, editado por la UNACH. Recuerdo que reímos cuando vimos que en portada decía Universidad Nacional Autónoma de Chiapas. Tremendo gazapo. En ese tiempo, mis compas y yo, estudiábamos en la UAM y en la UNAM, universidades de prestigio. Nos burlamos de que la UNACH “soñara” con ser ¡nacional! Sólo eso nos faltaba. (continuará).

viernes, 6 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte V)



Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
MARIMBA ORQUESTA
En Comitán viví en el barrio de Guadalupe. La casa de mi suegro está a dos o tres cuadras del templo. Me bastaba caminar unos cuantos pasos para llegar a su parque y, desde ahí, ver el caserío que brota como ramo de orquídeas en la parte baja.
Como llegué a Comitán el día dos de diciembre me tocó parte del novenario a La Virgen. El primer día desperté por la cohetería y por un lejano sonido de marimba. Me senté en la cama y oí con atención. Fue como si dos amigos me saludaran desde una ventana. Cuando mi mamá regresó de misa platicó que la marimba era una galantería de la encargada. Pensé: “Ojalá que la encargada de mañana también la disponga”. Iría a escuchar marimba.
Al día siguiente desperté cuando cantó el gallo. Pero, por amor de Dios, ¡qué gallo más arrecho! ¡Eran las cuatro de la madrugada! (Conforme pasaron los días aprendí a no hacerle caso al de las cuatro y sí hacerle caso al gallo que, aunque cantaba en algún sitio más lejano, tenía la decencia de hacerlo a las seis. En la colonia de mi casa en Puebla no hay gallos. Nunca los he oído cantar). Cuando dieron las seis y media me bañé, me vestí y anudándome la bufanda azul salí de la casa.
Hay ciudades a las que les va bien cualquier hora. Dicen que París tiene un encanto especial a cualquier hora del día. Comitán no es así. ¿Qué encanto puede tener recorrer una solitaria calle del barrio de La Pilita Seca a las tres de la madrugada? Comitán, como si fuera un barco, levanta sus velas entre las seis y las siete de la mañana. Por algo Rosario Castellanos dijo que el viento es uno de los nueve guardianes de Balún Canán; por algo Jaime Sabines escribió ese poema tan bonito que se llama ¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán? A esa hora el viento juega chepe-loco, se encarama sobre los tejados y sobre los árboles. ¡Esa es la hora del espíritu de Comitán! Sentí el viento en mi cara, sentí cómo jugaba en mi nariz y entraba en mí ¡llenándome de vida!
Terminó la misa. La gente salió. No hubo cohetes (se los ahorró la encargada), pero sí marimba. Era una marimba orquesta. ¡Chin! ¿Qué no dicen los melómanos que la marimba sola es mejor? Fui al parque. Dejé en el atrio a las personas abrazándose, contando algún chisme de la noche anterior o, algunas de ellas, preguntándose si yo era el hijo de don Agustito o algún clon mal hecho. En el parque estaban cerrados los puestos de tiro al blanco, de canicas, de garnachas, de chocomillk y de hot-cakes con mermelada de fresa o con cajeta. También estaban cerradas las zacatecas, que son puestos en donde los comerciantes venden mil y un fascinantes chunches. Adentro de esas zacatecas salía un rumor de televisión, de radio, de aceite hirviendo en sartén, de cuerpo acomodándose sobre el catre. El encanto de las zacatecas es que nunca cesan de tener vida. Son como pequeños teatros que cuando abren sus cortinas dejan ver la maravilla que siempre está sucediendo en su interior.
Volví al atrio. Los fieles ya lo habían abandonado. Tuve la marimba orquesta sólo para mí. Debajo de una enrama adornada con juncia estaba la marimba y los ejecutantes. Me senté junto a la barda y vi y oí. Vi dos marimbas, una batería, un teclado, un bajo eléctrico, dos saxofones y una trompeta. Oí un popurrí como de éxitos de la Sonora Santanera. Todos los ejecutantes, sin excepción, movían los pies; los dos saxofonistas movían el saxo a la izquierda, daban dos pasitos, y luego lo inclinaban a la derecha. El de la trompeta –con camisa blanca bien ceñida al abdomen pronunciado, y ojos vivaces como de tiuca– infló los cachetes y se aventó un solo. Cerré los ojos. Con ojos cerrados vi una baranda de madera, una enredadera y un trompetista negro. Él también tenía cerrados los ojos, lleno de sudor el rostro y sus cachetes eran los de un pez globo. Pero no tocaba jazz o blues, ¡no!, tocaba esa que dice. “…vende caro tu amor…”. Cuando abrí los ojos el viento movió la juncia de la enrama y fue como si silbara por debajo de las notas del trompetista. Pensé que bien podía estar en un café de Nueva Orleáns, pero el chaparrito trompetista era comiteco y comitecos sus cachetotes de pozol. ¡Ustedes deben conocer ese trompetista!, es chaparrito, medio gordinflón y es más bien moreno. Deseché la idea tan sobada de que la marimba sola es mejor. Yo disfrutaba, ¡y de qué manera!, el sonido de esa marimba orquesta. ¡Un tarolazo por allá, un aplastada de teclado por acá y los dos pasitos hacia uno y otro lados mientras los saxos se inclinaban a la derecha o a la izquierda. ¡Benditos marimbaorquestadores! ¡Que Dios los bendiga! ¡Les dé más saxofones y trompetas mal hojalateados! ¡Los llene de maderas y metales! Y, sobre todo, ¡llene sus pulmones de aire, de viento!
¡Que los llene del espíritu de Comitán!

miércoles, 4 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte IV)




Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
LOS LIBROS
El libro es un pájaro. Vuela desde su altura y llega a mis manos. ¿De qué árbol partió? ¿Qué dejó en su nido?
Una vez, en una fonda del barrio de La Cruz Grande, yo cenaba unas chalupas comitecas. En la mesa de junto -mantel de plástico rojo- hacían lo mismo una niña y su mamá. Yo, mientras le entraba a las tostadas, también “le entraba” a una novela de Camilo José Cela: “La colmena”. Después de darle un trago al seven up, limpiarme la boca y darle vuelta a la hoja del libro, oí que la niña le decía a su mamá la cosa más bella que jamás he escuchado: “Oí, mamacita, ¿cada vez que respiro, reciclo a Dios?” Cuando pagué y pasé a su lado les deseé buen provecho y miré a los ojos de la niña, eran dos gotitas de miel. “Que le vaya bien”, oí que me deseó la niña y jamás, ¡lo juro!, he vuelto a oír una despedida que sonara como una bendición.
Este viaje tuvo la fuerza del libro. Hablaba por teléfono con Charito y me dijo: “Hacé la fuerza por venir a Comitán”. Yo estaba en Puebla.
Ya estoy “andando” en los cuarenta y ocho, y treinta y tantos de esos años he vivido junto a libros. Siempre, al estirar la mano, me he topado con un libro.
Meses antes de la conversación con Charito, el maestro Jorge Gordillo Mandujano me invitó a ir a Comitán a la presentación del libro “Nueva Teoría Cósmica”. Estábamos en un restaurante que está en el barrio de San Francisco, en Puebla. El restaurante está debajo de la sombra de unos árboles; es como una isla en medio de la bulla que hacen los carros que transitan por el bulevar de enfrente. Yo pensé: “¿Por qué no?”, mientras el maestro Jorge se hacía tantito para atrás y dejaba que le sirviera una orden de chalupas poblanas un mesero medio timboncito vestido con chaleco rojo (¿por qué seraque las más de las veces me topo con restaurantes o fondas que tienen ese color en los manteles o en los chalecos de los meseros?).
“Hice la fuerza” y el uno de diciembre, mis hijos y yo, subimos a la cajuela del carro la primera remesa del libro y así, en medio de cajas de camotes, “borrachitos”, mi Biblia, y de maletas llenas de ropa, los libros de don Mariano N. Ruiz viajaron a Comitán.
El libro es un pájaro. El que llega a mis manos tiene el plumaje gris, a veces lo tiene azul o rojo. A veces, ¡qué prodigio!, tiene el plumaje blanco.
En Comitán me topé con más libros. Fernando García, en uno de los corredores de la Casa de la Cultura, me extendió la mano derecha como saludo y luego me extendió la izquierda con el objeto de unos libros escritos por comitecos talentosos que, también, “hicieron la fuerza”. Entre los libros asomaba uno muy bonito que habla de la feria de Comitán, escrito por Florecita Esponda; uno más que habla de todo un personaje de la ciudad: el doctor Elías Macal, biografía escrita por un nieto del doctor; otro que da fe del tiempo en que, también en Comitán, el PRI dejó de ser el partido político que siempre ganaba la presidencia municipal; y, por último, un libro con alas de color de barro: un poemario de Mirtha Luz Pérez. ¡Qué bonitos los poemas que escribe!
Antes pensaba que todos los libros eran buenos. Ahora no lo creo así. De igual modo que hay alimentos que hacen daño al cuerpo, hay alimento espiritual que hace daño al alma. El libro debe servir para que el hombre eleve su espíritu; ¡jamás debe servir para hundirlo en los infiernos! Claro, el libro de libros es La Biblia –al menos en nuestra cultura occidental. ¿Han leído esa maravilla que se llama “El Cantar de los Cantares”? Hace días le comentaba por teléfono a Adolfo Gómez Vives que, cuando vivía en Comitán, a veces pasaban por mí los amigos; pero estaba tan a gusto en mi casa que les agradecía la invitación. Así me sucede ahora. Cuando veo una novedad literaria agradezco la invitación porque ¡me siento tan bien leyendo la Biblia!
Los libros con que me topé en Comitán son pájaros. ¡Vuelan! Unos más que otros, pero todos muestran su cielo.
El sobrino del sabio chiapaneco: don Mariano N. Ruiz Lazos y el maestro Jorge Gordillo Mandujano hicieron “la fuerza” y procuraron una nueva edición de la “Nueva teoría cósmica”. Lo hicieron porque saben que es un libro con alas blancas.
El libro es un pájaro. A veces es cuervo, a veces es zanate, a veces es colibrí. A veces, algunas veces, llega a mis manos y descubro que tiene alas blancas, ¡es como una paloma! ¿De qué sueño se escapó?