martes, 24 de marzo de 2015

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Mi mamá cumplió ochenta y cinco años de vida. Yo tengo 57 años de conocerla. Cincuenta y siete en que ella ha sido mi casa. Cada vez que mi cielo se oscurece y la gente canta aquello de “Parece que va a llover, el cielo se está nublando” corro y me protejo bajo su techo. Ella ha sido mi casa, el techo de mi casa, es como el cielo.
Veo su carita y la veo sin arrugas. Su carita es como una tierra sin grietas. Todas las mañanas se sienta en su cama, abre un bote y, como si fuese una madre amorosa, unta en su rostro una crema que ella prepara. Sus comadres le preguntan por qué no tiene arrugas y le piden la receta secreta, casi casi como si ella poseyera el secreto de cómo hacer “la macharnuda”, que es una bebida alcohólica que sólo preparan por estos lugares.
El otro día, a la hora de la comida me contó de su bisabuela. Mi mamá come con mucha dignidad, como si fuese un pajarito o un pollito. No le gustan los platos copeteados de comida; cuando la veo la imagino en el Maxim’s, de París, degustando uno de los famosos platillos que contienen una porción breve a mitad del plato. ¡Ah, ni cómo comparar con los restaurantes generosos de Comitán que llenan los platos! Ella come despacio, toma breves sorbos de agua. Llama mi atención su comportamiento ante los programas televisivos de gastronomía. Ya sabe el horario en que trasmiten los programas de comidas. Se sienta, toma una libreta (ya gastada en sus hojas y en su portada) y escribe los ingredientes de la receta (lo hace con una letra manuscrita un poco garrapateada, un poco como la huella de la carrera de una gallina atolondrada. Es herencia materna, mi abuela Esperanza también escribía jeroglíficos hermosos). Termina el programa, cierra la libreta y va a la cocina a pelar las papas para ponerlas a cocer. Nunca he visto que haga una receta de esas que copia con tanta emoción por las mañanas. Tal vez de ahí heredé la afición de conservar muchas libretas, porque ella tiene varias que contienen recetas de todo el mundo.
Decía que la otra tarde me contó de su bisabuela materna. Descubrí que tengo contacto con mi pueblo, desde antes de nacer, porque la bisabuela se casó con un comiteco de apellido Alfaro. El bisabuelo era un vendedor de aguardiente comiteco, llegaba con su patache de mulas a la costa. Ya dije, alguna vez, que mi papá nació en San Cristóbal y mi mamá en Huixtla, siempre le digo que soy amigo de su paisano, el poeta Roberto López Moreno. Ella sonríe y me dice que no sabe quién es, entonces yo tomo un libro de Roberto y le leo un fragmento de uno de sus poemas y ella dice: “suena como si una nube bajara del cerro”, y entonces soy yo quien sonríe. Su bisabuela (mi tatarabuela) murió a la edad de 120 años. ¿De veras?, pregunto. Sí, dice mi mamá y cuenta que el doctor dijo que su corazón se cansaría y una mañana ella cerraría los ojos. ¡Así sucedió! Mi tatarabuela tenía dos comportamientos inusuales para alguien de su edad: caminaba mucho y leía más. Tal vez de ahí recibí la herencia del gusto por la lectura. ¡Que Dios bendiga el recuerdo de mi tatarabuela! Su bisabuela caminaba dentro de casa y le gustaba salir a la calle, pero por su edad, le impedían esto último, así que aprovechaba cuando llegaban visitas a la casa. De pronto ella ya no estaba. Salía a la calle y caminaba con una escudilla debajo del brazo, una escudilla de barro. La gente de Huixtla ya la conocía, le abría la puerta de su casa y la invitaba a pasar. Ella se quejaba de su hija, decía que era una ingrata, que no le daba de comer, así que extendía la escudilla para que le regalaran algo de comida. La gente de Huixtla, generosa, le daba un poco de guisado. Por la tarde, esa misma gente generosa llegaba hasta la casa y dejaba a la bisabuela. Entonces, ella llamaba a los bisnietos (una parte de ellos, porque la otra la consideraba como “rica”), los encerraba en su cuarto y les daba de comer. Mi mamá dice que la mayoría de sus primos estaba siempre con dolor de panza, porque comían dos veces al día. Una vez hecho esto, ella jalaba una silla y se sentaba en el corredor de la casa, abría un libro y leía, leía, leía hasta que ya la luz del sol se agotaba. Metía la silla, llegaba a la cocina y pedía su café. Ahí contaba las historias que leía. Tal vez de ahí me viene el gusto por las historias. Tal vez.
Mi mamá acaba de cumplir sus ochenta y cinco. Sé que ella es un río. Cuando hay sequía, ella se extiende como acordeón y riega las tierras agrietadas. La carita de mi mamá no tiene arrugas. Todas las mañanas se unta, amorosamente, su crema mágica. Yo la conozco desde hace cincuenta y siete años. Todos estos años ha sido el ave que llega al nido y me da de comer en el pico. A veces quiero preguntarle si ya será tiempo de que me eche a volar (mi papá me enseñó a hacerlo), pero, como los jóvenes dicen, me doy cuenta de que ahí estoy tan contento, de que esa vida es tan sosegada, tan llena de la mano divina, que me olvido del vuelo y sigo a su lado. Mi mamá es mi casa y el techo de mi casa. Tal vez por esto soy escaso y no me gusta la calle. Prefiero, siempre, toda la vida, estar en casa. Doy gracias a Dios por ello, por hacer que el techo de mi casa no tenga filtraciones ni grietas, y cuando llueve, con truenos y rayos, ella es mi refugio eterno.