sábado, 14 de marzo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SE INVENTA UN JUEGO PARA ELIMINAR DISTANCIAS




Querida Mariana: en apariencia, las distancias no han variado. Teopisca está a 60 kilómetros de Comitán. Pero hubo un tiempo (antes de los años cincuenta del siglo pasado) en que el viaje debía hacerse a caballo y ello implicaba una jornada larga de viaje. ¿Cuánto tiempo tardaba el viajero en llegar a Teopisca? Ahora, ya existe la Carretera Internacional y el tiempo de viaje se ha reducido. Aunque el tío Armando, enojado, somata el puño sobre la mesa y dice que eso es mentira; dice que ahora lleva más tiempo llegar a Teopisca por los topes interminables y por los frecuentes bloqueos de maestros y de organizaciones.
¿Se han eliminado distancias? No, las distancias físicas siguen siendo las mismas, Teopisca está en el mismo lugar que estaba en 1950 y Comitán también, así que la distancia es la misma. Lo que ha cambiado es el tiempo que invertimos para llegar, porque ahora, en lugar de viajar a caballo viajamos en autos que alcanzan velocidades de cien kilómetros. París está tan lejos de Comitán como estaba el día que el doctor Belisario Domínguez partió, en barco, para estudiar allá. Pero, ahora, ¡ay, criatura!, para llegar a París ya no tarda uno semanas, basta treparse a un avión en el aeropuerto de la Ciudad de México para, después de un viaje placentero, viendo una película acompañada con una copa de champaña, llegar a la Ciudad Luz doce horas después.
Si bien de manera física es imposible modificar los 60 kilómetros de Teopisca a Comitán, las redes sociales, por ejemplo, permiten que esa distancia se acorte, se vuelva casi casi nada.
Cuando Rosaura se despidió de nosotros, en 1975, para ir a estudiar a Madrid, organizamos un guateque en su honor. Esa noche arreglamos la casa de Mario y ahí fumamos, platicamos, bebimos, bailamos y lloramos (no hicimos más porque la banda de ese tiempo era muy modosita). Como a las dos de la madrugada, Rosaura se despidió de cada uno de nosotros. Ahí lloramos. Ella se colgaba de cada uno de nosotros y parecía que iba, no a Madrid, sino al fin del mundo. ¿Cuándo regresarás?, le preguntábamos y ella decía que no antes de un año. Madrid estaba tan lejos y además el boleto de avión era muy caro. Todos salimos a la calle, la vimos subir al carro de su papá y la vimos desaparecer. Al día siguiente viajó a la ciudad de México y dos días después trepó al avión que la llevó a España. Nosotros, quince días después, dimos por terminado nuestro periodo de vacaciones y volvimos a la ciudad de México y nos reincorporamos a los estudios de la UNAM, universidad donde estudiábamos.
Mes y medio después, más o menos, recibí una carta de Rosaura. Le había dado mi domicilio del Distrito Federal. Estaba contenta, sorprendida por todo lo que estaba viviendo, hablaba maravillas de su carrera y de su universidad, contaba que había conocido un chavo con el que la llevaba bien, muy bien, y que, por el momento, no eran novios, pero ya él la había llevado a la casa de verano que tenían sus papás y la había presentado con ellos y éstos la habían tratado muy bien. Me contaba que la casa de verano de su amigo, Javier, estaba en un barrio que se llamaba Ventas y ella me contaba que jugaba con Javier a las ventas y a las compras (ya no me decía más, pero yo intuí que ella y él habían inventado un juego bonito y, por eso, Rosaura estaba fascinada con su amigo). Al final de la carta, después de frases llenas de sol, una nube gris apareció. Confesó que, por las noches, a la hora que se sentaba en la cama y se quitaba la ropa para ponerse el pijama, la nostalgia por Comitán aparecía, para intensificarla ponía en el aparato reproductor un casete de marimba, suspiraba y se echaba para atrás con los brazos detrás de la nuca. Al final me preguntaba cómo estaba, me decía que, por favor, le contara de mi universidad, de los amigos de la banda y de Comitán. En la posdata me pedía que le hiciera un favor muy especial, que cuando fuera a Comitán de vacaciones (las de navidad estaban a la vuelta de la esquina) le grabara sonidos de nuestra ciudad y que se la mandara a Madrid, que le dijera el costo del envío y que ella le diría a su mamá para que me diera el dinero. (Muchos años después recordaríamos cómo en la película “El cartero de Neruda” el cartero le envía una serie de sonidos al poeta que está lejos de Chile. Javier, Jorge y yo, mucho antes hicimos lo mismo para complacer a Rosaura.)
¿Qué me pedía Rosaura? Me pedía que le acercara a Comitán; me pedía que eliminara distancias. Ella estaba del otro lado del mar, pero sabía que si yo le enviaba sonidos de Comitán, ella -de forma imaginaria- podía tender un puente que eliminara esa distancia brutal que existía (y existe) entre Madrid y Comitán. Así que, cuando llegué a Comitán les dije a Javier y a Jorge que debíamos grabar sonidos. Memo me había vendido una grabadora de carrete que, si bien no era profesional, servía para el pedido de nuestra amiga. Jorge dijo que estaba bien, pero que debíamos hacer una relación de los sonidos más representativos, entonces, como tampoco se trataba de ser muy seriecitos, nos subimos a un taxi y fuimos a “La jungla”, una cantina que estaba rumbo al Club Campestre, caminamos por el piso de tierra recién humedecido, nos sentamos en la mesa del rincón y pedimos tres cervezas; mientras el mesero servía el pedido, junto con la botana que incluía unas tortaditas de frijol con queso, crema y salsa roja que eran una delicia, saqué una libreta y pluma y comenzamos a hacer la relación. No recuerdo bien, pero no creo que esa tarde hayamos comenzado a hacer las grabaciones, lo más seguro es que esa tarde pedimos una ronda más y otra y otra y luego pedimos una botella a consumo. Tal vez, lo más seguro, es que al día siguiente, con una cruda de Dios padre, tampoco hayamos grabado uno o dos sonidos, lo más seguro es que al otro mediodía, hayamos ido a la cantina de tío Tavo Penagos para tomar dos cervezas bien frías para mitigar la cruda. Entonces, debió ser al tercer o cuarto día de estar en Comitán cuando cumplimos con el encargo.
Rosaura dice que nunca recibió la caja con la cinta grabada; Javier jura que fuimos a casa de la mamá de Rosaura y pedimos dinero para hacer el envío por correo; Jorge dice que no recuerda que hayamos ido a la oficina de correo para hacer el envío, es más, pregunta si no recuerdo que, al final, la calidad de grabación era tan mala que decidimos no enviar la cinta. ¿Yo? Ya me conocés, los cables se me entrecruzan y no recuerdo el final de la misión. Sí recuerdo que fuimos a algunos lugares para grabar sonidos, que Jorge sostenía el micrófono (con una rodilla en el piso y con el brazo extendido) y que Javier daba vuelta a la perilla para dejarla en el espacio que decía “Record”. Recuerdo que nos sentíamos importantes, porque las personas que pasaban, invariablemente, veían qué hacíamos y no faltaba alguna que preguntaba qué hacíamos. Acá, de la historia debo creer la versión de Rosaura, si ella dice que jamás le llegó ¡eso es lo cierto!, pero Javier insiste en que sí hicimos el envío y que, tal vez, el paquete se extravió, como entonces solía acontecer. Hay tantas historias de envíos postales que nunca llegaron a sus destinatarios o llegaron muchísimos años después. Javier dice que tal vez sí llegó, pero como Rosaura, al cumplir el año, ya no aguantó más en España y regresó a Comitán, sin dar mucho detalle de tal determinación, ya no estaba en Madrid cuando el paquete llegó. ¿Quién sabe? Lo cierto es que sí hicimos una serie de grabaciones y que Rosaura nada recibió. Pero acá, lo importante, mi niña querida, es decir que Rosaura buscaba eliminar la distancia a través de sonidos reconocibles.
Recuerdo que una mañana, Jorge abrió el balcón de su casa y aventó pétalos de rosa. Grabamos ese sonido (tal vez inaudible), pero al final, Javier decía: “sonido de pétalos de rosa al caer sobre banqueta de la tercera calle sur poniente, con fondo de vendedor de paletas”, porque, precisamente a la hora que grabamos el sonido de los pétalos, apareció el vendedor con su carro de paletas. Este vendedor era muy simpático, porque tenía una voz como de agua que cae en un albañal y gritaba: “Paletas, paletas, paletas de vainilla, fresa, chocolate y rábano”. ¿Paletas de rábano? Ahora pienso que era su estrategia de mercadotecnia porque cuando alguien le pedía una de rábano, sólo para salir de la duda, él quitaba la tapa del carrito, la sostenía con la mano izquierda y con la cabeza casi adentro del carro buscaba. Segundos después emergía, como buzo a mitad de un arrecife, y decía: “Se me acaban de acabar”, y ofrecía de los sabores que le quedaban: fresa, vainilla y chocolate.
Otra mañana, Jorge colocó el micrófono sobre el tronco de un tenocté. Dijo que era para que Rosaura escuchara el corazón del árbol.

Posdata: ¿Cómo se aligera el barullo de la distancia? ¿Abriendo puertas en el piso?