lunes, 23 de marzo de 2015

EL LEÓN QUE QUERÍA VOLAR




Un día, en la plaza del pueblo, el vocero real leyó un edicto: a partir de ese instante, deberían ser proscritos los animales en actos circenses. Los dueños de los circos se alarmaron y no tuvieron más opción que llevar a sus animales al bosque y abandonarlos a la buena de Dios, del Dios de los animales, claro. Ellos no supieron qué hacer. Acostumbrados, como canarios en jaula, al cautiverio se sintieron extraños en la libertad. ¿Cómo un animal que está acostumbrado a que le sirvan, todos los días, un kilo de carne a la hora de la comida, desarrolla su sentido para la caza? Los animales se echaron debajo de los árboles o adentro de las cuevas y enflaquecieron a tal grado que las jirafas fueron confundidas con ramas secas de árbol y los leones parecían gatos de esos que, por las noches, van de tejado en tejado iluminados por la luna.
Un león, que había hecho la delicia de los niños y de los adultos que asistían al circo, cuando él brincaba a través de un aro con fuego, caminó, con paso de tortuga, hacia la primera casa que encontró en medio del bosque. Llevaba un bolso colgado, un bolso que su domador le había regalado. Un bolso de piel de jaguar (un jaguar que había muerto a la hora que resbaló de un trapecio). Un búho, con bufanda, lentes y un libro entre las alas, abrió la puerta y preguntó:
-¿Qué quieres, buen león? Acá no consumimos carne.
-Perdón, me siento muy mal, mire cómo estoy.
-Sí -asintió el búho y alargó una de sus alas y tocó la melena-, pareces un trapeador sucio.
El búho, que es un animal sabio, se condolió del animal maltrecho, lo pasó a su casa, le sirvió un poco de leche y, cuando llegó la hora de dormir, lo asiló en un gallinero que estaba vacío, en el sitio de la casa. Ahí, el león aprendió a comer la misma comida que el búho servía a las gallinas todas las mañanas. Poco a poco le agarró el gusto al maíz y volvió a tener la fuerza y virilidad que tanta fama le dio en el circo. El búho, que ya se dijo es un animal sabio, mandó a construir una jaula con barrotes de acero, porque advirtió que el león adquiría una fortaleza que se alejaba mucho de la condición esmirriada de gallinas y gallos. “Humm -pensó el búho- un día de éstos el león puede hacerse un estofado con todas mis gallinas. Eso sería desastroso”. Pero el león, contra todos los pronósticos, disfrutaba sus tres comidas de maíz molido. A tal grado que una mañana, con la alegría de los gallos, en lugar de rugir le salió un grito aflautado que sonó como quiquiriquí. Cuando el búho le llevó el desayuno y las gallinas y gallos se amontonaron, el león se acercó a los barrotes de su jaula, sacó una mano y con su garra, en movimiento parecido al arado, jaló un par de granos.
-¿Por qué estás triste? -preguntó el búho, mientras seguía regando el maíz en medio del círculo de plumas.
-Quiero volar, quiero tener alas -dijo el león-. Siempre he estado solo, encerrado en jaulas. Veo cómo las gallinas y los gallos vuelan.
-¡Las gallinas no vuelan! ¡Yo sí vuelo!
-Sí, sí -dijo el león-, pero yo me conformo con ser gallina, bueno, con poder volar poco, así como las gallinas vuelan del piso al palo donde duermen. ¿Imaginas que yo pudiera volar como tú lo haces? No, no, eso ya es un exceso. Ayúdame, tú que eres sabio. ¡Dame un par de alas!
-Hmmmm, no sé. Es complicado, altera las leyes de la naturaleza. Nuestros dioses no te mandaron alas, pero, en compensación, ¡te hicieron el rey de la selva!
El búho ya no pudo detenerse, hundió la cara entre sus plumas y llamó a las gallinas y aunque ya no tenía más granos, metió el ala en el cuenco e hizo como que les seguía regando maíz.
-Ja, bonito rey. Mírame.
Y el búho lo vio. Su mirada tenía la misma tristeza de la planta que se seca por falta de agua; la misma soledad que tiene el callejón a mitad de la noche.
-¡Dame un par de alas! -pidió de nuevo. Metió la mano en el bolso que siempre cargaba en su pecho y sacó una fotografía.
-¡Mira! Ella es mi bisabuela -dijo y extendió la foto.
El búho tomó la foto. Mostraba el desierto y a mitad de éste: la escultura de una esfinge. Una hermosa escultura con rostro y busto de mujer, cuerpo de león y alas de pájaro.
-Ya entiendo -dijo el búho-. Tienes el pretexto perfecto.
-No es un pretexto. Mi bisabuela tuvo alas. Alas perfectas, casi tan perfectas como las tuyas. Yo no te pido tal maravilla. Basta que yo tenga alas para volar del piso al palo donde duerma.
El búho prometió que haría lo posible por conceder el sueño alado del león. Dejó el trasto vacío sobre una repisa y voló hacia su laboratorio. Durante dos noches, el león enjaulado escuchó golpes de martillo, siseos de taladros y ladridos de oboes (esto último porque el búho puso música de Beethoven). Dos días después, el búho salió al patio y, desde el porche de la casa, dijo:
-Mira, león, mira.
El león se desperezó y caminó con paso veloz, agarró los barrotes y vio un par de alas soberbias.
-¡Qué belleza! ¿Son para mí?
-Sí, para que cumplas tus sueños.
El león quiso gruñir de felicidad, pero (ya se dijo) le salió una seguidoña de quiquiriquís, como de gallina clueca.
El búho le pasó el par de alas por en medio de los barrotes y el león la tomó como si recibiera el don más preciado que animal alguno hubiese recibido en toda la historia de la animalidad. Con cuidado pasó una mano por en medio del arnés, luego hizo lo mismo con la otra mano y con sus garras, ya un tanto desgastadas, cerró los broches. Las gallinas y gallos rodearon la jaula y emitieron un ¡oh! de emoción al ver el porte de esas alas que parecían iluminar todo el patio. El león paseó (ahora sí que como león enjaulado, pero con una mirada inspirada) por el breve espacio que apestaba a león. Caminó como si estuviese a mitad de la jungla. Las gallinas cloquearon y batieron sus alas, esmirriadas en comparación con las del león.
-¡Vuela! -gritó una gallina, una zarada que siempre cacaraqueaba cada puesta de huevo.
-¡Sí, vuela! -dijo un gallo que tenía enormes espolones.
-Sí, que vuele -dijeron todos a coro. Y batieron sus alas y despertaron a los micos de noche y a los changos y éstos, desde lo más alto de los árboles, brincaron sobre las ramas y gritaron como si fueran chachalacas-. ¡Sí, que vuele! Y el león abrió las alas como si fuese un pavo real, dio unos brincos para emprender el vuelo, pero una de las alas se le trabó en los barrotes.
-No, no -dijo un gallo- ahí adentro no puede volar el león.
-Puej no -dijo un peje que estaba en un estanque-. Ejo ej una bobera.
-Sí, sí -dijo un pollo, que apenas comenzaba a emplumar-. Sáquenlo de la jaula.
-No, eso no es posible -dijo el búho que, ya se dijo muchas veces en este cuento, era un animal sabio. Llamó por aparte a todos los animales del gallinero y dijo: El león debe estar en la jaula. En su naturaleza está la fiereza y puede atacarnos.
-Adió, jodido -dijo el peje, recostado en el estanque-. ¿No ven que ya éjte je acojtumbró a comer maijito? ¿Por qué no hajemos una encuejta para ver ji jacamos al león para que vuele? ¿Imaginan el ejpectáculo de ejte león volando por todoj loj cieloj de ejte reino?
El búho puso cara de fastidio. Sabía que la democracia no es buena consejera en medio de un círculo de ignorancia.
-¡Sí, sí, votemos por el sí o por el no! -dijo el gallo con espolones. Todas las gallinas ponedoras estuvieron de acuerdo e inflaron sus cuerpos como si fueran guajolotes.
El resultado fue una votación a favor de que abrieran la puerta para que el león pudiese volar. De nada sirvió la aclaración del búho sabio:
-Pero, ¿quién puede asegurar que el león volará? El león me pidió alas y yo le otorgué un par de alas preciosas, pero de eso a que vuele ¡hay una gran distancia!
Pero ya todo el gallinero iba hacia la reja y abría la puerta de la jaula. El león titubeó, jamás había estado libre. Caminó con recelo. Todos los animales hicieron un silencio tan profundo como si las piedras rezaran. El león salió y abrió sus alas. Un ¡ah! de expectación se posó sobre el piso después de salir de los picos y las trompas de todos los animales. El búho se sintió orgulloso. El par de alas era hermoso.
-¿Puedo volar? -preguntó el león con timidez, como si fuese un niño pidiendo permiso para no levantarse temprano.
-¡Que vuele, que vuele! -gritaron todos los changos, brincando sobre el piso.
El león abrió sus manos y las sacudió como si limpiara una mesa con un trapo. Las alas hicieron viento y éste una polvareda y ésta mandó a los pollos contra la cerca, casi como si fuesen hojas secas en medio de un huracán. Las gallinas volaron contra los árboles. Gritaron que el león dejara de batir las alas, pero el sonido también fue aventado contra las rocas y no hubo eco, porque el eco fue apenas otra brizna que quedó segada. El león, feliz, batía y batía las alas y brincó como si fuese un ratoncito. Se preparaba para el vuelo. El búho voló antes y se escondió en el hueco de su árbol.
-¡Oh, qué hice! ¡Dios de los bosques, perdóname!
La tolvanera ya era como un alud de piedras de viento. El caos se había apoderado del patio. Al gallo con espolones no le quedó más que arriesgarse. Se amarró un paliacate y avanzó por en medio de la tormenta de arena. Llegó hasta donde el león insistía en aletear como colibrí. El gallo se subió a una de las alas del león y, yendo de acá para allá, le gritó al león, quien pensó que ya estaba volando y confundió al gallo con ¡un águila! Así que le dio más fuerte al aleteo pues pensó que era increíble que en su primer vuelo volara por encima de las aves más fuertes. Imaginó que su bisabuela se sentiría orgulloso de él. El aleteo fue tan intenso y tan fuerte que el gallo ¡sí salió volando! y fue a dar al techo de la casa, donde quedó como un fardo maltratado.
-¡Ay, ay! -se quejó el gallo.
Las gallinas y demás gallos oyeron el lamento y, como no sabían dónde estaba, la más ponedora dijo:
-Se los dije, el león está comiendo a nuestro amigo.
Al oír eso, la comunidad de animales se alebrestó más y todos corrieron hasta el árbol donde estaba el búho.
-Búho, ¿qué hacemos? -preguntó la zarada, mientras, con una de sus alas hacía una casita para proteger a sus pollitos.
-Se los dije -dijo el búho-. Ahora ya no hay nada qué hacer. Al león le regresó su naturaleza carnívora y nos hará polvo.
-No, no, no, no queremos morir -piaron los pollitos y lloraron.
Mientras tanto, el león, a pesar de su emoción y de su fortaleza, comenzó a agotarse. En medio de la nube de polvo, el león pensó que debía dejar de aletear tantito porque, sin duda, ya estaba muy alto y debía dejar ese banco de nubes para ver en dónde iba a aterrizar de nuevo. “Uf, pensó, mis amigos gallos, gallinas, chachalacas, changos, micos y el búho estarán muy orgullosos de mí”. El león dejó de aletear y con ello la nube de polvo se diluyó. Cuando el león vio hacia abajo se dio cuenta de que seguía en el suelo y se lamentó:
-Oh, mi dios. No alcancé a despegar.
En el piso se veía una serie de huellas que marcaban, a la perfección, la trilla que había dejado el león en su intento de vuelo.
El búho voló hacia el techo, donde estaba el gallo maltrecho.
-¡Ay, ay, mis plumitas! ¡Ay, ay, mis patitas! -se quejaba el gallo.
El búho vio que el gallo no había sufrido mayor daño, porque había caído sobre el techo de láminas de cartón y eso había amortiguado el golpe.
El león se sentó sobre la tierra y vio sus alas llenas de polvo. La perfección de las alas había cesado y ahora eran como un par de camisas arrugadas. Buscó a los animales pero no los halló. Aguzó el oído y oyó un lamento como si alguien se quejara en un cuarto de hospital.
-Ay, ay, mis plumitas.
-¿Quién se queja? -preguntó.
-Ay, ay, mis patitas.
-¿Quién habla?
El búho dejó al gallo y se posó sobre la rama del árbol de jocote, a cuya sombra estaba el león, en posición de loto, jugando con la arena. El león lo vio y, con tristeza, le reclamó:
-Me diste las alas, pero no puedo volar.
-Eso no está en tu naturaleza. Entiende que eres un león.
-Sí, pero tú viste la fotografía.
-Claro, claro. Pero a tu bisabuela los dioses le concedieron las alas y al hacerlo también le dieron la capacidad del vuelo.
Cuando los demás animales vieron que el búho charlaba tranquilamente con el león comenzaron a salir de sus escondites. Los pollos y gallinas sacaron las cabezas por debajo de una tarima de madera; los changos asomaron y se colgaron de las ramas. El búho abrió las alas y los alertó:
-¡No, no, no se acerquen! El león está fuera de su jaula.
-¿Y eso qué? –preguntó el león, mientras tiraba, con enojo, un puño de arena sobre el piso.
-Ya te lo dije: la capacidad de vuelo no está en tu naturaleza, pero sí lo está el hecho de que te gusta comer carne.
-¿Carne? ¡Qué tontería! Tiene meses que no como más que maíz. Todos ustedes son mis amigos.
-Sí, pero debes entender que la naturaleza no falla. Nosotros somos herbívoros y tú ¡carnívoro! Está en ti. Esa es tu verdadera herencia.
-No, no. Yo estoy encantado con el maíz y encantado con ser amigo de ustedes. Mi naturaleza diría que debería estar ahora al lado de pumas, de panteras y de tigres.
A medida que el búho y el león platicaban, los demás animales se habían ido acercando más y más hasta estar ya casi al lado del león con sus alas maltrechas. El búho volvió a pedirles que se alejaran. Les dijo que era una tentación para el león el hecho de tenerlos cerca, al alcance de sus garras.
-No, no, no se vayan -suplicó el león.
Pero, las mamás cargaron a sus pollos y los llevaron detrás de los árboles, algo en su corazón las alertaba. Cuando el león vio la actitud de todos, comenzó a sentir cierto escozor en su corazón, como si de pronto descubriera que nunca había tenido amigos en la vida, con excepción del domador que, en una ocasión le obsequió el bolso hecho con piel de jaguar. Se sentó de nuevo y le dijo al búho:
-Tal vez tengas razón. El único que me quiso fue el domador y éste fue tragado de dos tarascadas por un primo mío, una noche en que el domador le dio dos latigazos de más. El domador tenía la cabeza dentro de las fauces de mi primo y éste aprovechó. Tal vez tengas razón, pensé que tú eras mi amigo y mira cómo me pagas. Me diste asilo, me hiciste un par de hermosas alas, pero ahora deseas regresarme al encierro, donde apenas puedo moverme, donde me pudriré en vida. Tal vez tengas razón. Ahora mismo debería usar un truco contigo para hacerte bajar y devorarte a la hora que te tenga a mi alcance, pero no lo hago porque tú eres un sabio y conoces todas las fábulas del mundo, además, te diré: no me gusta la carne con plumas. Así que, por eso no tienen de qué preocuparse.
-Nos preocupamos. La fiereza es parte de tu naturaleza.
-Claro, está en mi naturaleza ser el rey -y diciendo esto, como si fuese un toro de lidia, rascó la tierra. Se puso en pie y, después de mucho tiempo, ¡rugió! Lo hizo con tal potencia que, de nuevo, levantó una tolvanera que movió todas las hojas de los árboles. Quienes hubiesen presenciado tal rugido habrían dicho que las hojas se movieron por temor, por temor de caer en las fauces del león. El búho voló a lo alto del techo, y abrigó al gallo que seguía quejándose, pero ahora ya con una voz casi inaudible.
-No sé porqué permití que abrieran la puerta de la jaula. Mira lo que hemos propiciado.
Y ambos animales vieron hacia abajo, donde el león, de pie, con las manos hacia adelante y el cuerpo tenso, olisqueaba y se mantenía en posición de ataque.
Las gallinas y gallos echaron a correr, moviendo las alas a todo lo que daba. Los monos, desde la altura, se movían con cautela y sin hacer ruido alguno. Parecía que, en lugar de caminar sobre las ramas, levitaran. Eran unas sombras deslizándose silenciosamente. El león vio el árbol más pequeño, el que estaba junto al techo, calculó que tenía siete metros de alto y pensó: “¡Lo alcanzaré! Soy el rey de la selva, soy bisnieto de la leona con alas más famosa de la humanidad. ¡Lo alcanzaré!”. Y diciendo y haciendo. Se impulsó y se paró en sus dos patas, así permaneció durante varios segundos, como un enorme oso, como la bestia más sanguinaria, casi casi como un hombre bajo el efecto de algún enervante, volvió a rugir y se aventó contra el piso para impulsarse con sus patas traseras e ir hacia el árbol de las lagartijas y los changos. “¡Lo alcanzaré!”, gritó y luego con un potente rugido se aventó, alcanzó el tronco y, como si fuese una ardilla, trepó uno, dos, tres, cuatro metros. Le bastó un salto para caer sobre el techo que se cimbró, la estructura de madera se pandeó y las láminas de cartón se abrieron a la mitad, una de sus manos cayó en un hueco, logró el equilibrio sobre una viga y la otra mano, la que le quedó libre, la extendió con tal largueza que cualquiera hubiese pensado que era de elástico, el búho apenas tuvo tiempo para reaccionar, se hizo a un lado, pero el pobre gallo, herido como estaba, no tuvo tiempo de hacer más. El león lo atrapó con su garra y al cerrarla, el gallo torció el pico, como si hubiese sido gallo de pelea y su contrincante le hubiera dado un navajazo de muerte. El búho se hizo más hacia atrás, voló, se sostuvo tantito en el aire, como si fuese un gavilancillo. Vio cómo el león, antes de que la viga se rindiera ante el peso, logró engullir de una sola tarascada al gallo. La estructura se venció y el techo cayó junto con el león. Antes de caer como fardo al piso, el león alcanzó a deglutir, por completo, al pobre gallo.
El estruendo obligó a todos los animales a huir. Las mamás tomaron a sus pollitos entre sus alas y corrieron a todo lo que daba.
A la mañana siguiente, el patio de la casa era como un campo de batalla, con escombros del techo y árboles rasguñados y cercas tiradas. Parecía que había pasado la marabunta. Del búho sólo se le veía un ojo en el hueco del árbol, veía el desconcierto y se culpaba por los sucesos.
El león volvió a la jaula, entró con paso cansino y se echó sobre el rincón de la esquina. Ahí se quedó, revisando sus garras dobladas por el golpazo. A cada rato eructaba. Lo había dicho: no le gustaba la carne con plumas. Poco a poco se quitó el arnés y dejó las plumas en el piso. Volvía a ser un león común y corriente.
El éxodo de animales es interminable. Se alejan de su casa. Los gallos van en la retaguardia, de vez en vez miran hacia atrás para comprobar que el león no los sigue. Los pollos pían, tienen hambre y sed. Las gallinas cuchichean entre ellas y los changos brincan como si lo hicieran en un camino de brasas. Todos lamentan el instante en que abrieron la jaula para que el león saliera. No saben hasta dónde llegarán, lo único que les importa es alejarse de ese lugar.
Ahora, los pocos habitantes que pasan por el lugar, aseguran que la puerta de la jaula sigue abierta, que el león tiene la mirada perdida y que, como si fuese la llorona; grita, con un grito como de grillo afónico: “Ay, mis alas, ay, mis alas”. Alguna tarde de éstas, se echará por completo sobre la tierra, posará su cabeza en el piso lleno de polvo, cerrará los ojos y se dejará morir.