lunes, 9 de marzo de 2015

ALGUNA TARDE



Los niños de todo el mundo somos traviesos. Cuando salimos de la escuela, todos en tropel después del toque de la campana, caminamos por las calles, con la mochila al hombro y a la señal de uno de nosotros, el que camina detrás del grupo, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, saca una mano y toca el timbre de una casa, ¡se pega al timbre! Echamos a correr. Acezando llegamos a la esquina, doblamos y luego sacamos las caras, como búhos, detrás de la pared, para ver el momento en que la dueña de la casa abre y, molesta, descubre que, ¡otra vez!, nosotros, los niños traviesos, le hemos jugado una mala pasada. Entonces reímos. Ese es el chiste del juego, hacer que las mujeres que están adentro, lavando, haciendo la comida, lavando los trastos, planchando o en el baño, vayan a la puerta y mienten madres. A veces, con nuestros impermeables, nos ponemos de acuerdo, en tardes de lluvia, a salir y tocar timbres. Es cuando más nos divertimos, porque las dueñas de las casas se molestan de más, porque deben salir con paraguas y se mojan los zapatos y los pies. Nosotros tocamos en muchas casas antes de llegar a las nuestras, pero donde sí no nos hemos atrevido es a tocar el timbre de la casa de don Quién Con. Éste es un viejo pelón, con bigote como cepillo para bolear zapatos. Para caminar se apoya en un bastón que, también, le sirve para golpear a los niños que se atraviesan en su camino. Le tenemos miedo, porque en el parque siempre se para a mitad del kiosco y, con el bastón en alto, amenaza a los niños de ¡toda la ciudad! Si alguien se atreve a tocar su puerta lo buscará, hasta por debajo de las piedras (así lo dice), y le dará una tunda con el bastón que le dejará las nalgas como piel de puerco espín pero sin espinas. ¡Eso provoca miedo en todos los niños! Don Quién Con se pone rojo y parece que, de un momento a otro, se le romperán las venas de su cuello, que es grueso como un tronco de árbol viejo. Don Quién Con es un viejo solitario, sin familia, sin mascotas. Tal vez vive enojado por eso, por las carencias. Y no nos atrevemos a tocar el timbre de su casa y hacer la travesura porque tiene una cámara que, cuentan los adultos, graba todo lo que sucede en la calle. Así que, dice Coquín, cuando alguien de nosotros toque el timbre él verá quién es y no saldrá, así que la travesura no contará y, además, él irá hasta la casa del travieso y esperará que salga con su bicicleta y se irá contra el niño y lo molerá a golpes de bastón. Por eso no nos hemos atrevido. Bueno, hasta ayer lo habíamos considerado una hazaña imposible, porque, en la tarde, mientras nos poníamos los patines para patinar en la cancha que hay en el parque, Coquín (¿quién más?) lanzó un reto. Dijo que había visto en la televisión un programa donde un grupo de ladrones robaba un banco y varios de ellos, con pintura negra en aerosol, cancelaban las cámaras. “¡Lo hagamos así!”, dijo Coquín, emocionado. “¡Sí, sí!”, dijimos los demás, alzando los brazos, como si tuviésemos bastones, igual que don Quién Con.
¿Por qué le decimos así a don Quién Con? ¡Muy sencillo! Cuentan los adultos que antes, las casas no tenían timbre. La gente llegaba y tocaba la puerta. Adentro, don Quién Con gritaba: “¿Quién?”, y el que tocaba decía su nombre; acto seguido don Quién Con, preguntaba: “¿Con?”; es decir, el viejo pelochas pensaba que siempre quien tocaba debía ir acompañado con alguien y si alguien llegaba solo ¡no abría la puerta! Todo mundo de la ciudad le puso ese apodo de Quién Con.
Después de patinar durante toda la tarde, a la hora que tomábamos un refresco en la tienda de doña Efulvia, Coquín dijo que preparáramos el plan. La cámara de la casa está enfocada hacia la puerta, colocada en un alero. Llevaremos una escalera, Martín subirá, extenderá el brazo izquierdo y pintará el lente. Cuando ya Martín haga una seña, Coquín se prenderá al timbre. ¿Qué hará don Quién Con cuando oiga el bramido de la chicharra y nada vea en la pantalla? Mientras Julio pedía otro refresco de naranja, Martín dijo que sólo tenía dos posibilidades: azotar el bastón contra el suelo, ignorar el timbre y llamar por teléfono al técnico para que revise la cámara de seguridad o, picado por la curiosidad, caminar hacia la puerta y preguntar: ¿Quién? Si pasa lo primero perderemos la oportunidad de gozarlo y habremos fracasado, pero si sucede lo segundo, a la hora que don Quién Con pregunte ¿quién?, nosotros, a coro, gritaremos “¡Con!” y saldremos corriendo y cuando él abra la puerta ya no podrá reconocernos y seremos felices, correremos con los brazos en alto, recibiendo la bendición del aire.
Así, hoy, el peluquero y doña Sebastiana, a la hora de contar el pan que lleva en un canasto doña Arminda, vieron que el grupo de niños pasó cargando una escalera de metal y la colocaron justo detrás de la cámara de seguridad de la casa de don Quién Con; vieron a Martín trepar y, con un bote de pintura en spray, ennegrecer la lente. Y vieron lo que no tomamos en cuenta a la hora de revisar las posibilidades. El viejo pelochas estaba pendiente de la pantalla y cuando vio que ésta comenzaba a ponerse oscura supo que alguien (pensó que un ladrón) estaba cancelando la visión, así que tomó su bastón y, casi corriendo, fue a la puerta, la abrió y vio a Martín trepado en la escalera y a nosotros deteniéndola. Levantó su bastón y, como si fuese un samurái, lo blandió contra el grupo. Todos corrimos en diferentes direcciones. Sólo escuchamos el grito de “¡Me las pagarán, cabrones!”, y luego, para que comprobáramos que, en efecto, se la íbamos a pagar, gritó, como si fuese maestro pasando lista, cada uno de los nombres de quienes corríamos. Sólo Martín quedó atrapado arriba de la escalera. Lo dejamos olvidado. El viejo llegó hasta la escalera y, golpeando la escalera con el bastón y moviéndola de un lado a otro para hacer que Martín perdiera el equilibrio, gritaba como cuervo adentro de una pira. Creímos que Martín nunca nos perdonaría el haberlo abandonado, pero cinco minutos después, nos alcanzó en el parque, y riéndose como nunca nos contó qué sucedió. Cuando Martín vio que el viejo insistía contra la escalera no le quedó más que, como chango, colgarse de una viga y patear la escalera. Esto descontroló al viejo. Martín pensó que esa era su única oportunidad para escapar y se dejó caer, con tanta suerte, que cayó justo sobre los hombros del viejo pelochas. Cuando Martín vio que cabalgaba sobre el viejo dijo que tuvo un impulso irrenunciable y gritó: ¡Arre, arre!, y lo espoleó. El viejo, al sentir los puyazos en su costillar se hizo para abajo y con el peso de su carga cayó hincado sobre la banqueta. Al ver Martín que había quedado parado sobre el piso se bajó y corrió hacia donde sabía que nos habíamos reunido. Cuando lo contó nos hamaqueamos de risa, dijo que el viejo, en lugar de estar enojado, parecía contento a la hora que él le jaló de las orejas y gritó: “¡So, so, so!” para detener la carrera desbocada del caballo. Coquín se hizo para atrás y, como estaba sentado en un pretil, cayó sobre el arriate donde están sembrados unos rosales. Sin importar lo espinado que quedó, se revolcó de la risa. Cuando dejamos de reír, todos alzamos los brazos y cantamos victoria. Habíamos logrado superar la única misión que teníamos pendiente. Pero, luego, Martín dijo que el viejo nos había reconocido. No nos la acabaríamos. Coquín dijo que ojalá que el viejo se hubiese quebrado una costilla y que, ojalá, se muriera. Pero los demás dijimos que no. Entonces sentimos pena por el viejo, bigote de cepillo, y Martín dijo que fuéramos a ayudarlo y estuvimos de acuerdo, pero cuando llegamos a la esquina y doblamos vimos que ya mucha gente estaba alrededor de una ambulancia y dos camilleros subían al pobre viejo. La sirena se oyó, toda la gente se hizo a un lado y la ambulancia se fue a todo lo que daba. Corrimos detrás de la ambulancia, haciendo el mismo sonido con nuestras bocas. Como la clínica de salud está a dos cuadras llegamos justo a la hora que los camilleros bajaban la camilla y la ponían a mitad de la calle. Martín nos sorprendió pues comenzó a llorar a gritos, se acercó a los camilleros y dijo que era nieto del viejo. Nosotros nos cubrimos las bocas para no dejar paso libre a las carcajadas. Los camilleros le creyeron a Martín y permitieron que se acercara al viejo, los demás hicimos lo mismo. El viejo volvió la cabeza y nos vio. Su cara se transformó, hizo un mohín como de piedra, pero luego algo en él se hizo como paleta de fresa con bombones, sonrió y, en voz muy baja, se dirigió a Martín y dijo: “En cuanto yo salga de acá ¿volvemos a jugar a los caballitos?”. Martín dijo que sí, sí, y, tal vez por la emoción, siguió llorando y tomó la mano del viejo y dijo: Sí, sí, abuelito, sí. Los camilleros nos hicieron a un lado y metieron la camilla para que los médicos atendieran al viejo pelochas. Nosotros nos vimos sin decir algo. ¿El viejo había quedado contento con el juego de Martín? Parecía que así fue. Tomamos a Martín de uno de los brazos y dijimos que ya era hora de marchar, pero él nos detuvo y dijo que no, que él se quedaría ahí, hasta que “su abuelo” se recuperara. Coquín dijo que eso era una bobera, pero cuando vimos que Martín hablaba en serio respetamos su idea y supimos que, a partir de ese momento, todos veríamos de manera diferente al viejo y, tal vez, por respeto a Martín, dejaríamos de decirle don Quién Con; tal vez, también nosotros le diríamos abuelo y en lugar de jugar esos juegos bobos de tocar el timbre para molestar, iríamos en las tardes a platicar y acompañaríamos a Martín a jugar con él.
Los niños de todo el mundo somos traviesos. Algunos se dedican a molestar a las señoras tocando los timbres de sus casas y echándose a correr. Muy pocos son los niños que juegan a los caballitos con los viejos.