domingo, 15 de marzo de 2015

EL POSESIVO MI




En Comitán usamos con frecuencia el posesivo mi. Si vamos al Foquito decimos: “deme’sté un mi pan compuesto y un mi hueso”. Nos apropiamos del objeto antes de que sea nuestro. Óscar Bonifaz cuenta que pidió a un grupo de alumnos evitar el uso de ese posesivo ahora que iban a representar la obra teatral a otro estado. Estuvo muy atento a la hora que entraron al restaurante de aquella ciudad y les recordó: “No digan: demes’té una mi taza de café. Basta que pidan una taza de café. ¿Entendieron?”. Sí, dijeron los muchachos. Cuando el mesero se acercó, comenzaron a pedir de forma correcta, hasta que le tocó el turno a Rafa, quien, miró la carta, vio al mesero y, acordándose de la petición del maestro, muy propio dijo: “A mí, deme’sté una “lanesa””. Sí, le quitó el mi.
Tal vez por esa herencia, yo tengo el vicio de apropiarme de lo que está a mi alrededor. Sé que no sólo yo padezco tal mal. Mirtha Luz, la poeta, ya dijo: “Yo no soy de Comitán / Comitán es mío”. Ah, bonito asunto.
Mi mal se agrava porque, como soy hijo único, me acostumbré de niño a que me cumplieran mis caprichos. No acostumbro compartir las cosas, porque éstas son mías. En el rancho dicen que no se debe prestar la mujer, la pistola y el caballo. ¿Ven? Hay muchos que padecen el mal. No se prestan porque son propiedad exclusiva. Sé que ahora muchas feministas ya se están agarrando del chongo porque en el dicho ranchero hay una carga machista impresionante. Se toma a la mujer como un objeto del cual puede disponerse. Se pone a la mujer a la misma altura del caballo (de la yegua) y de la pistola. Ahora las oigo echando sus gritos a mitad del parque peleando su derecho a la libertad. Pero, no todo mundo piensa igual. Hay, también, muchísimas mujeres que tienen en mente el posesivo y dicen: “Él es mi hombre”, y no lo prestan.
Yo no tengo pistola ni caballo, pero cuando me refiero a la Paty, mi compañera de más de treinta años, digo: mi Paty, como para dejar claro que es ella y no otra. No presto libros. Si alguien, ya a punto del desborde, me pide prestado un libro de “mi” propiedad, no lo presto ¡se lo regalo! Porque sé que ese libro ya no regresará a mis manos. Aplico el otro dicho que se dice con frecuencia: “Quien presta un libro es un tonto y es más tonto el que lo regresa”. Qué dicho tan tonto. Se entendería que los lectores son gente decente y que respetarían la propiedad ajena, pero no es así. El que recibió el libro, casi con orgullo, muestra el libro de mi propiedad y dice que él no es tan tonto como para regresarlo.
Pareciera que en el párrafo anterior me contradigo. Al principio dije que no presto mis objetos, dije que tengo el mal de la posesión, y ahora digo que, en caso extremo, no presto pero sí regalo. Esto lo hago con mis objetos más queridos. Porque no tengo empacho en regalar un pantalón o una camisa. Estos son objetos secundarios en mi vida. Los libros son la esencia de mi existencia. Pero, en los últimos tiempos trato de aplicar cierta teoría del desapego. Porque la vida es tan fregona que devuelve todo. A punto de regresar a mi Comitán, después de vivir en Puebla durante 9 años, decidí que no podía pagar una mudanza para transportar el librerío, así que llamé a Fito y le dije que si quería los libros de mi biblioteca. Al otro día estaba ahí, acompañado de su Paty, para cargar todos “mis” libros en “su” camioneta. Cuando dije adiós a Fito, dije adiós, para siempre, a mis libros, y como La Llorona, grité: “¡Ay, mis libros!”. Me sequé una lágrima que apareció en mi cara y cuando mi Paty preguntó si estaba triste dije que sí, que me daba tristeza la partida de Fito. Me vio con cara de decir “mentiroso”. Cinco o seis meses después, ya laborando en la Universidad Mariano N. Ruiz, llegaron Socorrito Román y luego Roberto Ortiz Gutiérrez, quienes, en un acto de desprendimiento generoso, donaron gran parte de sus bibliotecas personales. ¡Pues nada! Que muchos de mis libros estaban ahí. ¡Regresaron! Volvieron con la misma tranquilidad que regresan los aguaceros cada año y con la misma abundancia con que sale el tzizim.
Ya soy un poquito desapegado, pero si puedo evitar en mi persona “ese acto generoso” de prestar (regalar) un libro de mi propiedad ¡lo evito! Adió jodido, llevo más de cincuenta y siete años consintiendo ese mi posesivo que me regaló la cultura comiteca. No lo puedo echar por la ventana así como así. No me gusta que jueguen con mis juguetes; no soporto ver que rayen mis cuadernos; no dejo que los otros, con cualquier pretexto, me quiten mi tiempo; me jodan mi vida.
Trato de aplicar en los otros lo que pido para mí: “no joder”. Procuro no joder a sus madres, porque no les hago su gusto de joder a la mía cuando así me lo ordenan.
Sí, lo confieso, poseo el mal del mi posesivo. Cuando entro a una sala cinematográfica de la plaza y no hay nadie más, sonrío, porque sé que esa película será exhibida especialmente para mí. Cuando, a la hora que apagan las luces, entra más gente cargando sus combos de palomitas y de refresco, hago un ligero mohín, pero ya no me enojo. Estoy aprendiendo a ser un tantito tolerante. ¡Le doy chance al mundo de meterse con “mi” mundo!