sábado, 5 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON BOLSO PARA IR AL MANDADO





Querida Mariana: Hay frases que son simpáticas. Una de ellas es cuando alguien dice: “Voy a ir al mandado”. Y digo esto porque, de acuerdo con el diccionario, mandado se aplica a “una persona que por encargo de otra realiza un trabajo”; es decir, que mandado, según la norma prestigiosa, es lo que acá llamamos mandadero.
En Comitán somos mandaderos y hacemos mandados, en España, los mandados son los que cumplen un encargo.
Parece, pues, que tenemos una ligera confusión. Ahora bien, ya trepados en este tren, ¿quién es un mandatario? El ya citado diccionario dice que es una persona que “gobierna un país o desempeña un alto cargo político”. Pero, en términos legales (esto me lo explicó Adrián), la palabra mandatario se emplea a quien acepta el encargo de un mandante de representarla en actos jurídicos o en negocios. Parece un poco enredado, porque el lenguaje tiene caminos con piedritas. Por ello, los expertos recomiendan que seamos precisos.
Los mexicanos decimos que el presidente de la república es el primer mandatario, como si dijéramos que es el mero mero. ¿Qué pasaría si lo tomáramos en la acepción jurídica? En este último caso, el pueblo sería el mandante y se llegaría al ideal que propalaba José María Morelos y Pavón, de que el presidente de la república sería el siervo de la nación.
De acuerdo con la Constitución Política Mexicana, esto me lo explicó Francisco, todos los gobernantes son elegidos por el pueblo, por lo que éste ostenta la soberanía. El diputado fue electo para representar a los habitantes de su distrito; es decir, en términos estrictos, siempre debe velar por los intereses de sus representados, de quienes lo eligieron para ostentar su representación.
Sí, mi querida Mariana, tenés razón, esto es un tachilgüil.
Todo esto sale porque en México tenemos confusión respecto al mandado, al mandadero, al mandatario y al mandante, por eso (dicen, dicen) la mayoría es mandilona.
Si voy al “mandado” es porque alguien me mandó. Por eso, el que es muy fantoche dice: “A mí todo mundo me hace los mandados”.
El otro día vi la fotografía de mi grupo de quinto grado de primaria y ahí, en la fila de atrás, al lado derecho del maestro, está Víctor, el eterno mandadero; es decir, el mandado. No se ve en la fotografía, pero Víctor debe estar descalzo porque nunca tuvo zapatos, cuando menos en toda la primaria. De muchos de mis compañeros de entonces no recuerdos sus nombres ni sus apodos ni sé qué ha sido de sus vidas, pero de la vida de Víctor sí tengo noticias, porque el diario se encarga de recordármelo casi a diario. ¿Quién iba a decir que Víctor, el hijo de un albañil y de la señora que lavaba ajeno, iba a llegar a ocupar un puesto tan alto en la política? Sé que si ahora un periodista llegara con el maestro de quinto grado, éste diría que Víctor, desde entonces, tenía “una inteligencia sublime que ya advertía que sería un hombre exitoso”. Así dicen siempre de niños y niñas que llegan a ocupar lugares célebres en la sociedad. Pero, la verdad, es que Víctor no era inteligente. ¿Qué inteligencia puede necesitarse para cumplir mandados de todos los compañeros? Bueno, tal vez me equivoco en mi apreciación y me veo injusto, porque, sin duda, en ese tiempo se necesitaba una pizca de inteligencia para ofrecerse a ser un mandadero por veinte centavos. Yo, cuando menos, le pagué en tres ocasiones a Víctor: una fue cuando le pedí que hiciera fila por mí en el Cine Comitán, el día del estreno de una película de El Santo; otra fue cuando se hizo pasar por mí la mañana en que llegaron los de sanidad a inyectar a los alumnos de la escuela; y la última fue cuando, ya en la preparatoria, llevó serenata en mi nombre a la muchacha bonita que me gustaba. (Niña que al final supo la verdad y terminó odiándome porque me habría perdonado todo, así lo dijo, menos que fuera Víctor, el hijo de un albañil, quien llevara la serenata. Quién sabe qué pensará esa mi muchacha bonita, ahora que Víctor es un encumbrado político.)
Víctor fue conocido en Comitán como “El mandaderito”, él, técnicamente, le hacía “los mandados a todos”. ¿Quién iba a decir que, con el paso del tiempo, él sí le daría el verdadero valor al concepto, de acuerdo con lo que dice el diccionario? Es decir, Víctor, ahora, es el verdadero mandado, quien por encargo del pueblo realiza un trabajo. Pero, como en México todo lo confundimos, no está lejano el día en que Víctor se convierta en un mandatario y todo mundo le rinda pleitesía, al olvidar quién es el verdadero mandante.
Cuando veo las fotografías de grupo hago lo que hace medio mundo, trato de ubicar los nombres de los personajes, de recordar alguna anécdota, de ubicarlos en la actualidad. Me resulta fácil ubicar a quien siguen viviendo en este pueblo: Carlos es un médico exitoso en un hospital de gobierno, a veces lo saludo, yo caminando y él conduciendo su camioneta roja, lujosa, del año; Luis es también un médico, vive en Tuxtla, de igual manera es un profesional exitosísimo, su dedicación le ha permitido vivir con lujos (tiene, sólo por darse su gusto, un auto antiguo); Romeo es maestro en una colonia cercana a Comitán, todos los días viaja a la comunidad y regresa a comer a su casa, le encanta la marimba, lo veo los jueves en el parque central escuchando al grupo que ahí toca. Así voy repasando la vida de cada uno. A varios no logro identificarlos con claridad, se borran en la niebla de mi memoria. Ahí está Pablo, quien murió en un accidente automovilístico cuando ya estaba a punto de concluir sus estudios universitarios. Una vida de pena, porque fue una pena que, después de tantos esfuerzos, se quedara en la orilla, sin subir el último escalón. Y, cuando llego al lugar donde está el maestro, algo como una muesca de envidia aparece en mi mirada. Ahí está Víctor, el mandadero, sin zapatos, con su carita recién lavada, con sus pelos llenos de brillantina, para disimular las púas de su cabello, para que quedaran planchados, para que nadie dijera que tenía pelo corriente. Debo decir que la mamá de Víctor, que como ya te dije trabajaba de lavar ajeno, siempre fue muy cuidadosa en el aseo de su hijo. Los pantalones de Víctor tenían remiendos, pero siempre estaban limpios, bien planchados, con la raya puesta en su lugar; asimismo, las camisas, también con remiendos, siempre con la manga larga, eran impecables en su limpieza. Veo el rostro de Víctor, lo comparo con los rostros de los demás y me cuesta creer que ahora él, de todos los del grupo, sea quien tiene más dinero. El hijo del albañil sencillo y de la mujer que lavaba ajeno se convirtió en un potentado.
El otro día fui a San Cristóbal de Las Casas y estaba sentado en el parque central, boleándome los zapatos, cuando, en medio de un grupo de diez o doce personas, con vestimenta impecable (dos o tres mujeres que irradiaban perfumes franceses), lo vi aparecer. Tenía la seguridad de quien se sabe admirado, de quien posee mucho dinero y es centro de todas las miradas. Decía alguna frase y todos los demás lo celebraban con risas frescas, supuestamente espontáneas. El grupo se acercó poco a poco al lugar donde yo estaba, pasaría frente a mí. Vi que Víctor miró hacia el parque y levantó la mano para saludar a un grupo que, atento, los veía caminar. Uno del grupo del parque se acercó y le tendió la mano, Víctor le palmeó la espalda, intercambió unas palabras, ambos sonrieron, el hombre pidió que le tomaran una foto y se acercó a Víctor, quien, como si fuese un actor de cine, mostró su mejor sonrisa, palmeó de nuevo al conocido y siguió su camino. Todos los del grupo de Víctor se detuvieron, miraban hacia el parque o veían con agrado la escena que el político regalaba a esa mañana fresca en San Cristóbal. Reanudaron su paso y fue cuando vi que me vio. Víctor se detuvo y me miró fijamente, como si su escáner hiciera un ejercicio de repaso ágil sobre el álbum personal que, sin duda, posee miles y miles de rostros. “A este tipo lo conozco”, debió decirse. Fueron unos segundos. De inmediato alzó la mano, supe que ese saludo estaba dirigido a mí, lo supe. Supe, de igual manera, que él, Víctor, esperaba que yo hiciera lo mismo que había hecho el individuo minutos antes, esperaba que yo respondiera al saludo, que dejara mi asiento donde el bolero echaba grasa a mis zapatos (Víctor nunca calzó de niño, tal vez, digo tal vez porque esto sí nunca lo supe, fue bolero en el parque central de Comitán) y con paso decidido fuera a saludarlo, a tenderle la mano, a mostrarle una sonrisa, a decirle que era un gusto volver a verlo, después de tantos años, pero no lo hice. Entonces él, actor maravilloso, prolongó el saludo, movió el brazo hacia el otro lado, dejó de verme y continuó su camino, en medio de la algarabía de sus acompañantes. Lo vi luminoso, con una seguridad desbordante.
Cuando regresé a casa, saqué de la gaveta la fotografía del grupo de quinto grado. Ahí seguía Víctor, al lado del maestro, con el pelo engominado, para que no se le pararan las púas. ¿Cómo le hizo para llegar a ocupar el puesto de prestigio que ocupa? Tal vez si un periodista llegara y me preguntara por él diría: “Fue un niño de familia modesta, pero inteligente”, porque, sin duda, que se necesita inteligencia y mucha astucia para llegar a ocupar los puestos más privilegiados en la política.

Posdata: Veo la foto y digo que yo no debo confundirme: el pueblo es el mandante; es decir, el verdadero poder. Los servidores públicos deben ser los mandados, los enviados.