martes, 15 de noviembre de 2016

MI CASA DE INFANCIA



El otro día estuve en mi casa de infancia. Ahí viví hasta la edad de siete años. La casa, como todas las casas del mundo, ha cambiado. Supe que, al mismo ritmo, he cambiado. Algunos elementos de la casa siguen como entonces, claro, más deteriorados, más viejos. Algunas vigas del techo son las mismas que miraba cuando me tiraba bocarriba en el piso. Siempre llamó mi atención la capacidad de los albañiles para hacer ese entramado que no caía jamás (nunca tuve la experiencia de un temblor). Yo no tenía la gracia del albañil, porque siempre que hacía estructuras con palitos de madera se caían.
El otro día estuve en mi casa de infancia y me di cuenta que no es tan grande como yo creí que era. A mí me parecía una casa enorme. Claro, era una casa con patio central y cuatro corredores y un sitio donde había gallinas, patos, gallos (uno siempre me atacaba) y conejeras de madera y malla donde mi mamá tenía conejos. Quien compró la casa (después que mi papá dejó de rentarla) tuvo necesidad de vender un espacio, eso hizo que la casa, ahora, esté chimuela, sin un corredor. Además, el dueño levantó una construcción en el patio central, con ello, los arriates y los árboles que alegraban ese espacio se perdieron. Yo también estoy chimuelo, yo también he perdido la capacidad de convocar a las mariposas. Cuando era niño y me tiraba en el piso me encantaba ver cómo, después de un rato, una mariposa blanca se acercaba y se paraba en mi pecho, como si fuese una planta y mi panza fuera una flor.
Cuando yo viví esa casa, los corredores tenían piso de ladrillo. En Comitán eso era normal. Después, don Augusto Caralampio, el maestro Paquito García y don Enrique Cancino abrieron factorías donde hacían las losetas de cemento, con diseños bellísimos y que ahora, por desgracia, están en desuso. Llegué a la casa y miré que los corredores ya no tienen ladrillos, un día, el propietario decidió cambiar el piso y lo forró con losetas, por fortuna, esas losetas comitecas no las han catafixiado por esas losetas resbaladizas que ahora nos envían desde la Ciudad de México. No sé si ahora los niños que viven en esa casa juegan en esos corredores. Yo tenía carritos y soldados de plomo (que en un viaje a Puebla me trajo mi papá). La textura del piso era el terreno ideal para que los carros se desplazaran, porque, ¿dónde se ha visto que los tanques y los soldados se desplacen en terrenos lisos y recién trapeados? Hasta hace cuatro o cinco años conservaba un soldado de plomo, de aquellos tiempos. Lo tenía en un librero. Cada vez que buscaba un libro me topaba con ese soldado, lo tomaba, lo soplaba, para quitarle el polvo, pero también como si yo tuviera el don de soplar y darle vida. Un día se extravió y con ello se fue el último objeto de mi infancia.
Me paré frente a la puerta de madera del cuarto que fue el oratorio. Ese cuarto tenía la puerta cerrada. Eran las diez de la mañana y la puerta estaba cerrada. En mi infancia ese cuarto se abría puntualmente, como si fuese la puerta de un templo, a las siete de la mañana y permanecía abierta hasta las siete de la noche, hora en que mi mamá apagaba la veladora que permanecía prendida todo el día en el altar donde estaba una imagen de la virgen quién sabe quién y el santo negro que a mí me caía bien: San Martín de Porres. No pregunté para qué usan ese cuarto ahora. Supe que no es bueno que yo me enterara y supe también que los actuales propietarios no deben saber cuál era la vocación de ese cuarto.
Ese día entré a la que fue la casa de mi infancia. Cuando paso por el frente de esa casa, frecuentemente, sé que esa casa cambió de la misma forma que he cambiado yo. Algunas vigas siguen, como si se pensaran jóvenes, pero una mirada más atenta demuestra que ya están apolilladas y que algún día deberán ser cambiadas, como fueron cambiados los ladrillos de los pisos y como fueron eliminados los balcones que daban a la calle. A mí me encantaba salir a los balcones y mirar la calle, me gustaba ver todo desde la altura de los balcones. Un día, quién sabe a qué hora, los nuevos propietarios decidieron eliminar los balcones y tapiar las paredes.
Cuando salí de la casa y regresé a la calle no supe qué pensar. Sólo tuve una certeza, esa casa, igual que todas las casas del mundo, ha cambiado y yo he cambiado con ella. Por fortuna, el patio central de mi espíritu sigue como desde entonces, con claveles, rosales, margaritas y un árbol de durazno donde los pajaritos hacen sus nidos.