miércoles, 16 de noviembre de 2016
UNA VICTORIA BLANDENGUE
Y, como ya dije, jugaba a la guerra con los soldados que mi papá me había regalado. En el sitio de la casa, en un rincón, había un promontorio de arena que debió quedarse como sobrante de alguna construcción. Ahí yo llevaba los tanques, camiones y jeeps, todos pintados de verde, además de los soldados de plástico que estaban pintados de gris, una mitad, y de verde, la otra mitad, con lo que los diseñadores de juguetes determinaban dos bandos. Yo no hacía distingos entre uno y otro ejército.
Una tarde, yo ya había emplazado los dos ejércitos. El gris estaba en la cima y los verdes en la falda de la montaña. Los soldados verdes habían logrado formar un cerco que impedía bajar a los grises en busca de alimento y de agua. El cerco era perfecto. Bastaba unas horas más para que el ejército gris sucumbiera o se rindiera.
Yo había visto que la rendición era el acto más tonto e indigno. Indigno porque significaba declararse cobarde y tonto porque quienes se rendían en intento de salvaguardar la vida no lo lograban, ya que el ejército vencedor los llevaba a campos de concentración y ahí los sometía a trabajos forzados de tal intensidad que terminaban muriéndose de inanición.
“¿Qué hacés?”, oí la voz de una niña. Dejé el soldado verde que tenía y que estaba a punto de colocar en el jeep y la miré. Era Elsita, mi prima que, de vez en vez, llegaba a casa acompañada de su mamá, quien vendía quesos que fabricaban en su rancho de por Tierra Caliente. Mi primita repitió la pregunta y yo insistí en callar. ¿Qué quería que le dijera? ¿Que estaba haciendo tortillas? ¿Qué no miraba que jugaba a la guerra?
“¿Juego contigo?”. Estaba a punto de decirle un no rotundo, cuando mi mamá se asomó y contestó por mí. Sí, Elsita, dijo mi mamá, juega con tu primito. El primito (o sea yo) puso la misma cara que ponía el tío Armando cuando le quitaban la botella de ron, pero ensayó su mejor sonrisa y dijo que sí, que estaba bien. Entonces le expliqué a Elsa lo que hacía (en ese momento dejó de ser Elsita), poco a poco le di datos de la estrategia y le dije que mi ejército, reafirmé ese mi, estaba a punto de vencer al otro ejército, iba a decir que estaba a punto de vencer a ¡su! ejército. Ella se sentó, acomodó su falda como si fuese una tienda de campaña y tomó a uno de los soldados grises y dijo: “El sargento Smith, nunca se rendirá”, estiró el brazo y me lo puso casi frente a mi cara. Yo titubeé. ¿De dónde mi prima había sacado el apellido Smith? ¿De dónde había sacado eso de que jamás se rendiría? Tal vez, pensé, ella también iba al cine y veía películas de guerra. Después de mi titubeo, yo tomé el soldado que iba a colocar en el jeep e imitándola lo puse frente a su soldado y le dije que, en nombre del ejército mexicano, yo, el sargento Pérez, lo conminaba (así lo dije) a que se rindiera por las buenas, de lo contrario, todo el poderío de mi batallón iría contra ellos. Cuando dije esto último, moví mi brazo en círculo, para que Elsa se sorprendiera ante el número de mis soldados y la posición privilegiada en que estaban diseminados. Pensé lograr mi objetivo porque ella calló. Sus ojos parecieron llenarse de agua. Supe que había enmudecido y estaba a punto de aceptar la derrota y declararse rendida, pero, después de una ligera pausa, Elsa rio, rio mucho, como si hubiese enloquecido y, en lugar de dirigirse al sargento Pérez, me vio a mí y dijo: “¡Ya perdiste! ¿Cuándo has visto que el pobre ejército mexicano venza al poderoso ejército americano?” y frotó la figura del sargento Smith contra la del sargento Pérez. Rio, siguió riendo, alzó los brazos en señal de triunfo. Yo crispé mis manos, con tal fuerza que el rifle del sargento Pérez me lastimó la palma. Con un movimiento rápido le arrebaté al sargento Smith y a éste lo aventé contra la pared divisoria. Me paré y comencé a patear a todos los demás soldados grises. Mis patadas provocaron una polvareda que obligó a mi prima a cubrirse la cara con ambas manos. Comenzó a llorar, primero con ligeros espasmos que se fueron incrementando hasta que se volvieron gritos desaforados: “¡Tía, tía!”.
Mi mamá se asomó a la ventana y gritó: “¿Qué pasa, Alejandro?”. Nada, dije yo. Pero ya mi mamá había dejado el cuarto de la cocina y corría hacia donde estábamos nosotros. Elsa ya se había parado, se limpiaba la falda llena de arena y la cara llena de lágrimas. Ya estaba más tranquila. Mi mamá me cogió de un brazo, me zarandeó y preguntó qué pasaba. Nada, repetí. Nada, dijo mi prima. “¿Cómo nada? -dijo mi mamá- Nadie llora por nada”. Entonces aproveché, dije a mi mamá que jugábamos a la guerra y que a mi primita le había dolido que perdiera el ejército de Estados Unidos contra el ejército de México. Sonreí. Elsa miró hacia el piso. “Bueno, bueno, ya”, dijo mi mamá. Mi tía, desde la ventana de la cocina, dijo que ya estaba listo el chocolate. “Vayan, vayan a lavarse las manos y la cara y dejen de estar peleando”, dijo mi mamá y, con sus dos manos sobre nuestras espaldas, nos alentó como si fuésemos dos aves de corral, ella una gallina y yo un gallo.
Ya en la puerta del baño la detuve y le repetí a mi prima que el ejército del general Smith ya estaba perdido porque no tenían alimentos ni agua. Ella me vio, se limpió los mocos de la nariz y dijo que por eso nosotros tomaríamos chocolate y pastelitos de manjar. Sí, dije yo y le pedí que pasara ella primero al baño para lavarse. “Voy a hacer pipí”, me dijo. Dije que estaba bien. Cerró la puerta. Oí que decía, en voz baja: “El general Pérez es un bobo”. Lo repetía como si fuese una oración, cada vez lo decía más fuerte. Yo oía que ella pateaba el piso: “¡El general Pérez es un bobo!, ¡el general Pérez es un bobo!...”