sábado, 19 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SE PESCAN LAS NUBES




Con un abrazo para la familia Aguilar Carboney,
por la ausencia física de doña Blanquita Carboney.

Querida Mariana: Vos ya no conociste a Jaime. Ahora digo que es una lástima que no lo hayás conocido. Te hubiera gustado conocerlo. Era un niño de cabellos ensortijados (colocho, diríamos en Comitán), ojos verdes y manos pequeñas. Sus manos no correspondían al tamaño de su cuerpo que, digamos, era normal. Sus manos eran la mitad del tamaño de las manos de sus amigos. Jaime nunca se sintió mal por ello, al contrario, eran su orgullo. ¿Sabés cuál era su gusto mayor? Ir a pescar al rancho de su tío Eugenio, que estaba en la Tierra Caliente. Esperaba con ansias que llegara el viernes, para salir corriendo de la escuela, llegar a su casa, comer rápido, casi parado, preparar su maleta y esperar que el tío llegara con su camioneta Ford, pintada de verde. Se sentaba sobre la maleta y cuando escuchaba el claxon salía corriendo y detrás de él su perro Spuki.
Jaime era un niño bello. Un día todo mundo se alarmó: Jaime se había ahogado en el mar. Nadie podía creerlo, todos decían que no era posible. Jaime era un gran nadador. Tal vez quienes lo decían no comprendían que hay una gran diferencia entre un río, así sea el más caudaloso del mundo, y el mar. El mar tiene secretos y misterios que no corresponden a los que son propios de los ríos. Parece una bobera, querida mía, pero un agua es dulce y la otra es salada. Jaime murió en agua salada.
La gente muere. Dicen los que saben que es la única certeza de la vida. El otro día murió doña Blanquita, quien, igual que el tío Eugenio, tuvo un rancho en Tierra Caliente. Su rancho (el rancho de su esposo, de su familia) se llamaba Tzipal. La tierra aún está ahí, tal vez sigue conservando ese nombre, ahora que ya pertenece a otra familia. Siempre me he preguntado si los ranchos cuando cambian de propietario pueden, a gusto del nuevo poseedor, cambiar de nombre o existe una restricción en el registro de la propiedad. Los pueblos son los que no deberían cambiar de nombre, pero éstos sí quedan al capricho de los poderosos. Un día, en mala hora, a un gobernante se le ocurrió que la villa de Zapaluta debería llamarse La Trinitaria y emitió un decreto que borró de un plumazo (de gallinazo) aquel mítico y eufónico nombre. A muchos pobladores les gustó el cambio, porque creyeron que ser trinitarenses les daba más caché que ser zapalutecos. El nombre de la trinitaria es un nombre común para poblados, organizaciones e iglesias en el mundo entero. El nombre de Zapaluta era único, ¡es único!
Por eso me gusta el nombre del rancho de doña Blanquita: Tzipal. Quique cuenta una anécdota graciosa del día de la venta del rancho. El precio de venta era de tantos miles de pesos sin chucho y de tantos miles de pesos con chucho. ¿Por qué era más caro con el chucho? Ah, porque el chucho avisaba cuando la tranca quedaba abierta. Quique lo cuenta con una gracia especial, porque los ladridos parecen ser palabras desaforadas o éstas ladridos de aviso. En fin, tendrías que escuchar la anécdota en voz de Quique para tener idea exacta de lo que digo: Tzipal tenía un chucho que hablaba.
El papá del güero Becerril bajaba a Tierra Caliente todas las madrugadas y pasaba a los ranchos de la región para levantar los contenedores de aluminio con la leche recién ordeñada. Doña Blanquita ya tenía dispuesta una mesa de madera, de color verde, en uno de los corredores de su casa y hasta ahí llegaban los compradores con sus ollitas. No te he dicho que doña Blanquita es la mamá de mi compadre Javier, así que, en muchas ocasiones, cuando iba a ver a mi amigo, encontraba a su mamá vendiendo leche. Llamaba mi atención cómo ella tenía dos vasos de aluminio, con asa, que eran los vasos medidores, uno era de a litro y el otro de medio litro. Ella los usaba para despachar la leche que le solicitaban. Metía el vaso de a litro en el contenedor y depositaba el líquido en la olla de peltre del comprador.
La gente se muere. Es una pena. Los sobrevivientes lamentan la ausencia de los cercanos. En este momento en que vos leés esta línea están muriendo miles de personas en el mundo. A veces, la muerte nos toca muy de cerca, casi en el lado izquierdo del corazón. Me dolió la ausencia de Jaime y ahora me duele la muerte de doña Blanquita. Ambos eran seres llenos de luz. Sé muy bien qué le gustaba a Jaime, le gustaba ir a pescar al rancho del tío Eugenio. Ya nunca supe qué le gustaba a doña Blanquita. En estos últimos tiempos, ella pidió que la sacaran del hospital y que la regresaran a su casa. Ya estaba malita, pero no quería estar en un lugar ajeno. Sus hijos cumplieron su voluntad y Javier me contó que comenzó a mejorar en cuanto reconoció su territorio, casi casi como si el río de Tzipal iluminara sus orillas. ¿Qué hizo los últimos días? Uno de los actos más sublimes fue, dice Javier, escuchar la misa por televisión. Escucharla, porque no la veía ya que cerraba los ojos. Tal vez cerraba sus ojos para imaginar, para soñar.
Digo que Jaime pescaba. El tío Eugenio, antes de llegar a Comalapa tomaba un camino de terracería, que siempre tenía un lomo verde en medio del sendero. Jaime se quitaba el suéter, sacaba la cabeza por la ventanilla y sentía el soplo caliente del viento. Me contaba que sentía el mismo vaho que cuando entraba al cuarto de su mamá y ésta planchaba. Al llegar al rancho, el tío ordenaba que preparan el café y la cena, porque ya llegaban pardeando la tarde. Mientras lo llamaban a cenar, Jaime se sentaba a la orilla de la poza, se descalzaba y metía sus pies en el agua, que estaba tibia. Sentía cómo los peces pequeños se acercaban a sus pies y los besaban. Así Jaime me lo contaba, era como si decenas de pececillos acercaran sus bocas y lo acariciaran, lo reconocieran, como si pensaran que era Jaime, el pescador de agua. Porque, no te lo he dicho, pero a Jaime le encantaba pescar, pero nunca pescaba peces. Podrá parecer una bobera, pero Jaime pescaba agua, sólo agua, ese era su delirio, ese era su gusto supremo: pescar agua.
Doña Blanquita vertía la leche en las ollas de sus clientes (mujeres en su mayoría). A mí me tocó verlas hacer fila, desde temprano. A veces yo llegaba a las nueve de la mañana y las mujeres platicaban en el patio, en espera de que llegara el señor Becerril con el contenedor, con la leche recién obtenida de las tetas de las vacas. Una leche pura, sin bautizo. Porque, doña Lolita Albores contaba que en otras casas bautizaban la leche con agua, para que rindiera un poco más. Decía que una señora se molestó cuando una clienta le reclamó, pero se puso colorada cuando la compradora le demostró que la leche que llevaba en su olla tenía mulututes. Llegaba a las nueve de la mañana a la casa de Javier, porque una noche antes habíamos ido a los quince años de una amiga y habíamos tomado trago y la resaca era fuerte y había que ir a descrudar al restaurante “El Viajero”. Después de tomar una cerveza bien fría y un caldo de mollejas con chile al pastor cesaba el malestar físico. En ese tiempo no se acostumbraba tomar micheladas. Estos son hallazgos recientes. Lo más que hacíamos era ponerle sal y limón al bote de cerveza.
Me gustaba la afición de Jaime, no pescaba peces, pescaba agua. Él amarraba una cesta de mimbre a un lazo y lo echaba a la poza, la iba jalando poco a poco, cuando estaba casi al ras del agua veía que estaba llena de pececitos, entonces sacaba los pedazos de tortilla que llevaba en su chamarra y los esparcía al lado de la cesta. Los peces nadaban como si fuesen una multitud saliendo de un estadio y salían del aro para comer la tortilla. Ni un solo pez quedaba adentro de la cesta. Jaime daba el jalón final con su mano derecha y ponía su mano izquierda a treinta centímetros de la base de la canasta y atrapaba el agua que caía. Le gustaba sentir las gotas cayendo sobre la palma de su manita. Le gustaba pescar agua. Sonreía.
Es una bobera, querida mía, pero pienso que doña Blanquita hacía lo mismo. Metía el vaso medidor al contenedor y pescaba la leche. Vertía el vaso en la olla de la compradora (casi como si fuera la palma de la manita de Jaime) y yo la veía sonreír cuando esa leche hacía espuma. La espuma es un prodigio. Basta verter una sustancia líquida pesada para formar algo que no existía segundos después. La espuma está hecha de burbujas.
Doña Blanquita también era una pescadora. Ahora que murió lo comprobé. Todo mundo habló cosas bonitas de su vida.
Yo veía a doña Blanquita mientras esperaba que Javier saliera de su cuarto. Yo me sentaba en una grada del corredor y miraba cómo la fila de compradores agotaba el contenido del tambo lechero. Llegaba el momento en que ya no había más leche para vender. Había que esperar al día siguiente. A mucha gente le gustaba comprar esa leche porque “hacía” nata.
La pesca de Jaime parecía que nunca se agotaría porque en el río siempre fluía el agua, pero un día su agua interior se secó. Murió en el mar, en medio de un mar de agua salada. Doña Blanquita murió en un río de agua dulce, porque dulce fue su vida.

Posdata: Duelen las ausencias. Lamenté mucho la muerte de Jaime. Lamento mucho la muerte de doña Blanquita. Lamento la ausencia de pescadores de vida. Hacen falta en medio de tanta niebla.