jueves, 10 de noviembre de 2016
PARA UNA ENTRADA DE FLORES
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un tambor, y mujeres que son como un pito.
La mujer tambor es pariente directa de la primera mujer que habitó el mundo. Sus pies, ahora de plantas limpias y pulcras, pero de piel de escamas al principio, tienen las huellas de los primeros pasos, de aquéllos que subieron las piedras y descansaron en el interior de las cuevas.
Todo en ella es musical, el tam tam tam tam del origen está en sus manos a la hora que aplaude un concierto de Alejandro Fernández o el final de un pas de deux en Bellas Artes; está en sus manos a la hora que prepara la tortilla para el comal o a la hora que mueve la hamaca donde está recostado su hija; está en sus manos a la hora que golpea la rama para que caiga el fruto o a la hora que se sube sobre su amado y cabalga a mitad de la noche.
En su interior y en su piel está el sabor del cuero. El sonido más antiguo, el más lleno de resonancias está en ella desde que abrió los ojos por primera vez. Porque el tambor convoca a la guerra, ella se para sobre la cima de una montaña y, como leona, ruge el tam tam tam bélico que demuestra que nadie puede contra ella. Su tambor también provee el sonido prodigioso de la fanfarria, del acto donde el reinado da a conocer sus edictos reales.
Los estúpidos creen que para sacar las mejores notas deben somatarla y la tratan como si ella fuera una cubierta destemplada que debe golpearse con bolillos. ¡Qué tontos! No saben que a una mujer tambor debe tocársela con plumas de cenzontle o con la estopa que prodiga la nube. No saben, no pueden saberlo, porque los hombres son tontos, que a una mujer tambor debe tocársela con la espuma del mar o con la hoja del aire.
La mujer tambor tiene la cualidad del silencio: no lanza su quejido de trueno mientras no es tocada por su amante. Por ello (qué pena, dicen los hombres) en muchos de los casos, la mujer tambor prefiere ser tocada por alguien de su mismo género. La mujer tambor ama los dedos y las manos de la mujer aire o de la mujer río. Sólo una mujer puede reconocer el sentido exacto de la caricia para que no se convierta en golpe, en estímulo de piedra, de roca.
Las veo caminando por el parque y las reconozco, ríen, se abrazan a su pareja. Yo escucho cómo en cada intención de la pareja, la mujer tambor vibra, como si su membrana fuese un himen y la mano de su hembra fuese el arco que toca el violín sin que la cuerda pierda su brillo natural, su tono acorde al universo.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: Mujeres que son como un par de lentes para agrandar lo invisible, y mujeres que son como las tortillas que no levantan pancita en los comales.