lunes, 14 de noviembre de 2016
UNA TARDE INSÓLITA
Lo vi. Ambos estábamos sentados en bancas del parque central. Yo tenía un libro entre mis manos, él también. Yo miraba a las muchachas bonitas, él también; es decir, él y yo teníamos los mismos gustos, pero luego me di cuenta que él tenía revueltas las características, porque su comportamiento era extraño: él tenía el libro frente a sus ojos, pero sus ojos no veían el libro sino que estaban fijos por encima de la parte superior. Tenía el libro sólo como mero parapeto. Su mirada siempre miraba hacia el pasillo del parque y seguía con emoción el paso de las muchachas bonitas. Su mirada permanecía al frente mientras pasaban niños, ancianos con bastones y mujeres viejas con el chal envuelto en sus cabezas, pero, se movía como imán cuando aparecía alguna muchacha bonita, de esas que visten jeans ajustados que modelan a la perfección las nalgas, y camisetas escotadas que muestran generosamente los pechos. Sus ojos parecían un par de cámaras vigilantes y seguían atentamente el movimiento de los traseros que, orondos, gozosos, se contoneaban frente a nosotros, sin ningún empacho. La mirada de él era un rastreador exacto, sólo regresaba a su posición original hasta que el par de nalgas desaparecía al bajar las escaleras frente al portal.
Descubrí que no teníamos los mismos gustos, pero, ya me había contagiado de su comportamiento porque, igual que él, ya no leía el libro sino que estaba pendiente de lo que él hacía.
Estaba frente a mí, pero mi presencia la había borrado, casi casi como si yo no existiera.
Nunca lo había visto antes. Esa banca es uno de mis lugares favoritos en el parque y cuando tengo tiempo y gusto me siento ahí a leer. ¿Era un tipo que, en una tarde pasó por ahí, me vio y decidió imitarme, porque, tal vez pensó que el libro es el perfecto objeto que engaña la mirada? ¿Qué puede pensar un agente policiaco de un viejo que está con un libro en las manos y, ocasionalmente, ve a una muchacha cuando pasa? Sólo un policía ignorante (demasiado ignorante) le creería a una muchacha que, molesta, irritada, solicitara auxilio porque un viejo la había molestado con la mirada. ¿Con la mirada? Sí, aquel viejo que está con el libro en las manos sólo se pasa viendo los traseros y los pechos de las muchachas que pasan frente a él. El policía culto sonreiría y, con una mirada complaciente, sugeriría a la muchacha caminar por otro pasillo del parque para estar lejos de la mirada perversa del viejo que, según yo, desde acá donde lo veo (diría el policía), parece que encuentra más interesante lo que pasa en la novela que lo que pasa frente a él.
¿Y si el hombre que estaba frente a mí y que hacía como que leía era un potencial secuestrador o violador? ¿Y si, por el contrario, fuera un agente policial camuflado? Tal vez una muchacha se quejó de mi mirada libidinosa y el jefe policial la calmó diciendo que enviaría a un agente para registrar mi comportamiento y este agente, por eso, se sentó frente a mí y hace como que no me ve y disfruta mirar a las muchachas bonitas, pero, en realidad, lo que hace es registrar cada uno de mis movimientos.
Tal vez el tipo tiene una cámara y registra cada uno de los movimientos de mis ojos. ¿Qué movimientos pudo registrar? ¿El instante cuando vi el pecho de esa muchacha que, con tenis, pantalón de licra y camiseta roja, se agachó para amarrarse las agujetas y yo, de inmediato, lancé mi mirada a su escote? ¿O el instante en que me escoció el piquete que tengo en el muslo cerca de la entrepierna? ¡Dios mío! Las tomas lejanas de video pueden dar una visión alterada y se pueden malinterpretar. Me rasqué con intensidad, hice un movimiento de frotación con energía, mi mano se movió hacia arriba y hacia abajo y luego, cuando ya cesó el picor, puse la cara de satisfacción que pone cualquier ser humano que se rasca. ¿Qué puede pensar la gente a la hora que vean el movimiento que hago con mi mano derecha?
Decidí que debía retirarme, porque estaba expuesto frente a ese tipo que usaba el libro como un mero parapeto y que, sin duda, estaba ahí en plan de investigador. Pero, a punto de pararme pensé que eso me delataría, en caso de que ese tipo realmente creyera que yo era un viejo perverso, que creyera que era un tonto igual que él, que usaba el libro como mero pretexto para ver a las muchachas bonitas. Así que decidí no pararme. Era mi banca favorita y yo, quienes me conocen saben que es cierto, voy a leer, y voy al parque porque me encanta el parque central de Comitán y porque, no lo negaré, también me gusta ver a las muchachas bonitas que por ahí pasan, pero mi prioridad es la lectura, lo juro.
Así que me deslicé sobre la banca de tal forma que mi columna quedó como una rama torcida, pero eso permitió que el libro me cubriera el rostro en forma total. Ya no volví a desviar la mirada. Intuía el paso de una muchacha bonita, pero sólo imaginé sus formas. Pero este juego de imaginación propició algo más dramático: me hizo temblar, con el temblor del niño que abre la puerta de un cuarto y encuentra a su prima quitándose el sostén y mostrando un par de pechos como si fuesen frutos recién lavados.
No podía controlar el temblor de mis manos, el libro era como una pared sometida a un movimiento trepidatorio de un terremoto. Sentí que una muchacha se paró frente a mí y sentí que sus manos bajaron el libro y sus ojos vieron mis ojos. “Maestro Moli, ¿le pasa algo?”, preguntó. Vi que era Rosy, alumna de mi clase. Sonreí. Miré hacia la banca del frente y vi que el tipo ya no estaba. Miré para todos lados y no lo encontré. “¿Le pasa algo?”, repitió Rosy y miré cierto nerviosismo en su rostro bello. No, dije, no. Y le pregunté hacia dónde se dirigía. Dijo que iba a su casa. Entonces yo le mostré la portada del libro y le pregunté si había leído algo de Fabio Morábito. No, dijo ella, tomó el libro y miró la portada, dijo que era una portada linda y me preguntó de qué trataba el libro. Dije que eran cuentos. Le pregunté si a ella le gustaba leer cuentos. Ella sonrió, dijo qué clase de pregunta era esa, yo sabía, ella aseguró, que a ella no le gustaba leer, pero yo titubeé y dije que era cierto, que yo sabía que ella no era lectora, pero que tal vez los cuentos de Fabio le podían gustar. Como Rosy vio que mis manos habían dejado de temblar y mi cara había recuperado su forma de piedra original, dijo que ya se iba. Dije que estaba bien. Estuve a punto de decirle que iba a acompañarla, tal vez hasta las gradas, pero me contuve. Ella caminó dos o tres pasos, se dio la vuelta, me miró y preguntó: “De veras, ¿se siente bien?”. Sí, dije, sí, estoy bien. Tomé mi libro, me subí el cuello de la chamarra y caminé con rumbo a la casa. Las lámparas del parque ya comenzaban a prenderse. Comenzaba a correr un viento frío.
Mientras caminé pensé que tal vez no es conveniente que yo vuelva a leer en el parque; tal vez sea conveniente que ya no me siente a ver el paso de las muchachas bonitas.