martes, 8 de noviembre de 2016

EL CINE CREA FANÁTICOS DE UN SOLO EQUIPO





Hay muchas clases de espectadores. En un estadio de fútbol se confrontan los aficionados de cada uno de los equipos que se enfrentan. Lo mismo sucede en el béisbol, en el básquetbol, en el tenis. En estos encuentros deportivos, desde siempre, existen dos colores. Uno, llamémosle negro, quiere que su equipo derrote al rojo. El color de la bandera se convierte en pasión. Los aficionados cuelgan banderines de sus equipos favoritos en las recámaras y en los cristales laterales de sus autos. Si algún aficionado sufre un accidente y pierde la vida, sus parientes ordenan construir una pequeña capilla a orilla de la carretera y la pintan con los colores de su equipo favorito; lo mismo sucede con capillas mortuorias en panteones. Sin que mediara algún sacerdote que sentenciara a la pareja de casados “amarse hasta que la muerte los separe”, estos fanáticos llevan su amor mucho más allá de la muerte. Tal vez por esto, las esposas maldicen la pasión de sus esposos. Éstos les son infieles a sus esposas con el equipo de su preferencia.
La norma del béisbol no permite empate. El béisbol se prolonga hasta que uno de los dos contendientes resulta vencedor. Esta regla indica que el béisbol es un deporte que privilegia el ánimo del espectador. El béisbol enseña que el juego es como la guerra, donde un bando siempre resulta vencido y el otro vencedor. Es de mediocres el deporte donde, por ejemplo el soccer, después de noventa minutos ninguno de los contendientes puede declararse vencedor o lamentar su derrota. Porque el subconsciente traiciona, los aficionados se comportan como auténticos guerreros en los encuentros de fútbol y salen heridos y, en ocasiones, por desgracia hay muertes.
Por todo eso no soy aficionado al deporte. Me gusta el cine. Recuerdo las funciones de la matiné del Cine Comitán, los domingos. Todos los aficionados entrábamos a ese recinto portando la misma camiseta: la de cinéfilos. En el cine no formábamos bandos contrarios, todos pertenecíamos al mismo equipo. Cuando el Santo aparecía, todos gritábamos: “¡Santo, Santo, Santo…!”; y cuando Tarzán, con gran destreza, se desplazaba de una a otra liana todos queríamos imitar ese movimiento suspendido en el aire.
Sí, el gusto al cine era una religión, porque, de igual manera, en el templo de Santo Domingo, todos los asistentes a misa eran integrantes de un solo equipo, ya que, cuando el monaguillo somataba la campanilla al lado de su muslo derecho, todo mundo se hincaba y cerraba los ojos, porque el santísimo (así nos lo decían) se hacía presente.
En el cine, cuando el Santo lograba vencer a las mujeres vampiro todos aplaudíamos, era como si todo un estadio coreara el gol de un equipero, cuando sabemos que esto último jamás ocurre. En el instante que un goleador anota, todos los fanáticos del equipo goleado lo lamentan con patadas, lágrimas y puños cerrados.
Fui años y años al cine y, durante ese tiempo, disfruté formar parte de una familia reconocible en medio del anonimato. Todos nos conocíamos sin conocernos, porque cuando viajé a la ciudad de México para estudiar en la Universidad Nacional Autónoma de México y fui a decenas de salas cinematográficas hallé la misma hermandad que encuentran los católicos en cualquier templo del mundo, a pesar de no hablar la misma lengua.
Los cinéfilos, como si fuésemos aficionados al fútbol y nos levantáramos en el estadio para hacer la ola o para mover las manos al frente y gritarle al portero, nos parábamos sobre las butacas y, viendo hacia la cabina de transmisión, mentábamos madres y le gritábamos al cácaro para que arreglara la cinta que temblaba en la pantalla.
Los cinéfilos de todo el mundo pertenecemos a un solo equipo. Sabemos que, siempre, los espectadores somos los vencedores en ese maravilloso juego donde las historias están hechas para decirnos que la guerra está del otro lado, no del nuestro. De nuestro lado está ¡la vida!
En la ciudad de México entendí que esta inmensa cofradía mundial tiene sus clanes selectos y algunos secretos. La primera vez que fui a la Cineteca Nacional a presenciar una Muestra Internacional de Cine, supe que todos ellos eran cultivadores de algo que, sin dejar la estatuilla del espectáculo, se acercaba al cine como arte, como prodigio de la mirada. Ahí estaban los grandes creadores, y en lugar de adorar a Pelé (quien, a pesar de su grandeza, fallaba goles como cualquier jugador llanero) comencé a adorar a Fellini, a Kurozawa, a Kieslowski y a mi consentido: Woody Allen. Supe entonces que los cinéfilos, si no camisetas, sí se colocan cintas rojas o negras. Algunos prefieren cine inteligente y otros son adictos a películas llenas de efectos especiales, pero la cinematografía es tan sutil y profunda que jamás revuelve a unos con los otros. Jamás he presenciado un pleito a patadas (como sí lo he visto en un partido Chivas-América) entre los aficionados al cine de Stanley Kubrick y los aficionados al cine de la India María. Sí he presenciado grandes debates, porque los cinéfilos argumentan con palabras, con ideas, con luz. Por esto, perdón, siempre he preferido ser del equipo de admiradores del cine, antes que admirador del deporte de patadas. He sido fanático de la lucha a través de la pantalla y aún conservo gratos recuerdos de la película México 70 que es la síntesis del primer mundial que se realizó en nuestro país.
Por mi trabajo literario me discipliné a ver de todo. Como, cuando de niño, iba al cine sin importar mucho qué exhibían, ahora me siento frente al televisor y veo de todo. Claro, cuando puedo elegir, elijo lo mejor, porque el cine es el gran cernidor de la vida. ¡Larga vida al cine!
En unos cuantos días más inicia la Muestra Internacional de Cine, en la Cineteca Nacional. Muchas obras de grandes realizadores se presentan. La muestra se abre con la reciente película de Allen, la de este año. Quienes acudan serán parte de ese selecto grupo de hombres y mujeres que han comprendido que lo mejor de la vida está en el cine.