martes, 20 de junio de 2017
CARTA A MARIANA, CON UN CAFÉ SIN AZÚCAR
Querida Mariana: Diana, una amiga de la universidad, tenía un novio al que le decía “Azuquitar”. Azuquitar estudiaba Pedagogía y soñaba con dar clases en la Selva. Cuando tomábamos un refresco en la cafetería al aire libre de la universidad, sentados en una mesa que estaba debajo de un árbol, le preguntaba a Diana qué iba a hacer cuando su novio lograra su deseo de trabajar en la Selva. “Voy a ir con él, por supuesto”, decía, con gran convicción.
Yo miraba los árboles llenos de mangos y escuchaba, al lado del rebumbio de los estudiantes que estaban en otras mesas, los pájaros que, argüenderos, se arracimaban en las frondas. Pensaba: “¿Qué hará metida en la Selva?”. No imaginaba a mi amiga, siempre tan bien vestida, con modales de princesa, acostumbrada a su casa de zona residencial de lujo (ella era de San Cristóbal y estudiaba literatura en la facultad de humanidades, en Tuxtla). ¡No, no! Ella no soportaría vivir en una casa construida con tablas, en un lugar donde no había supermercados ni plazas comerciales, ni cines con aire acondicionado, ni restaurantes donde sirven salmón y vinos blancos. Yo casi dudaba que ella comiera frijoles, ella, así la veía, estaba acostumbrada a comer caviar. Aunque, luego pensaba que por alguna razón ella estudiaba en universidad pública, porque la situación económica de su familia le permitiría estudiar en la mejor universidad privada del país (Tecnológico de Monterrey) o en cualquier universidad del extranjero (en Londres, en París o en Cambridge). En realidad ella no era la típica niña nice. Se había enamorado del Azuquitar, un muchacho muy bello (piel color cedro y ojos de agua limpia) de familia clase media, de Tonalá. Diana era una princesa, pero no adoptaba tufos de rancia nobleza. Pero, cuando platicaba (con frecuencia) los sueños de su novio, a mí me costaba trabajo verla caminando por senderos llenos de lodo, debajo de la lluvia pertinaz y frecuente (ella vestida con un impermeable y botas de hule), escuchando el aullido de los monos saraguatos. Pero, luego, pensaba que tal vez podría ser posible, porque ella no soñaba con vivir en Barcelona o en Nueva York (que, insisto, bien podía hacerlo, con los pies bien puestos en la tierra y no como sueños guajiros). Terminé la carrera profesional y regresé a Comitán. No volví a ver a Diana, pero, ¿qué creés?, ayer fui a San Cristóbal y la encontré en el parque central. Bajó de un auto lujoso y subió al parque (iba a comprar un periódico), en cuanto me vio corrió a abrazarme. Le hizo una seña a su chofer para que se estacionara y me jaló a una banca. Dijo que tenía una cita importante que atender, pero que platicáramos aunque fuera unos minutos. Dijo que había leído mi novelita “Yo también me llamo Vincent” y me preguntó si tenía más libros publicados. Le dije que sí. Abrió su bolso y me dio su tarjeta personal, pidió que le enviara los demás libros (autografiados, ¿vale?). Guardé la tarjeta en la bolsa de mi camisa y cuando miré un resquicio en su caudal de palabras emocionadas, le pregunté: ¿Y vos, qué te has hecho? Respiró fuerte, hizo una pausa y como si su mirada fuera un pájaro la vi instalarse por encima de los techos de los edificios que circundan el parque de aquella maravillosa ciudad. Y me preguntó si recordaba al Azuquitar y sus sueños. Sí, dije, claro que sí. Pues, ya a punto de terminar la carrera, encontró otro café para endulzar y me mandó a volar, dijo. ¡No podía creerlo! Bueno, sí, tal vez el famoso Azuquitar, pensó lo mismo que pensaba yo: ella interrumpiría su sueño, porque no estaba hecha para ese entorno. Tal vez buscó a alguien más acostumbrada a la blusa bordada, al huarache, al frijol, a la carne salada, a la hamaca, al lodazal, al bullicio de las chachalacas, al cayuco. Eso fue lo que pensé. Diana sonrió, dijo que ella había ido a hacer un posgrado a París y allá se había casado. ¡Claro!, pensé, con alguien de su misma posición social. Su esposo era un experto en arte y tenía dos galerías en Francia, una en París (en la Rue de l’Amiral de Coligny, cerca del Museo de Louvre) y otra en Niza. Ella dirigía la galería de París. Bueno, dijo, ya debo irme. Dijo que le daba mucho gusto verme, que me deseaba mucha suerte, que no olvidara enviarle mis otras novelas, que fuera a verla. La acompañé a comprar el periódico y luego para que subiera a su auto. Antes de despedirnos le pregunté por qué le decía Azuquitar a su novio. Ella sonrió, dijo que porque era el complemento ideal de su cafecito. Subió al auto, sacó la mano por la ventanilla y, en francés, gritó: “Au revoir”.
Posdata: ¡Ya, ya! Sé que estás preguntándote cómo, yo de memoria tan endeble, sé el nombre de la calle de París donde está su galería. Muy sencillo, saqué la tarjeta que me dio y ahí hallé esa dirección; es decir, Diana no vive en San Cristóbal, ella vive en París. Tal vez el día que la hallé en San Cristóbal había llegado a pasar algunos días con sus padres.
¿Qué hubiese pasado si el Azuquitar no hubiera cambiado su taza de café? ¿Diana en la Selva? Me es mucho más fácil imaginarla caminando en la Plaza de La Concordia que en un sendero debajo de una torrencial lluvia, en medio de árboles llenos de saraguatos.
Sí, le enviaré mis otras novelitas, la de “Triste historia de un cuentahistorias”, la de “La tarde que conocí el cine” y la de “El día que Julio Cortázar llegó a Chiapas”. Pienso que será emocionante que ella lea esta novelilla en la misma ciudad donde Julio Cortázar vivió.