jueves, 19 de octubre de 2023

CARTA A MARIANA, CON UN MUSEO

Querida Mariana: un día fui al Museo Dolores Olmedo, en Xochimilco, hace muchos años. A Rocío le platiqué mi experiencia, ella dijo que cuando viajara a la Ciudad de México, iría a visitarlo. Hace dos días volvió de un viaje y casi me mienta la madre. ¿Yo qué? ¡El museo estaba cerrado!, dijo. ¿Y yo qué? Se rio, dijo que siempre tiene mala suerte. El Museo Dolores Olmedo estaba cerrado. Sí, fue mala suerte. Rocío me platicó que le informaron que volverán a abrir el museo hasta el 2024. ¿Por qué cerraron? No sé, tal vez hacen algunos arreglos. No lo sé. A Rocío le conté que me había encantado el museo. Fui solo. Tal vez tomé un taxi y pedí al taxista que me llevara al museo. Recuerdo unas calles llenas de árboles y luego la entrada, soberbia, porque fue cuando comenzó mi deslumbre: un par de chuchos, grandes, bellísimos, de la raza xoloitzcuintle. Entiendo que hay chuchos provenientes de otros países, pero en mis clases de historia de la primaria, con el maestro Beto, en la Matías de Córdova, vi una ilustración en el libro donde aparecían dos de esos chuchos en el gran mercado al aire libre de Tlatelolco, en época prehispánica. La imagen del libro apareció de inmediato cuando caminaba rumbo a la casa de Dolores, en medio del gran jardín. ¡Qué belleza de animales, qué dignidad! Esbeltos, los rayos del sol rebotaban en sus pieles sin pelos. ¿Mirás? ¡Sin pelos! La mayoría de chuchos que conozco tiene pelos. La Pigo (la perrita de la casa) tiene pelos de más, porque no la llevamos a la estética chucheril y a veces hasta su carita está como detrás de una maraña maravillosa. Pero los chuchos del Museo Dolores Olmedo estaban como recién rasurados. Hay una clase de gatos que también no tiene pelos, esos gatos no me gustan; en cambio, los chuchos xoloitzcuintle son bellísimos. Basta escuchar el nombre para saber que son auténticamente mexicanos. ¿Será así? Tal vez digo una bobera, pero el nombre sí es náhuatl. Ahora busqué en el Internet: xólotl era el dios del juego de pelota y también el patrón de los brujos. ¡Pucha! Qué mezcla tan maravillosa. Pues ahora puedo decir que eso fue lo que me impactó a la hora que recorrí la entrada: los dos chuchos estaban como en un gran patio de juego y tenían la dignidad de espíritus especiales. Si me preguntás ahora no sé bien a bien quién fue Dolores Olmedo, sé que fue gran coleccionista de obras de arte, parece que tenía mucha paga, y fue amiga del sapo Diego Rivera, porque ya adentro del museo me topé con un gran cuadro donde Diego pintó a Dolores. Ah, qué pintura tan fastuosa. Diego la pintó de frente, pero el cuadro tiene mucho movimiento, porque Lola sostiene un canasto lleno de frutas en la mano izquierda y la derecha sostiene la falda de un traje oaxaqueño, ese movimiento de brazos hace que la pintura esté llena de un ritmo fascinante, emotivo, seductor. Ahí está Lola, con su piel color xoloitzcuintle. Ya te comenté en una ocasión que eso fue después de recibir el impacto de ver grabados de Angelina Beloff, quien fue pareja de Diego, en Francia y de cuya relación nos enteramos en una novelilla escrita por la Poniatowska, una novelilla genial. El libro se llama “Querido Diego, te abraza Quiela”. La Pony (nada pendeja) usa el género epistolar para dar a conocer la historia. En una serie de cartas, Angelina transmite su sentimiento al maldoso de Diego. Y mirá lo que es la vida, me deslumbró el cuadro de Dolores pintado por Diego, así como me deslumbra el cuadro que le pintó a la famosa Silvia Pinal, pero, minutos después, me decepcionó el genial sapo, el gran muralista mexicano, al estar frente a una serie de paisajes pintados por él. Parecían pinturitas hechas por cualquier aprendiz. Posdata: esto fue lo que a Rocío le conté. Mi experiencia había sido fascinante. Me deslumbré ante la dignidad de los chuchos en el jardín, sobre todo porque de inmediato recordé la ilustración del libro de historia que llevé en primaria. Ese rayo de luz que hizo que, desde Xochimilco, en la gran Ciudad de México, fuera en chinga al salón de la Matías, en Comitán, me fascinó. Siempre llama mi atención esa capacidad que tenemos los humanos. Esos chuchos del museo eran descendientes directos de los chuchos del mercado de Tlatelolco, eran sobrevivientes magníficos a la conquista española, sobrevivientes hermosos como lo es la lengua náhuatl, como lo son las lenguas que escuchamos en nuestro pueblo: el tzotzil y el tojolabal. Xoloitzcuintle, ah, qué nombre tan sonoro, tan elegante para designar a un chucho bellísimo, sin pelo, lisito. Ganas me dieron de acariciarlos, pero mi temor me detuvo. Mi miedo fue más intenso. Por eso digo que viví una emoción indescriptible, fui seducido por la belleza y me paralizó un terror infantil. ¡Tzatz Comitán!