lunes, 15 de febrero de 2010

UN DÍA, JAIME



López oyó en la radio que Jaime Sabines estaría esa tarde en la cantina fulana de tal. López se asomó por debajo del auto que arreglaba y le dijo a Pancho Pitirijas que le subiera el volumen: “…y leerá el más nombrado de sus poemas”, alcanzó a escuchar la colita de la noticia ¿El más nombrado de sus poemas había dicho el locutor? Debe ser el de “Los Amorosos”, pensó López, mientras se limpiaba la grasa de las manos con una franela, más negra que roja.
Al tal López le gusta el poema de “Los Amorosos”, también le gusta el de “La Tía Chofi”. Si alguien le preguntara no podría decir en qué momento se topó con la poesía de Sabines. En su lugar de trabajo sus compañeros no leen. Si acaso el Pitirijas lee revistas con monitos. Sólo López lee libros de “puras letras” y, quién lo diría, ¡poesía!
“¿Es el mismo que es gobernador de Chiapas?”, le preguntó el Piritijas a López. Éste le explicó que el poeta Sabines era otro, que ya estaba muerto. “Entonces, ¿para qué vas a ir la cantina?”, dijo el Pitirijas, mientras buscaba una sevillana de tres cuartos para apretar la tuerca de una pieza del Datsun que estaba sobre el foso del cambio de aceite.
¿Para qué voy?, pensó López, mientras se quitaba el overol de mezclilla lleno de lamparones. Se lavó el cabello en una palangana, se echó gel y se peinó ante el espejo quebrado que colgaba de la pieza de madera que servía de oficina del taller. ¿Para qué iba si a la Lucía no le gustaba la poesía y, en los últimos tiempos, ella era como el aceite para su motor? A Lucía le gustaba ir al parque de la marimba y sentarse a ver a las parejas que ahí bailan, mientras sus pies se mueven como si tuviesen mal de parkinson.
¿Para qué López se untó gel en su cabello, arregló el cuello de su camisa y se puso desodorante Axe en ambas axilas?
“Nos vemos”, dijo y golpeó afectuosamente la espalda del Pitirijas. Éste dijo: “¡Sábanas!”, y luego chifló como si fuera un globo desinflándose.
¿Para qué iba?, pensó mientras le hacía la parada a la combi. Tal vez iba porque aún cuando Jaime ya está muerto, bien muerto, esa noche estaría ahí en la cantina, en medio de las mesas llenas de chavos con tatuajes, con aretes en las orejas y en otras partes del cuerpo; en medio de esa niebla de humo de cigarro y de otras esencias; en medio de la música de la Santanera y de la muchacha con la minifalda color fushia untada al cuerpo. Jaime estaría ahí diciendo con su voz de macho trasnochado los versos aquellos de “…los amorosos juegan a coger el agua…” Porque esa es la magia del tal Sabines, el cabrón, aunque está bien muerto, está vivo a cada rato del día, en los lugares más insospechados.
A eso iba López. Porque su mamá no es como Sabines. Por más que la ha buscado desde hace catorce años, nunca la ha hallado, ni en la cantina, ni en el mercado, ni en el cuarto oscuro y húmedo donde habita. La convoca, pero ella no se asoma ni por asomo. En cambio el Jaime está en medio de las páginas de ese libro todo lleno de aceite que tiene debajo de la mesa del taller. El Jaime está más vivo que nunca. ¡Y ahí está a la hora que López entra a la cantina! ¡Está en las piernas de esa mesera que se le acerca y huele a perfume barato! ¡Está en el hombre que sube a un estrado en penumbra que hace las veces de escenario! ¡Ahí está! Porque ahora, el maestro de ceremonias parado en un extremo anuncia: “Para la cantina fulana de tal es un honor contar esta noche con el poeta mayor de Chiapas: Jaime Sabines”, y extiende el brazo que señala al hombre que deja el bastón a un lado, abre un libro y comienza a leer: “Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi…” y la audiencia hace un silencio que aterra porque está en una cantina y parece que estuviera en el Palacio de Bellas Artes o en un monasterio donde el milagro de la vida y de la muerte se despliega. Y Jaime lee, mientras el cañón de luz lo ilumina dejando todo lo demás en penumbra.