lunes, 15 de marzo de 2010

LOS HOMBRES MÁS CULTOS DE COMITÁN


Con un abrazo para Javier y su banda.



Este grupo está conformado por hombres que se reúnen todos los días en el café de la Casa de la Cultura. Por las mañanas o por las tardes, se apoltronan bien sabroso, se reclinan sobre la pared de la Casa de la Cultura y miran cómo pasa la vida frente a ellos. Digo, estar tanto tiempo en ese espacio les debe provocar una especie de contagio por ósmosis. La cultura de esa casa los debe empapar como el sudor o como la lluvia.
Este grupo forma el grupo más atrevido de viajeros comitecos. Y ya se sabe aquello de que “los viajes ilustran”.
Todos los medios de transporte tienen su magia, pero ¿cuál es el medio de transporte más enriquecedor? ¿El barco, el avión, el tren? Es maravilloso ver las nubes o el mar junto a uno, pero pienso que el tren es el medio más maravilloso. El avión es demasiado rápido y el barco tiene un bamboleo de maraca que no permite el sosiego. No hablo de la carreta o del auto porque éstos siempre tienen los “pies” muy pegados al suelo. La belleza del viaje es “alzarse” tantito, ¡levitar! El tren tiene un ritmo sosegado. A los compas “cafetómanos” de la Casa de la Cultura los miro como viajeros de tren. Se suben al cabús para mirar el cabús de todas las muchachas bonitas que pasan por ahí.
La ventaja de este grupo es que su tren está sobre durmientes que nunca otorgan pesadillas y que su locomotora no jala ningún tren bala. Su velocidad es la de un colibrí al que le da cierta fiaca mover las alas.
Acá, el ejemplo de Einstein se cumple a cabalidad: no es el tren el que viaja sino el paisaje. Estos hombres miran pasar el pueblo delante de su ventana. Mientras el mundo se mueve, ellos, sobre el tren, también caminan pero en otro tiempo. Sentados, con la carcajada sabrosa, el cigarro entre los dedos y el olor del café, ¡se les va la tarde! ¡Se les va la vida!
Ellos no advierten cómo el sol juega en el horizonte porque están demasiado entretenidos en mirar el movimiento de las hormigas que pasan frente a ellos: las que van a misa; al trabajo; las que regresan de la escuela; las que cargan, como todos los días, una hojita del árbol. Cuando el sol se oculta ellos prenden el quinqué del vagón y siguen jugando el ajedrez de la palabra. Los enroques son frecuentes. Estoy seguro que a veces se preguntan: ¿Qué prisa tienen esos de la calle?, bostezan y vuelven a acomodarse en su poltrona.
A veces paso frente a ellos, los saludo. Ellos suspenden tantito el tema y, generosos, me devuelven el saludo. Dos segundos después ya voy por la esquina y ellos, intuyo, regresan a enhebrar el tema de conversación. El mundo es tan amplio que, estoy seguro, hablan de todo. Hablan de los terremotos de Haití; de las alianzas entre el PRD y el PAN; de que el príncipe tesorero quiere ser el rey presidente de Comitán. Hablan de las nalguitas de la muchacha bonita que pasa en este momento, la del pantalón blanco ajustado con pantaleta color rojo; hablan del Arenillero que ahora los saluda desde la otra banqueta; o hablan del primero que se levanta del grupo. Por esto, cada vez que alguien se baja del tren de la cultura para subirse al tren de la vida dice: “Ahí les dejo mi honra, háganla pedazos”. Los veo divertidos o con cara de seriedad arreglando el mundo. A veces no los entiendo, pienso que pierden su tiempo; pero en otras ocasiones me dan envidia. Debe ser muy sabroso apoltronarse a mirar cómo la tarde juega escondidas. A veces me dan envidia. Quisiera ser como ellos, como ese vapor que sube por una taza de café en medio de la carcajada sin tiempo. A veces los miro como nubes que caminan lento por el cielo o como un caracol que trepa sobre una piedra sin más intención que llegar a la cima y bajar, para comenzar de nuevo.