domingo, 31 de agosto de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA MESA ES EL CENTRO DEL UNIVERSO
Es una mesa con una carpeta de lámina. No es una mesa común. No lo es, porque es una mesa especial para recibir las charolas (también metálicas) que salen del horno. La mesa está colocada en el patio de la casa donde está una panadería de gran tradición en Comitán. ¿Cuántos años tiene la mesa? ¿Cuántos años las charolas? ¿Cuántos años la tradición de esta casa en la manufactura del pan? Es maravilloso pensar cómo, en las tardes, la mesa comienza a llenarse con estas charolas. Imagino, sólo imagino, que esto es como la sala de enfriamiento, antes de que el pan se coloque en los canastos sobre los estantes. La gente que entra a la panadería no reconoce la existencia de esta mesa, mesa que, en lugar de oler al metal y al óxido, huele a pan. Tal vez esta sea la mesa más llena de aromas gratos; tal vez sea así porque cuando un caminante pasa por la panadería lo primero que asoma es el olor a pan. El olor a pan, se sabe, es el aroma que más remueve recuerdos. Los viejos recuerdan el pan que hacía la abuela, los niños también lo recuerdan. Basta imaginar lo que detonó el recuerdo de Marcel Proust para entender cómo escribió esa cascada de palabras que se llama “En busca del tiempo perdido”. Es famosa la parte en donde el protagonista recuerda un episodio de su infancia mientras remoja (“sopea”) una magdalena en el té. Las magdalenas (cuentan quienes saben) son como los panquecitos.
Todos los hombres y mujeres del mundo tienen una cercanía con el pan. Pan y vino fue lo que Jesús repartió la noche de la última cena. Llama la atención cuando alguien, afectuoso, agradece a los amigos haber compartido “la sal”, cuando, tal vez, lo compartido va más allá del mar y se cuela en los campos llenos de trigo. Los enamorados jamás preguntan a las muchachas bonitas “a qué hora van por la sal”, todo mundo pregunta “a qué hora van por el pan”. Y es que una de las costumbres más arraigadas en los pueblos es la de ir por el pan, en la tarde. La gente sale de su casa con una canasta de mimbre, llega a la panadería y elige las diversas variedades. “Acaba de salir del horno”, dice la panadera. “Se vendió como pan caliente”, dice el comerciante que acabó con su mercancía en un santiamén.
En Comitán es costumbre tomar café ¡pero con pan! Los viejos que son como ceibas acostumbran levantarse, preparar el café y tomar éste con una pieza de pan.
En esta fotografía se ven muchas charolas llenas de “pan francés”, pan que sirve para preparar uno de los antojos más cercanos a la identidad de Comitán: el pan compuesto. Tal vez se llama compuesto porque no se come tal como sale del horno, sino que, como si fuese primo hermano de la telera, se parte por la mitad y se rellena con frijol, hebras de carne y picles (que son verduras encurtidas en vinagre). Los mejores panes compuestos del mundo los preparó Tío Tavo. Quienes vivieron los años sesenta y setenta pudieron saborear los panes compuestos de su cantina. La diferencia principal estribó en que estaban “compuestos” con crema y delgadísimas lonjas de chicharrón de hebra.
Las semitas acompañan a los panes franceses. La combinación de aromas es inigualable, como inigualable el matiz que se logra entre ambos colores. Quién sabe en qué momento, estos panes pasan a los canastos y son expuestos en los estantes de madera.
Esta famosa panadería comiteca termina su venta antes de las ocho de la noche. ¡El pan vuela! Vuela porque su aroma está por encima de su sustancia. Mi papá, cuando era niño (una vez lo conté), compraba una semita los domingos, la metía en la bolsa derecha de su chaqueta, con la mano la espolvoreaba, se sentaba en las gradas del parque de San Cristóbal, y comía el polvito poco a poco. Una vez que le pregunté cuál era un recuerdo feliz me dijo que ese. Mi papá, sin ser Proust, también tenía su “magdalena” particular. Debe ser así con todos los hombres y mujeres.
Algunos nombres de panes se prestan a albur. El más solicitado es “concha”, porque esta palabra es un nombre propio, pero en algunos lugares si un hombre pide la concha a una mujer le está pidiendo casi casi la chilindrina. Todo mundo ha comido una rosca y, sin duda, todo mundo se ha hecho ídem.
Acá, en esta fotografía, se ve una mesa, una mesa que pareciera ser síntesis de la parábola bíblica de la repartición de los panes. Hay panes blancos (como si estuviesen encalados) y panes del color de la tierra. De la tierra viene el pan, pero luego adquiere alas y vuela, a las ocho de la noche ya no hay pan.
sábado, 30 de agosto de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO COMITÁN ES MÁS QUE UN REBAÑO DE NUBES
Querida Mariana: antes soñaba con vivir en París; soñaba con caminar en las calles a orilla del Río Sena; soñaba con entrar al Museo d’Orsay, que contiene una serie de pinturas de los Impresionistas, los mismos que un día mandaron a volar los encierros de los “ateliers” (los estudios) y salieron a las calles y al campo a captar el instante de luz.
Antes había soñado con vivir en Florencia, esa maravillosa ciudad Italiana Renacentista. He visto fotografías de las calles de Florencia y he visto que están colmadas de arte. Vas caminando y te topás con esculturas en mármol. Como si fuesen guardianes infinitos hay tres esculturas del “David” que resguardan una plaza. ¿Imaginás el prodigio de caminar por una plaza donde, como si fuesen macollos de margaritas, el arte crece como en maceta?
Estos sueños hicieron que un día pintara mi raya y dejara Comitán. Para ese tiempo ya mis sueños se habían modificado y, en lugar de pretender ir a París o a Florencia (tierra de mis ancestros), encaminé mis pasos a Cuba. Pensé que debía vivir la experiencia histórica que a fines del siglo XX estaba viviendo la isla. (Yo, que odio el calor, decidí llegar a la tierra de Silvio Rodríguez.)
Ya sabés el final de la historia. Di una vuelta por Oaxaca, luego pasé por Xalapa y terminé en Puebla. ¡Ah, Dios!, ni París, ni Florencia, ni Cuba, terminé en Cholula. La ventaja fue conocer a El Memelas, a su sobrina Frida y a dos o tres compas más que resultaron reveladores. Pero algo de frustración se quedó en el dedo izquierdo de mi mano izquierda.
Viví varios años en Puebla. Viví en armonía. Mi casa estaba frente a Ciudad Universitaria, de la Benemérita Universidad de Puebla. Sólo cruzaba el bulevar y entraba al espacio de los campos deportivos con un jardín botánico incluido. Todas las mañanas caminaba por ahí. Mucha gente de la ciudad llega a hacer ejercicio. Yo lo tenía enfrente. Me sentí privilegiado de la mano de Dios. Pero (nunca falta el pero), no había día en que yo no pensara en Comitán y, cuando, por ejemplo, estaba en el maravilloso Centro Histórico de Puebla pensaba en que me gustaría estar en el parque central de nuestro Comitán. ¡Ah, qué tontería! Ya lo han dicho los que saben: no hay peor cosa en la vida que estar con alguien deseando estar con otra persona. A mí me sucedía con ciudades. Estaba en Puebla, pero deseaba estar en Comitán. Mi mamá, casi todas las mañanas, ponía el agua a calentar para hacerme un té. Me sentaba y ella, mientras cortaba las hojas para hacer la infusión, me platicaba su sueño. Siempre ha tenido la capacidad de recordar cada sueño con precisión. Todos sus sueños tenían relación con Comitán, que si la tía Elenita, que si el compadre Temo, que si la casa de mi madrina Clarita, que si el templo de Santo Domingo, que si la cuerda del chupamirto, que si la estrella de Balún. La síntesis de sus sueños era ¡Comitán!
Mi mamá nació en Huixtla, pero cuando se casó llegó a Comitán. La mayor parte de su vida la ha vivido acá. Ella y mi papá (quien nació en San Cristóbal), me enseñaron a amar el lugar donde nací. Fue así porque ellos sólo luz han recibido de este pueblo y de su gente. Lo mismo puedo decir yo. A pesar de que en Comitán, como en cualquier lugar del mundo, hay mucho “echalodo”, el vómito que ellos lanzan no mancha la luz de este maravilloso y generoso pueblo. Por esto, una mañana al Universo le pedí volver a Comitán, lo pedí con todas mis fuerzas y con todas mis esperanzas. Pedí no estar nunca más lejos de estos cielos y de estas calles. Lo pedí con tanta convicción que ¡me fue concedido!
Ya he dicho que millones de personas viven fuera de sus ciudades originales. Algunas lo hacen por necesidad de estudio, de trabajo o de compromiso social; otras lo hacen porque son obligadas (son millones de hombres, mujeres y niños los que son desplazados); y otras más (las menos) lo hacen porque su lugar de nacimiento les queda chico, quieren volar ¡y vuelan! Quienes se van porque el pueblo les queda chico no tienen mayor problema, al llegar al otro territorio lo asumen como propio, se autonombran: ciudadanos del mundo, y se sienten a gusto tanto en la ciudad más bella del mundo como en el pueblo más miserable. Cortan de tajo con su cordón umbilical y con todo lo que dejan atrás. ¡Hacen bien! En caso de comitecos que han volado lejos, muy lejos, y alto, muy alto, se reconoce que han borrado la palabra Comitán de su mente y de su corazón. Rosario Castellanos dice “matamos lo que amamos. / Lo demás no ha estado vivo nunca”. Quien se aleja de Comitán, para siempre, debe talar la ceiba, convertir en páramo su territorio florido. Dejan el vaso sin gota de temperante y vuelven a llenarlo con nuevas aguas.
Para ellos es muy fácil, pero ¿qué hacen aquéllos que lamentan y padecen no estar en su tierra? ¿Qué hace el hombre cuyas nubes sólo se alimentan de cielos entrañables? La nostalgia es una piedra que se instala en el mero cogote y, poco a poco, provoca la asfixia. Yo estaba en este grupo, en el de los que, como dice la poeta: “me duele si me quedo, pero me muero si me voy”.
Comitán, todo mundo lo sabe, todo mundo lo dice, tiene una magia especial. En los actos celebratorios por el cuadragésimo aniversario del fallecimiento de Rosario Castellanos, un grupo de poetas llegó a nuestro pueblo. Las poetas provenían de varios estados de la república y de Perú y de Colombia. Todas las poetas manifestaron su encanto por estar en tierras comitecas. ¿En qué consiste ese encanto? ¡Son mil detalles! Comitán es un tejido lleno de luz. Mi amigo y maestro, el periodista Enrique García Cuéllar, escribió el otro día acerca de las bondades de la ciudad de San Cristóbal y de Comitán. ¿Leíste lo que escribió acerca de nuestro pueblo? Él dijo que “Comitán (es) una de las ciudades más limpias del país, atractiva, misteriosa, con el reflejo de la luna en sus calles recién llovidas”. ¿Mirás qué prodigio?
Vos, igual que yo, has conocido gente que llega a este pueblo y se enamora de él. Lamenta despedirse, anhela regresar. ¿Cuál es el encanto? Uy, no nos alcanzaría la vida para enumerar todas sus bondades. La palabra holística está de moda. Lo holístico se refiere a un Todo armónico. Bien, pues la belleza de Comitán radica en su Todo, cada componente es esencial. Cuando la Secretaria de Turismo vino a esta ciudad para entregar el nombramiento de Pueblo Mágico a las autoridades y al pueblo hizo énfasis en que la magia radicaba, sobre todo, en su gente. Todos los comitecos son el haz de luz que da un carácter único a este pueblo. A su gente, sumale las subidas, las bajadas, los balcones, las puertas, los jardines, los zaguanes, el pan compuesto, el turulete, la mistela, los chorros de la Pila, sus cielos, sus nubes, sus ancolines, su bulevar, sus portales, su aire (el aire que tanto alabó Sabines, el poeta), sus cenzontles, sus historias, sus anécdotas picarescas, las rosquillas chujas, el bordado de las camisas tojolabales, el africano, las paletas de chimbo, el Junchavín, el chile al pastor, las tardes en el parque escuchando marimba, el cantadito de las voces en el mercado, la tranquilidad del interior de sus templos, el árbol de tenocté, sus muchachas bonitas (¡ah, sus muchachas bonitas!), la ciénaga, el río grande, San Caralampio y sus milagros, el repique de las seis de la tarde, el aroma del café. ¡No, no, no alcanza la vida para hacer la relación de hilos de luz que conforma el bordado comiteco! ¿Cuál es la magia del pueblo? ¡Es su Todo! Por esto, los comitecos que vivimos acá debemos cuidar, como imagen de niño Dios, cada elemento de ese Todo. Que ninguna fachada de casa antigua se pierda, que ningún trazo de jardín auténtico se quede sin sus colas de quetzal. Hoy, más que nunca, los comitecos debemos tener conciencia del pueblo mágico que nos tocó vivir y que nos toca preservar. Nadie quiere que este pueblo se convierta en una mala copia de un pueblo ajeno. Comitán es grande porque grande es su gente y grandes sus elementos.
Cientos de personas se han quedado a vivir en Comitán. Quedaron extasiados con sus cielos cuando los conocieron y decidieron sembrar sus árboles y sus hijos acá, en esta tierra prodigiosa. Comitán ha crecido. Su entorno cambia. Lo que no debemos permitir es que cambie su esencia. Si esto sucediera nos quedaríamos sin identidad.
A raíz de que Comitán recibió el nombramiento de pueblo mágico mucha gente cuestionó la ventaja de dicho honor. En el país existen menos de noventa pueblos mágicos. En Chiapas sólo hay tres: San Cristóbal de Las Casas, Chiapa de Corzo y nuestro amado Comitán. ¿Qué ventajas obtenemos con dicho nombramiento? Esto, me explican, es como recibir una franquicia. Cuando la Secretaría de Turismo promociona a nuestro país en el mundo lo hace resaltando su singularidad. Los pueblos mágicos han sido elegidos precisamente porque son únicos. La ciudad de México no es un pueblo mágico. La ciudad de México se convirtió en una ciudad cosmopolita y perdió parte de su identidad. A la par de barrios tradicionales como Coyoacán tiene elementos urbanos que se llaman “exclusivos” y que se confunden porque son como edificaciones de cualquier otra ciudad del mundo. Millones de personas extranjeras ahora mismo están recibiendo información turística de México y están conociendo que en nuestro país existen 83 pueblos mágicos y uno de éstos es, ya lo adivinaste, ¡Comitán! El mundo comienza a enamorarse de Comitán a través de imágenes que vuelan por todos los cielos. Poco a poco, el mundo comenzará a llegar a sorprenderse con esta magia. Acá debe sentirse el amor de cada uno de los comitecos. Todos debemos propugnar porque nuestro pueblo siga teniendo esa magia. No sólo porque significa derrama económica (dolaritos que traen los turistas) sino porque nos permitirá vivir en la ciudad digna, limpia y armoniosa que aún tenemos. Aún podemos vivir en una ciudad hermosa y tranquila. ¿Queremos que esto se convierta en un caos?
Defendamos nuestro modo de hablar, nuestro modo de ser; sigamos comiendo jocotío verde con polvo juan y sigamos gritando, en las noches de bohemia, un soberano y refulgente ¡cotz! Que en las madrugadas, a la hora que sólo el viento recorre las calles como gato y empuja alguna lata vacía, los vecinos se despierten por el murmullo de un grupo de personas que baja una marimba de una camioneta, instala bocinas y micrófonos y comienza a tocar el himno clásico de los comitecos: ¡Comitán!
Los comitecos tenemos muchas virtudes, pero, como los hombres y mujeres de cualquier parte del mundo, también tenemos defectos. Se dice que somos muy chismosos. Bueno esto yo no lo pondría como el gran defecto, sino como una de las virtudes menores. Gracias a esto tenemos la gracia increíble de nuestros contadores de anécdotas. Lo que sí veo como un defecto es cierto complejo, complejo que nos hace despreciar lo nuestro (por considerarlo menor) y anhelar lo otro. ¿Qué es lo otro? Lo otro es la piedrita de cristal que muchos quieren cambiar por el oro que poseemos. A veces, hay gente que considera que lo “extranjero” es lo mejor. No siempre es así. Lo mejor (ya quedó demostrado con el reconocimiento de pueblo mágico) es lo que nos identifica desde siempre. Nuestros modos de ser son únicos. Vivimos en un pueblo (ya lo dijo mi maestro García Cuéllar) “atractivo, misterioso, con el reflejo de la luna en sus calles recién llovidas”. Sí, nuestro Comitán es misterioso y atractivo. Su misterio y su atracción radican en su carácter, en la forma de ser de los comitecos.
Todo mundo que conoce Comitán se enamora de Comitán. Los comitecos amamos nuestro pueblo, pero a veces, nos sentimos confundidos y quisiéramos dar un salto a “la modernidad”. ¡No! Que San Caralampio no permita la confusión. Comitán es grande porque mantenemos la unidad y defendemos cada cacho de nuestro territorio. Que el brillo de la laja (de ese reflejo que habla mi maestro) permanezca por siempre en nuestro corazón, mi niña bonita, mi niña reflejo de luna.
Posdata: ya no sueño con París. ¡Vivo Comitán! Pido al universo, con todas mis fuerzas, vivir acá hasta que muera. Comitán es mi casa, es el centro del universo. Disfruto este pueblo. No hay instante más sublime que ese donde camino por sus calles, en el que bebo sus cielos y, de igual manera, bebo un vaso de jocoatol. Son tan sencillos los aromas, colores y sabores de Comitán que uno puede confundirse y pensar que éste es un pueblo simple. ¡No!, Mariana de mi vida, vivir en este pueblo me permitió conocerte y vos, lo sabés, sos, también, el mejor aroma, color y sabor del universo. Vos sos mi pueblo y hoy, sin decreto oficial de por medio, digo que sos el pueblo mágico que a diario camino, que, a diario, pido regresar una y otra vez, hasta el infinito.
jueves, 28 de agosto de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE NO SE SABE EL LÍMITE ENTRE EL CIELO Y EL CIELO
Se derrama, el cielo se derrama; se derrama sobre los árboles y sobre los tejados. El cielo juega, juega a que es azul, a que tiene nubes y éstas juegan a que son papalotes, a que son niños y se esconden detrás de los pilares de madera.
Se derrama, se derrama el verde en medio de los tejados. Los árboles juegan a que son loros, que son loros enjaulados y sólo sueñan con el vuelo. Juegan, los árboles, a que algún día serán azules en lugar de verdes, juegan a las escondidas y se ocultan detrás de los muros encalados, que son amarillos, que son rojos, que son blancos; blancos como la esperanza que, igual que los cielos e igual que los árboles, también se derrama, se desparrama sobre la tarde.
Se derrama, se derrama la bendición del aire, del aire desparramado, sobre la tarde. Se derrama el oro del trigo que ilumina el cielo, el árbol y el techo lleno de tejas desparramadas.
Ah, el café de las tejas. Ah, la teja café que es la huella del gato a mitad de la noche. Ah, el paso, el paso del aire, de la nube, del vuelo.
Se derrama la vida, a mitad de la tarde. Desde lejos se ve cómo la vida se enreda en la mitad del aire, en la grieta del suelo.
Se derrama el sol, lo hace de manera discreta, como si caminase en puntillas. El sol camina por la calle, por el patio de la casa, en la fronda del árbol, casa del zanate. El sol vuela, vuela imperceptible por el aire, por el aire de esta tarde sosegada.
Se derrama el sueño. Se derrama de rama en rama, de vida en vida. Se derrama, rama en el árbol, rama en el vuelo.
miércoles, 27 de agosto de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA QUE VA A SER TOMADA
Al fondo la vegetación, como si fuese la selva y la fotógrafa y la modelo fuesen dos aves del paraíso. Al frente: la fotógrafa y la modelo. Acá no se aprecia, pero ambas están sobre el contorno de la fuente. Las dos subieron al pretil, apenas un metro, no más. La modelo se sentó sobre el pretil y la fotógrafa se paró encima de él.
Ya se dijo que la altura no rebasa al metro, sin embargo algo conmueve al mundo. De un lado de ellas está el agua de la fuente (no más de un metro de profundidad) y del otro lado el aire y más abajo el piso (ya se dijo, no más de un metro). Pareciera tan sencillo, tan juego de niños.
¿Por qué la fotógrafa decidió ese ángulo para la fotografía? Uno nunca puede responder esta clase de preguntas. Ello pertenece al territorio de lo insondable.
¿Puede un metro de altura o de profundidad hacer la diferencia? ¡Sí! Esta postura permitió que la fotógrafa se parara y la modelo se sentara, permitió la “altura” de foto que acá se ve. Pero, además, permitió reflexionar acerca de ese borde, de esa línea donde la vida camina.
Ambas están como si estuviesen sobre una cuerda de equilibrista. De un lado ¡la profundidad del agua!, del otro lado: ¡el vacío!
De un lado el agua y del otro lado ¡el aire! Ellas están elevadas por un instante.
Llama mi atención que en las fuentes del mundo no hay salvavidas. Se piensa que un metro de profundidad no es peligroso. La gente se ahoga en las albercas ¡no en los chapoteaderos! Sin embargo, a veces pienso que una fuente es una ídem de peligro. Si todas las fuentes fuesen como la de Trevi (la de Roma, que no la de la cantante) no habría problema. Es clásica la escena de la película “La dolce vita”, donde Anita Ekberg se acerca a la “fontana”, se mete en ella, como si fuese una sirena y le dice a Marcello Mastroianni: “Marcello, come here”. Camina por la fuente, porque el agua no le llega más allá de la rodilla. Pero, ¡Dios mío!, las demás fuentes del mundo no son como espejos de agua, casi casi son como dramáticos pozos. ¿Por qué? ¡No lo sé!
Colocarse en un pretil donde por un lado hay agua y por el otro el vacío ¡tiene su riesgo! Cualquiera podrá decir que la fotógrafa y la modelo no corrieron riesgo alguno. ¿Qué riesgo pueden correr dos muchachas bonitas que apenas están un metro por encima del piso? No lo sé. Ya dije que nada sé. Pero, he visto muchachas que caminan por esa cuerda invisible, hacen equilibrio y, de pronto, caen al vacío, vacío que no está más allá de los veinte centímetros del piso. De igual forma he visto a inversionistas y políticos caer hasta el infierno y sólo caminaban dos o tres palmos por encima del suelo.
Algún día alguien podrá ver la fotografía que resultó de este atrevimiento. Ambas, modelo y fotógrafa, se les ve concentradas. La modelo ve al frente y la fotógrafa busca el mejor ángulo. Subieron, cada una lo hizo por su lado. Como siempre es en la vida. Por un lado el agua, por el otro el aire, el aire de Comitán.
lunes, 25 de agosto de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE, EN APARIENCIA, EL ORDEN DE LOS FACTORES NO ALTERA EL PRODUCTO
Es la parte trasera de una combi pasajera. En el cristal se ve parte de la ruta que realiza: Centro – Cedro. En el cintillo inferior una advertencia: “Me ves y sufres”. (Debe referirse al usuario, debe ser la advertencia del mal servicio).
En seguida, el nombre de la institución encargada del servicio. Así, con letra bonita. Un lector desprevenido no se dará cuenta de la errata. Uno nunca sabe si fue error de dedo o error de ortografía. Se suplica al lector que no ponga nada en su corazón por la falta de tilde en la palabra “coalición”. Sí, por el contrario, se pide que ponga atención en la palabra “trasnportistas”. Así le sonó al rotulador, así le sonó a quien dictó el nombre, así les suena el lenguaje. Tal vez por esto, más gente de la que uno presumiera dice “hayga” en lugar de, bueno, ustedes saben.
Debajo del nombre de la coalición viene una serie de números que se antoja como aquella numeración que indica el verdadero valor de “pi”: 3.141592363542928272625209777… Uno piensa si el rotulista se equivocó de la misma manera y cambió la posición de algún número. Un simple mortal no puede advertir la torcedura que puede dar el Universo si un numerito de esos cambia de lugar, con la misma desfachatez con que la ene cambió de lugar por la ese. (Hasta albur se puede volver, porque el “ese” es travieso.)
Para completar la lectura vemos que, con letra roja, como debe ser, está la advertencia de tener Precaución. Se pide que el conductor de atrás vaya con todos sus sentidos alertas. (Ya no se sabe si porque el conductor maneja como “Checo” y se cree en la pista de Le Mans o porque el cambio de transportistas a trasnportistas puede causar un choque intelectual de proporciones inimaginables.
Una direccional indica al conductor de atrás que puede rebasar. Los choferes de combis pasajeras son personas a quienes les gusta ofrecer detalles. Sus vehículos nunca están ausentes de letreros como el de “Me ves y sufres”; también ponen uno que es bien dramático: “Con Dios voy, si no regreso estoy con Él”. ¿Quién, Dios mío, se sube tranquilo a una combi que presagia, de forma tan pesimista, un posible accidente fatal?
Pero, además, a los transportistas les encanta rotular palabras con errores ortográficos. Y uno piensa: ¿qué puede esperarse de un chofer que no pasó de sexto de primaria, con maestro de la sección 40?
Si alguien dijera que también a la palabra Precaución le falta tilde, el cafre brincaría (como carro sobre bache en la carretera de Comitán – La Independencia) y, con las manos en la cintura (cintura de chofer de tráiler), diría que “Ya, chale, si está escribida en mayúsculas y las mayúsculas no se acentúan”. Esto lo dice con la autosuficiencia de un integrante de la Real Academia de la Lengua Española, la que pule, fija y da esplendor.
A veces, cuando veo este tipo de letreros pienso si el orden de los factores no altera el producto. Uno entiende que dos más tres es lo mismo que tres más dos, pero trasnportistas ¿es lo mismo que transportistas? ¿De veras? ¿Es lo mismo Comitán que Comiatn? ¿Cambia algo en el Universo o todo sigue igual, como si nada, como si el mundo pudiese dársele la vuelta como calcetín?
domingo, 24 de agosto de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UNA MOSCATA
No. No está equivocado el título. Alguien dijo que debí escribir mascota y no moscata. Acá está un chucho sobre la plancha de cemento, una plancha agrietada. En el segundo plano una banca de metal, tal vez construida en los propios talleres del Cbtis 108. Al fondo piernas de árboles. Como estos árboles tienen várices usan medias blancas, especiales.
Los árboles varicosos no son novedad. Este tipo de árboles son frecuentes en los bosques de los Lagos de Montebello. Lo novedoso de esta fotografía es el perro, perro que toda la comunidad del Cbtis 108 conoce como “Solovino”. (Se nota que quien le puso el nombre no tuvo que exprimirse el cerebro, como si éste fuese una naranja de Socoltenango.)
Como su nombre lo indica el chucho jaspeado llegó solo. Una tarde, el chucho andaba por el bulevar y vio un edificio lleno de muchachos que jugaban y reían. Recordó sus primeros meses cuando, con sus hermanos chuchos, jugaba rondas en el patio de la casa donde vivían, hasta que su amo los envió a la calle con todo y pulgas. Recordó que le dio mucha tristeza ver cómo su familia se desintegraba. Uno de sus hermanos fue atrapado por un hombre que llevaba una cuerda y el otro fue atrapado en un santiamén por personal de la perrera. Como el lector intuyó los dos hermanos pasaron a mejor vida: el segundo fue sacrificado y el otro, una vez que el chucho “Solovino” pasó por una taquería de esas que ponen en las esquinas reconoció un olor, ¡era su hermano que terminó convertido en carnitas!
Sólo nuestro amigo sobrevivió. Caminó por muchas sendas hasta que halló ese patio lleno de luz. Entró, con timidez entró. Adentro dos muchachos quisieron patearlo, pero un grupo de muchachas lo defendieron. “Pobrecito”, dijeron y fueron a la cafetería y le compraron un par de tacos (por fortuna no eran con carne de chucho, porque se sabe que chucho no come chucho). El perro, que aún no tenía nombre, movió la cola y aceptó los tacos. Tomó el bulto de papel de estraza y se echó al lado de uno de esos árboles de piernas varicosas y disfrutó los tacos. Supo que ahí podía sentirse en un hogar. A la hora de salida vio al grupo de muchachos con mochilas, con risas, les movió la cola y varios, muchos muchachos, lo saludaron, le dijeron adiós, le dijeron hasta mañana. El chucho supo que él era, a partir de ese instante, el vigía. La mañana siguiente, muy temprano, salió del hueco donde pasó la noche, hueco cerca de los talleres de mecánica, y esperó a los muchachos que ya casi casi como si fuera de la familia lo saludaron. A la hora del recreo las muchachas le llevaron dos tacos y un muchacho también le lanzó unas galletas. El chucho movió la cola. Casi casi se sintió parte de la comunidad estudiantil, sólo le faltaba el uniforme gris con azul.
Un día, algún extraño llegó a la escuela, vio al perro y preguntó al conserje qué hacía, y un maestro (o una secretaria) dijo que era la mascota. El visitante, mientras daba su credencial en el módulo de vigilancia, preguntó cómo se llamaba el perro y alguien (nunca se supo quién) dijo que se llamaba “Solovino” y agregó que así le pusieron “porque solo vino”. El visitante caminó un tanto distante de donde estaba el perro. Mientras caminaba con rumbo a la dirección pensó que el nombre no era muy original. Pensó que el nombre hubiese sido original si hubieran jugado con las letras. ¿Por qué no lo llamaron “Nosolovi”? Rio. Rio porque entonces pensó que en lugar de decir que era mascota del Cbtis debían decir que era la moscata, atamosca.
Durante mucho tiempo, el “Solovino” fue el fiel vigía del Cbtis. Cuentan que si algún empleado llegaba en día sábado, la mascota sabía que la jornada de trabajo era de lunes a viernes, por lo que le gruñía y no dejaba entrarlo hasta que el vigilante (persona) llegaba y le decía que se echara. “Solovino” atendía la orden y se echaba, cuando el empleado entraba entonces él movía la cola y volvía a ser el chucho amistoso de siempre.
Pero, cuentan que en los últimos tiempos, “Sólovino” se volvió muy ladrador y alguien dijo que no fuera a ser la de malas y un día mordiera a alguien. La pobre mascota se volvió un problema a resolver casi tan urgente como hallar la incógnita x en la materia del maestro de matemáticas. Hubo una reunión para determinar el futuro del perro. ¿Lo echarían a la calle de nuevo? ¿Volvería a vivir la zozobra de ser un perro de la calle? ¿Dejarían que corriera el riesgo de acabar en una jaula de la perrera o en la panza de algún degustador de tacos callejeros? Una de las afanadoras dijo que no, que no permitiría que “Solovino” volviera a ser de la calle, solicitó permiso para llevarlo a su casa y ahí atenderlo. Todos estuvieran de acuerdo. Así, esta maravillosa mascota del Cbtis cambió su nombre, porque en su nueva casa ya no llegó solo. Ahora se llama luz, se llama esperanza. El espacio de su nueva casa parece ya estar sin grietas.
sábado, 23 de agosto de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AZUL DEL BOLO ES MÁS INTENSO QUE EL ROJO DEL SOBRIO
Querida Mariana: un libro del Dr. Melesio Cárcamo se llama “Cuentos de bolos (sólo para bolos)”. ¿Cuántos libros existen que cuenten cuentos de sobrios? Sin duda hay más cuentos para bolos que para abstemios o para alcohólicos anónimos. Es muy penoso, pero debemos admitir que la vida de los bolos es más intensa que la de los sobrios y aun cuando no existen estadísticas al respecto creo que hay más bolos en el mundo que sobrios. Las estadísticas recientes dicen que en México cada vez se incorporan más mujeres al vicio del trago; es decir, hay más mujeres que tienen vidas con más aventuras. Me da gusto saber que vos no le entrás al trago, pero tal vez conocés muchas amigas que sí le entran con fe y pasión. Vos sos una mujer más plena, porque no necesitás elementos externos para vivir en armonía. En Puebla viví en una colonia que está frente a Ciudad Universitaria. En esa colonia hay varios negocios donde venden cervezas, esos negocios se llenan de estudiantes, los viernes por las tardes y noches. Los viernes era un desfiladero de muchachos rebotando de bolos, por ahí se colaban muchas estudiantes que, de igual manera, iban butules de bolas. No era una imagen agradable, al contrario daba pena ver a las muchachas sosteniéndose en la pared, vomitando, mientras los demás reían. No era una imagen agradable, pero era una imagen muy real, que, según las estadísticas, cada vez es más frecuente. Ahora, las muchachas creen que es un símbolo “nice” beber a la par que los muchachos. En mis tiempos había más hombres bolos que mujeres bolas, ahora las mujeres van bien encarreradas para dar alcance y, si se puede, ganar. Acá en Comitán, me cuentan, también se acrecienta el número de muchachas a quienes les encanta entrarle a la michelada.
Se sabe que los bien portados salen de su chamba el día viernes, llegan a su casa, comen, ayudan a sus hijos a hacer la tarea, van al cine con la familia, cenan taquitos y luego regresan a casa. Los bolos, por el contrario, no llegan a su casa directamente; salen de su chamba, se ponen de acuerdo con los amigos, van a la cantina, piden una caguama con botana, terminan la botana y la caguama, piden otra, luego piden una botella (a consumo), terminan la botella, piden la caminera, luego piden dos más, salen ya medio bien zarazos, van a la zona, piden otra botella y muchachas que los acompañen, bailan, van a un apartado, caminan, ya solos, cada quien por su lado, sin tener idea de dónde están los otros, suben a un taxi y regresan a casa. Al otro día despiertan, como a las diez de la mañana, se sientan en el borde de la cama, se llevan las manos a la cabeza, que sienten a punto de reventar, y se preguntan qué hicieron. Como dicen los clásicos de los años ochenta: ¡se les borró el casete! (los chavos de ahora dirían que se les extravió el USB). El bolo siempre tiene un camino alterno, que es casi decir una vida alterna. El bien portado sólo transita un camino lleno de luz, en cambio el bolo (por decisión propia al principio) camina otras sendas, incluso abre algunas. El bolo, como si fuese el caminante del poema de Machado, que decía que no hay camino ¡se hace camino al andar!, abre veredas en campos llenos de zacate y de mazacuatas. El bolo se atreve por territorios desconocidos, anda en caminos que sobrio jamás andaría. El alcohol cancela la voluntad y el bolo camina en automático. El bolo, además de su casa, tiene otros espacios que los vuelve suyos. El espacio de la cantina ¡es su espacio! El burdel ¡es su espacio! La gente que labora en la cantina o en el burdel lo reconoce como parte de la “familia”. Él llega a la cantina con la misma confianza que llega a su casa. El nombre del cantinero le es familiar y la mesera o mesero lo llaman por su nombre. Hay casos en los que el bolo se sienta y la mesera se acerca y le pregunta: “¿lo de siempre, Licenciado?”.
Si te das cuenta sinteticé ambas historias. Sinteticé más la segunda que la primera, porque la aventura de los bolos no es tan sencilla como lo escribí. Los lectores que son bolencones saben bien a bien de lo que estoy hablando.
¿Y por qué ahora, en lugar de hablar de cosas bellas, hablo de vomitados? Lo hago porque recordé un anuncio que las empresas cerveceras usan con frecuencia: “Nada con exceso, todo con medida”. Este es el lema que dichas empresas emplean para justificar su producto; es decir, para que nadie diga que las cerveceras fabrican toneladas de bolos, nos dicen que la bebida es una bendición de los Dioses, siempre y cuando se consuma con moderación. Y esto no está tan alejado de la verdad, todo mundo sabe que dos o tres tragos ayudan a darle vida a los cuerpecitos de las personas, alimentan la alegría y fomentan la camaradería. Beber un aperitivo es bueno para el cuerpo y para el espíritu, lo que jode al cuerpo y al mismo espíritu es beber en cantidades industriales. La historia de la humanidad consigna la bendición que significan las uvas, el lúpulo, la cebada, el trigo, a la hora de preparar bebidas alcohólicas. En nuestro medio recordamos con gran emoción el orgullo que nos provoca ser tierra del “comiteco”, afamada bebida citada en películas, libros y mil conversaciones. A los viejos se les va la boca y se les ilumina la mirada cada vez que cuentan cómo le daban vuelta a una botella de comiteco y al regresarla a su posición original se hacía un “cordelito” como de perlas, como de esferas luminosas. ¡Ah, y el sabor!, dicen, el sabor era único, un pitutazo de comiteco inflamaba el espíritu.
Te cuento que una vez inicié una serie de escritos autobiográficos. Tal serie tenía la pretensión de dar un testimonio de cómo fue mi niñez, adolescencia y los años vividos ya como adulto. Pensé que para darle forma al testimonio podía hacerlo a través de palabras que definieran conceptos. Por ejemplo: casas. En este caso hablé (bueno, escribí) anécdotas y recuerdos de todas las casas donde viví. Pero, el tema de casas no fue el primero que escribí. El primero que escribí fue el de Cantinas. Y es que muchas tardes las pasé en esos lugares maravillosos donde, de manera privilegiada, están enredados los contrarios: la placidez y la violencia; la alegría y la tristeza; en fin, la guerra y la paz. Es muy conocido ese pergamino donde están las diferentes etapas por las que pasa un bolo, que empieza con el clásico: “te quiero como un hermano”. En ese momento todo es risa y alegría. La botana está en su punto. La mesera, muy sonriente (señorita, le dice todo mundo, con mucho respeto), sirve platillos con camarones secos en caldo de limón y chile güero. Cuando la tarde avanza y la mesa comienza a llenarse de botellas vacías, la botana es despreciada y la mesera (mamacita, le dice todo mundo, con cierta lascivia) ya tiene cara de fastidio y comienza a colocar las sillas con las patas para arriba sobre las mesas con tablero de metal. Quienes llegaron a disfrutar el momento ya se despidieron, ya fueron a su casa. A las cinco y media de la tarde sólo quedan los más bolencones, los que ya, abrazados con el amigo, babeando la camisa del otro, hacen confesiones más íntimas o comienzan a alzar la voz porque ya sacaron a la mesa de la discusión la vez que el compadre no quiso ayudarlos cuando trabajaba en la presidencia. La bolera provoca sueño en algunos y por eso vemos, a más de dos, embrocados sobre la mesa o recargados sobre la silla, con la cabeza para arriba y la boca abierta; a otros, la bolera les calienta el cuerpo y persiguen a la mesera que, con cara de jerga usada, limpia los tableros de las mesas a fin de que estén listos para el día siguiente. Los bolos calenturientos colocan una mano sobre la mesa, con ello logran equilibrio, y, mientras la cabeza va de un lado para otro, como barco en medio de tormenta, tratan de seducir a las meseras, quienes, fastidiadas, pero tolerantes, sonríen a medias o dan un leve empujón al que intenta agarrarles las nalgas.
Pero, mi niña té de lima, lo que me seduce de las cantinas no son los bolos, me seducen las vidas de los cantineros, esos hombres que hacen negocio con los bolos. ¿En qué momento a alguien se le ocurre vivir detrás de una barra? ¿Quién convierte a la preparación de bebidas en su pasión? No hay oficio del mundo más cargado de misterio que el oficio del cantinero. Decime cuál lo supera. ¡Ninguno! Te cuento, en mi adolescencia, junto con los compas, frecuentaba una cantina donde el dueño estaba toda la tarde y parte de la noche detrás de la barra de madera. Su trabajo era estar pendiente de que las mesas fueran atendidas con rapidez, cobrar y poner música. Al lado de la barra había un modular donde colocaba los discos de acetato. Ponía marimba, danzones, pero, sobre todo, una y otra vez escuchaba (y nos hacía escuchar) discos de piano; de un piano que parecía imagen de cine en blanco y negro; un piano que llenaba de humo la atmósfera y hacía que uno se llenara de nostalgia, la misma nostalgia que atenazaba el cuello y el corazón del cantinero. Yo, desde la mesa donde alzábamos las cervezas, lo veía. Veía cómo nos veía. A medida que la tarde avanzaba él se recargaba sobre la barra, ponía los brazos sobre la superficie y la cabeza sobre aquellos. A veces dormitaba, pero un grito, una carcajada o una mentada de madre en voz alta lo alertaba. Siempre pensé en lo que pensaba. Los demás oficios del mundo no permiten elucubraciones tan intensas como las que hace el dueño de un bar, sobre todo cuando el oficiante es como el que te cuento. Nos veía, no hacía otra cosa que vernos. Él era testigo de cómo el alcohol logra la mayor transformación imaginada. Él era testigo de cómo nos íbamos transformando en Hulk, en Frankenstein, en Jorge Negrete, en zopilote, en cuch, en burro, en piedra o en nube. Todos los demás oficios del mundo no tienen este privilegio. El Director de una empresa no advierte tal transformación en sus empleados; quien dirige una cancha de fútbol rápido ¡tampoco! La gente es una y modifica poco su carácter, a veces alguien se enoja de más, pero después de varios minutos vuelve a su estado normal. En cambio, el cantinero es testigo de cómo el bolo se transforma poco a poco, hasta terminar en un ser totalmente diferente. El ejecutivo de traje, que al principio es una persona maravillosa, atenta y respetuosa, termina, en la cantina, retando a los madrazos al que se le pone enfrente y se orina a mitad de la sala.
El cantinero no lo sabe, pero ejerce el mejor oficio del mundo. El pobre de García Márquez (el famoso escritor, Nobel de Literatura) decía que el mejor oficio del mundo lo posee el periodista. Hoy nos damos cuenta que no es así. El oficio del escritor se acerca a la perfección, pero el del cantinero lo supera, porque éste no necesita inventar personajes. El cantinero tiene frente a sí a personajes que, igual que ángeles, poco a poco descienden a los infiernos, y, mientras caminan en medio de enormes piedrones, se convierten en verdaderos demonios.
Los bolos son las personas más valientes del mundo. Algún Dios, en algún momento, los marcó para siempre. Les dijo que conocerían la miseria del mundo, que se atreverían a descender a donde los demás (cobardes) no lo hacen. Les dijo que así como Adán y Eva habitaron el Paraíso, ellos habitarían el Infierno.
Los sobrios jamás conocen el lado oscuro de su espíritu. Se sabe que el hombre está hecho de retales y pegado con la mierda del mundo. Cuando alguien está bolo muestra esas costuras que a simple vista no se ven.
En Comitán decimos que alguien se “engazó” cuando deja de ser él y se convierte en un energúmeno. ¿Cómo el sobrio puede saber quién es en realidad si nunca ha sufrido una transformación propiciada por el trago? Un escritor de historias policiales dice que cualquier ser humano, en condiciones extremas, es capaz de hacer todo, incluso de volverse otro.
Posdata: tiene años que no bebo alcohol, pero adoro las cantinas. Paso por una que está frente a una terminal de combis que van al Triunfo. Esa cantina siempre está llena de clientes. Paso rápido, sólo la he visto por fuera. Veo las mesas casi juntas. Hay mesas con un solo cliente que bebe una cerveza y platica con su soledad; hay otras que están llenas (con cuatro o cinco compas). Me sorprende la cercanía de las mesas, el amontonamiento. En sábados el local está lleno. Cuando alguien se para para ir al sanitario debe chocar con un comensal sentado en la mesa adjunta. Todo es un amontonamiento surrealista. Y sin embargo, cada mesa es como una isla. El de la mesa de enfrente es un vecino, pero es un ilustre desconocido. Tal vez más tarde se convierta en un amigo y termine sentado bebiendo en la otra mesa o, tal vez, se convierta en el clásico cabrón que reclama: “¡Qué me ves!”, y todo termine en tragedia. En las cantinas se enreda, como en ningún otro espacio, la vida con la muerte, la miseria con la alegría, el recato con la sensualidad. Ahí es donde brota todo, es como un nacedero de agua, de agua limpia y de agua llena de caca. Ahí está concentrada la vida, la verdadera vida, la miserable vida.
miércoles, 20 de agosto de 2014
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO
Armando mató al fantasma. La portada del diario del lunes 18 de marzo mostró el siguiente título a ocho columnas: “No pudo más y mató al fantasma de la Casa López”. El vendedor de la esquina agotó todos los ejemplares. A las ocho de la mañana con veinte fue por más periódicos, pero en la distribuidora le dijeron que la edición se había agotado. Todas las personas de Comitán sabían la historia del fantasma de la casa de Armando, así que cuando vieron el titular del periódico corrieron a adquirirlo. En el puesto de Nelo la gente, incluso, hizo fila y los últimos patalearon y exigieron un mejor trato cuando hallaron que no habían alcanzado periódico. Algunos pidieron prestado el periódico al vecino y fueron a sacar fotocopia al reportaje.
Por lo regular, todas las noches, desde tiempo inmemorial, la gente que pasaba por la calle se detenía frente al balcón de la Casa López porque la sombra caminaba, justo a las diez con doce minutos de la noche, del baño hacia la cocina. La sombra caminaba con parsimonia, como si lo hiciese en cámara lenta, un tanto encorvada, con ayuda del bastón. El tranvía turístico hacía una pausa en su recorrido y a la hora que el fantasma aparecía el guía informaba: “Ustedes están presenciando el recorrido que hace el fantasma todas las noches” y los turistas accionaban sus cámaras y exclamaban asombro, acodados sobre la baranda del camión. Armando contaba, a los periodistas que lo entrevistaban, que desde niño había convivido con el fantasma. Según la versión de la abuela, el fantasma era el espíritu de tío Cleofas que murió una noche que se bañaba y resbaló en la tina. Los parientes hallaron el cuerpo del tío hasta la mañana siguiente, dicen que estaba bocabajo como un sapo, con los brazos extendidos. Los parientes llegaron, como lo hacían todas las mañanas en que le llevaban el desayuno, y tocaron la campana, pero nadie salió a abrir, entonces brincaron la barda, quebraron un cristal de la ventana de la sala y hallaron, en la mesa de la cocina, una taza de café frío y dos panes franceses al lado de una mantequillera. Buscaron al tío en la habitación y luego fueron al baño, abrieron la puerta y vieron el culo del tío como una enorme isla partida en dos. Por eso el fantasma se aparecía por la ventana, iba al baño y luego se deslizaba hacia la cocina, como para cumplir el ritual de la cena que su muerte dejó inconcluso.
La nota decía que la noche del 17, después de tomar una botella de ron, Armando (“joven estudiante de la universidad”) tomó un soplete, se colocó detrás de la puerta del baño y cuando el fantasma, como lo hacía todas las noches, se coló por la ventana de la sala (“con los brazos extendidos, como buscando su café con pan”), Armando salió y, loco, como si fuese un combatiente de Vietnam, fumigó al fantasma. Éste se hizo para atrás, en intento de esfumarse por donde había llegado, pero el fuego modificó la constitución de su ser y se topó con la pared, casi casi como si fuese un humano. Armando no dejó de accionar el gatillo del soplete que, como llave de agua, vomitó fuego por borbotones. El fantasma se consumió. Sólo una pizca de ceniza quedó, como si alguien hubiese tirado la ceniza de un cigarro. Para evitar que el fantasma recuperara su condición original, Armando, con una escobetilla, reunió la ceniza y la aventó en el fuego de la chimenea. Ahí, el fantasma del tío Cleofas se consumió íntegro. El pueblo se enteró de la desaparición del fantasma la noche siguiente cuando los turistas del tranvía se quedaron esperando la visión. Al otro día, el dueño del tranvía (quien tenía un contrato firmado y pagaba dos mil pesos mensuales a Armando) fue a reclamar. Armando abrió la puerta y dijo: “Ya, ya, no me diga nada, acá está su dinero. Mi tío no volverá a aparecer, porque anoche lo quemé”. Más tarde llegaron los periodistas e incluso la autoridad municipal. Armando los invitó a pasar y les señaló la boca de la chimenea: “Ahí está su pinche fantasma. Hagan de él lo que quieran”. El jefe de la policía ordenó a un subalterno a que recogiera la ceniza, por ver si se podía hacer algo con “el cadáver”.
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (II)
Eso fue lo que el periódico narró. El periódico completaba la nota con la descripción del entorno, una camisa sucia tirada en el piso y una botella de ron (“él jamás había probado alcohol en su vida”) y una pregunta que Armando, se supone, hizo al fantasma antes de desaparecerlo: ¿por qué él y no su abuelo Ramiro tenía el privilegio de seguir
Como ya se dijo, Armando convivió con el fantasma desde niño. Nunca le tuvo miedo. La primera vez que supo de su presencia jugaba carritos en el piso de la sala, al lado de su abuela que tejía una chambrita. Escuchó un ruido como de serpiente deslizándose en la arena, volvió la mirada y vio al fantasma que cruzó el cristal de la ventana sin mayor dificultad. “Ay, ¿por qué a esta hora?”, dijo la abuela, sin percatarse que el nieto estaba presente. El fantasma pasó frente a ellos, sin verlos y se dirigió directamente al baño, cruzó la puerta y, un minuto después, regresó por donde se había extraviado y fue hacia la cocina. El niño se levantó y preguntó a la abuela: “¿Por qué el señor es tan blanco, abuela?”. Hasta entonces la abuela cayó en cuenta de que el niño había presenciado todo. Dejó el tejido sobre la mesa circular, se paró y abrazó al nieto. No podía ocultar lo evidente, no podía mentir, no podía seguir negando la presencia del fantasma. “Es tu tío Cleofas -dijo-, es el fantasma de tu tío”. Así, con el niño envuelto en sus brazos, esperó que él preguntara ¿qué es un fantasma?, pero el niño no lo hizo. “Ah, bueno”, dijo el niño y se separó del abrazo de la abuela y se hincó de nuevo y siguió jugando carritos.
El fantasma nunca regresaba por el mismo sitio. En la cocina se evaporaba, como si fuese agua hirviendo y no volvía sino hasta la noche siguiente.
El periódico tampoco dijo que el fantasma y Armando, en los últimos tiempos, conversaban. La primera vez fue una noche en que Armando, ya estudiante del primer semestre de la Universidad, fue a la cocina y halló al fantasma a punto de esfumarse, era apenas como un hilo de humo. “Ay, tío, ¿por qué te vas tan pronto?”, dijo Armando, lo dijo como cuando alguien habla con un gato echado sobre el sofá, seguro que la pregunta no hallará respuesta. “Me voy porque acá nadie me ofrece una taza de café”, fue la respuesta que hizo que Armando sintiera una mano helada recorrer todo su cuerpo. ¡Dios mío -pensó Armando- el fantasma me respondió! Lo había hecho con una voz venida más allá de lo humano. Armando, entonces, venció el miedo y la próxima tarde fue a la cocina y, previendo la hora que llegaría el tío, calentó café y preparó una taza y dos panes franceses al lado de una mantequillera; luego fue a la cochera, sacó la bicicleta y fue a dar una vuelta, fue a hacer tiempo. Cuando regresó, dejó la bicicleta sobre la banqueta y entró corriendo a la casa. En la cocina halló que la taza de café estaba a la mitad, el cuchillo tenía rastros de mantequilla y uno de los panes había desaparecido. Había unas migas sobre la mesa. ¡El fantasma había tomado café y comido uno de los panes! Tal vez se había sentado, pensó Armando. Al día siguiente hizo lo mismo y así durante varias tardes más. Probó y descubrió los gustos del fantasma. El café lo terminaba cuando estaba endulzado con panela y no dejaba rastro de pan cuando, al lado de la mantequillera, había un poco de mermelada de fresa.
La tarde del uno de enero, Armando se atrevió. Sacó un poco de pavo del refrigerador, lo sirvió en un plato y se sentó a comerlo. Lo hizo a la hora que el tío, regularmente, llegaba a casa y “entraba” a través de la ventana. Adoptó una pose casual, como si fuese un papá inquieto por la llegada del hijo a medianoche, como no esperándolo, como si de pronto, en pijama, le hubiese dado un golpe de hambre y hubiera abierto el refrigerador para comer algo y, ¡oh, casualidad!, a la hora que el hijo entraba lo hallara ahí sentado a la mesa. El fantasma entró, después de cruzar la puerta del baño y se sentó frente a la taza de café humeante. Armando, con la vista agachada, siguió comiendo el trozo de pavo. Mascaba cada bocado con cuidado, apenas si abría la boca. Tenía la certeza de que en cualquier momento el fantasma hablaría. Lo sentía en el ambiente, que era como un cuchillo a punto de cortar el aire. “Han cambiado los tiempos. El café de antes era mejor”, dijo, por fin, el tío. Cuando lo dijo, un halo helado alcanzó el cuerpo de Armando, quien no pudo evitar cimbrarse. Un aroma de frutas podridas salió de la boca del fantasma e invadió toda la cocina. Armando se recuperó de inmediato, levantó la mirada y dijo: “Mañana tendré café de Córdova, de Veracruz, es el mejor”. El fantasma dejó la taza sobre la mesa y comenzó a desvanecerse, antes de convertirse en nada dijo: “Eso espero, Armando, eso espero”. Armando sonrió. A partir de ahí el fantasma comenzó a dejarse querer. Ya la abuela había muerto. Conforme el trato fue haciéndose más cercano, las intimidades y confidencias poco a poco se intensificaron. Llegó el momento en que Armando, entre sorbo y sorbo de café, comenzó a preguntar las dudas que todo mundo se hace con respecto al más allá. ¿En dónde permanecía? ¿Por qué seguía vagando por esas estancias? ¿De verdad era un alma en pena? ¿Podía hacer algo para darle sosiego a su espíritu? ¿Por qué algunas personas seguían vagando como fantasmas y otras no? ¿En dónde estaba la abuela? ¿En dónde su querido abuelo Ramiro? ¿Había café en la otra dimensión? El fantasma, fumando un puro, acompañado con una copa de coñac, sentado en una mecedora y ya con una bata de toalla, a cuadros verdes y blancos, dio respuesta puntual a cada una de las interrogantes. Cuando Armando se dio cuenta del legado maravilloso que tenía en las manos buscó la cámara de video y la instaló en un sofá, debajo de cojines. Después de la primera grabación, y cuando ya el fantasma se había ido, Armando la proyectó sobre una pared y sucedió lo que todo mundo sabía: la voz era un mensaje indescifrable, como si mil gallinas cacaraquearan al mismo tiempo. El fantasma no aparecía en el video, todo era un mero vacío. (Continuará).
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (III)
Una noche después, a la hora del segundo café y mientras el tío veía el partido de fútbol en la tele, Armando se acercó y le pidió por favor que escribiera “dos o tres líneas, tío”. “Pero qué quieres que escriba”, preguntó el fantasma, y Armando dijo que repitiera lo que ya había dicho acerca de por qué algunos muertos vagan de un lado para otro, sin sosiego. El tío tomó la pluma que Armando le acercó y comenzó a escribir sobre la hoja. Lo hizo con trazos exactos de letra manuscrita. El fantasma terminó, subió los pies a la mesa de centro, abrió una cerveza en bote y siguió viendo el partido. De vez en vez bajaba los pies, se paraba y gritaba: “Mándala al centro. Vertical. Avancen de manera vertical”. Cuando el partido concluyó, el fantasma se despidió y desapareció. Armando se acercó a la mesa y vio la hoja manuscrita, la tomó entre sus manos y llevó éstas a su pecho. ¡Era una prueba irrefutable! Pero, apenas lo pensó, la hoja se deshizo entre sus manos. ¡Mierda!, dijo, no hay una sola prueba de la existencia. Igual que sucedió con Jesús, todo lo que escriben los fantasmas ¡desaparece! Jesús escribió sobre la arena, los fantasmas escriben, al parecer, en el aire. Ellos mismos son el aire. Fue entonces, cuando, según el periódico, pensó en eliminarlo con algún elemento. Pensó que si el tío Celso había muerto ahogado, el elemento agua estaba descartado. ¿Cómo se eliminan los fantasmas? ¿Con tierra? No, con tierra se desaparecen a los muertos. ¿Con aire? No, porque los fantasmas, ya se dijo, son aire y se sabe que perro no come perro. ¿Qué quedaba? ¡El fuego! El fuego purifica. Se sabe que en la India no existen fantasmas, debe ser porque allá incineran los cuerpos a orillas del Ganges.
De acuerdo con la narración del periódico, la noche de su desintegración, Armando tomó una botella de ron, cuando resulta inverosímil, porque ahí mismo se consigna que él jamás había probado una gota de alcohol. Sin duda que el periodista lo escribió para justificar la acción de Armando. En realidad, esa tarde (porque fue en la tarde) el fantasma se sirvió el último trago, colocó un par de hielos en el vaso y dejó vacía la botella, todavía le dio unos ligeros golpes en el culo para que no quedara una sola gota. “Sé que estás pensando en desaparecerme”, dijo el fantasma: “Está bien, ya estoy cansado de esta rutina. De toda mi vida fantasmal, sólo estos últimos tiempos, a tu lado, me han sido placenteros”. Y el fantasma contó cómo todo era pasar paredes de un lado a otro sin sentido. Al principio, lo admitía, había sido interesante la rutina, incluso emocionante. La primera vez que se presentó en la casa, la abuela quedó tan blanca como él, ella se desvaneció sobre la mecedora, tiró su bordado y fue necesario llamar al médico de la casa, quien llegó con su maletín negro y sacó su estetoscopio y dijo que el shock había sido producto de una fuerte impresión. La abuela quedó sin habla por dos o tres días y se negó a que la llevaran a la sala. Pero, cuando la abuela se acostumbró a la presencia del fantasma, éste pasó a ser como el gato o como el canario que sólo de vez en vez se acuerdan de él y le dan un poco de alpiste. Al fantasma jamás le sirvieron un plato de alpiste, menos una taza de café. “Está bien, desaparéceme, ya estoy cansado de esta vida de mierda”. “No, no, en realidad, yo…”, dijo Armando, pero el fantasma lo interrumpió: “No lo niegues, todo lo sé, porque los fantasmas podemos saber el pensamiento de cada hombre”. “En realidad, tío…”, intentó justificarse Armando, pero el fantasma volvió a interrumpirlo, con voz alta dijo: “con una chingada, yo no soy tu tío”. “¿Cómo?, preguntó Armando, entonces, ¿quién eres?”. El fantasma se sentó, sopeó un pan en el café y, con voz lenta y cálida, dijo: “Soy tu abuelo, hijo”. “¡No!”, dijo Armando. “¿Cómo que no? ¿Quieres que te dé una prueba?”.
El lector inteligente ya intuyó el final de la historia (continuará. Próxima entrega final).
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (IV y última parte)
La portada del diario del 18 de julio (justo cuatro meses después de la nota de la desaparición) señaló, a ocho columnas: “Revivió el fantasma de la Casa López”. Contó que el tranvía se estacionó frente a la casa y los turistas vieron (a las diez con doce minutos de la noche) cómo un fantasma se desplazó y entró por la ventana. Decenas de aplausos brotaron y no faltó la mujer de edad que se desvaneció sobre el asiento. El periódico contó que las leyes sobrenaturales estaban por encima de la comprensión de la realidad. El fantasma había ¡regresado de ultratumba! Al otro día una multitud se agolpó frente a la Casa López. Armando salió al balcón, a las diez de la noche, levantó las manos como si fuese Moisés y apaciguara el mar y dijo que Comitán, de nuevo, tenía un gran atractivo turístico. Los pobladores aplaudieron, alguien accionó una matraca. Armando dijo que el fantasma había vuelto y se quedaría para siempre. De nuevo los aplausos brotaron como cascada.
El pueblo regresó a su rutina. Sólo en el interior de la casa se supo la verdad.
La noche del domingo 17 de marzo, Armando supo que su corazonada no andaba equivocada, el fantasma era su abuelo. Armando colocó una silla al lado del fantasma y recibió mil y una pruebas de que el ente era quien decía. “No te vayas”, dijo Armando y abrazó al fantasma, en realidad abrazó al aire, pero éste lo sintió cálido, como nube de geiser. Acá se dio una típica escena cursi entre abuelo y nieto (en realidad era una escena inusual, porque no es común que los fantasmas abuelos se reúnan con sus hijos vivientes). Al final, el fantasma reiteró lo que ya había dicho, los últimos tiempos, al lado del nieto, habían sido los únicos importantes de su rutinaria “vida” y, con voz de actor de telenovela, se quejó del poco caso que le hacían los de casa y dijo lo obvio, que recibía más atención por parte de los turistas que de sus propios familiares, “con decir que tu abuela me confundió, con eso te digo todo”. Armando supo que esto había sido así porque el abuelo nunca respondió a las preguntas de la abuela, pero nada dijo, porque no quería terminar con el encanto del instante. “¿Te quedas?”, preguntó Armando y el fantasma dijo que sí. “Sólo hay una cosa que me disgusta”, dijo y explicó que estaba hasta la madre (así lo dijo) de los turistas. ¿Podía quedarse en casa y dar por terminado el espectáculo tan desagradable? Sí, dijo Armando, claro que sí. Entonces se le ocurrió inventar la historia que contó al periódico. Del 18 de marzo al 17 de julio todo transcurrió de manera armoniosa. El abuelo volvió a ocupar su cuarto, Armando procuró que siempre estuviese limpio, porque intuyó que en el más allá, los fantasmas no se ocupan de minucias higiénicas. Todas las mañanas le preparaba el desayuno y lo llevaba al cuarto. El fantasma salía del baño y decía que el agua había estado excelente, pero Armando sabía que todo era una manera de procurar hacerlo sentir bien, porque pronto se dio cuenta que los fantasmas no se bañan.
Esta es la historia real y ahora doy por terminado el texto.
Perdón, perdón, algún lector avieso debe estarse preguntando qué sucedió con el encabezado del regreso del fantasma que publicó el periódico el 18 de julio. Perdón, ya dije que todo fue armonioso hasta ese día. La noche del 18, un fantasma se apareció por la casa, sin aviso previo entró por la ventana e hizo el mismo recorrido que realizaba el fantasma del “tío Cleofas”. Armando y el abuelo no se dieron cuenta del instante en que sucedió porque cenaban en la cocina. El fantasma se escabulló por la ventana, pasó por la sala, fue al baño y luego entró a la cocina. Armando sintió un viento helado y miró hacia la puerta y vio la imagen del fantasma. No dudó. Supo que el fantasma era su abuela. “¡Elena!”, exclamó el abuelo, pero el fantasma pasó sin verlos, junto a la estufa se detuvo y a punto de la desaparición dijo: “Cleofas, ¿qué haces acá?”. Armando supo que el fantasma de la abuela padecía Alzheimer.
Actualmente todo es pura rutina. El fantasma de la abuela se presenta puntual, los turistas aplauden y toman fotos. Sólo lo que sucede en el interior de la casa es novedoso, porque, aunque el lector no lo advierta al ciento por ciento, no en todas las casas del mundo se da la convivencia cotidiana entre un nieto vivo y un abuelo fantasma. A veces salen al patio y juegan con las preguntas; a veces Armando le pregunta al abuelo qué sucederá cuando él muera. ¿Se convertirá en fantasma también? ¿Seguirán “viéndose”? Armando, en los últimos tiempos deja una taza de café endulzado con panela para la abuela. La otra mañana encontró la taza a la mitad. Es posible que un día de éstos también la abuela se siente a la mesa y todo vuelva a ser como era cuando Armando tenía seis años; tal vez un día la abuela reconozca en el “tío Cleofas” al fantasma del abuelo y vuelva a tejerle una bufanda de cuadros azules y amarillos. Mientras tanto, Armando goza de la compañía del abuelo, le pide que le cuente cuentos y el abuelo prende un puro y cuenta el cuento del fantasma que se aparecía todas las noches en una casa de Comitán que era conocida con el nombre de la Casa Anzueto.
lunes, 18 de agosto de 2014
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO
Armando mató al fantasma. La portada del diario del lunes 18 de marzo mostró el siguiente título a ocho columnas: “No pudo más y mató al fantasma de la Casa López”. El vendedor de la esquina agotó todos los ejemplares. A las ocho de la mañana con veinte fue por más periódicos, pero en la distribuidora le dijeron que la edición se había agotado. Todas las personas de Comitán sabían la historia del fantasma de la casa de Armando, así que cuando vieron el titular del periódico corrieron a adquirirlo. En el puesto de Nelo la gente, incluso, hizo fila y los últimos patalearon y exigieron un mejor trato cuando hallaron que no habían alcanzado periódico. Algunos pidieron prestado el periódico al vecino y fueron a sacar fotocopia al reportaje.
Por lo regular, todas las noches, desde tiempo inmemorial, la gente que pasaba por la calle se detenía frente al balcón de la Casa López porque la sombra caminaba, justo a las diez con doce minutos de la noche, del baño hacia la cocina. La sombra caminaba con parsimonia, como si lo hiciese en cámara lenta, un tanto encorvada, con ayuda del bastón. El tranvía turístico hacía una pausa en su recorrido y a la hora que el fantasma aparecía el guía informaba: “Ustedes están presenciando el recorrido que hace el fantasma todas las noches” y los turistas accionaban sus cámaras y exclamaban asombro, acodados sobre la baranda del camión. Armando contaba, a los periodistas que lo entrevistaban, que desde niño había convivido con el fantasma. Según la versión de la abuela, el fantasma era el espíritu de tío Cleofas que murió una noche que se bañaba y resbaló en la tina. Los parientes hallaron el cuerpo del tío hasta la mañana siguiente, dicen que estaba bocabajo como un sapo, con los brazos extendidos. Los parientes llegaron, como lo hacían todas las mañanas en que le llevaban el desayuno, y tocaron la campana, pero nadie salió a abrir, entonces brincaron la barda, quebraron un cristal de la ventana de la sala y hallaron, en la mesa de la cocina, una taza de café frío y dos panes franceses al lado de una mantequillera. Buscaron al tío en la habitación y luego fueron al baño, abrieron la puerta y vieron el culo del tío como una enorme isla partida en dos. Por eso el fantasma se aparecía por la ventana, iba al baño y luego se deslizaba hacia la cocina, como para cumplir el ritual de la cena que su muerte dejó inconcluso.
La nota decía que la noche del 17, después de tomar una botella de ron, Armando (“joven estudiante de la universidad”) tomó un soplete, se colocó detrás de la puerta del baño y cuando el fantasma, como lo hacía todas las noches, se coló por la ventana de la sala (“con los brazos extendidos, como buscando su café con pan”), Armando salió y, loco, como si fuese un combatiente de Vietnam, fumigó al fantasma. Éste se hizo para atrás, en intento de esfumarse por donde había llegado, pero el fuego modificó la constitución de su ser y se topó con la pared, casi casi como si fuese un humano. Armando no dejó de accionar el gatillo del soplete que, como llave de agua, vomitó fuego por borbotones. El fantasma se consumió. Sólo una pizca de ceniza quedó, como si alguien hubiese tirado la ceniza de un cigarro. Para evitar que el fantasma recuperara su condición original, Armando, con una escobetilla, reunió la ceniza y la aventó en el fuego de la chimenea. Ahí, el fantasma del tío Cleofas se consumió íntegro. El pueblo se enteró de la desaparición del fantasma la noche siguiente cuando los turistas del tranvía se quedaron esperando la visión. Al otro día, el dueño del tranvía (quien tenía un contrato firmado y pagaba dos mil pesos mensuales a Armando) fue a reclamar. Armando abrió la puerta y dijo: “Ya, ya, no me diga nada, acá está su dinero. Mi tío no volverá a aparecer, porque anoche lo quemé”. Más tarde llegaron los periodistas e incluso la autoridad municipal. Armando los invitó a pasar y les señaló la boca de la chimenea: “Ahí está su pinche fantasma. Hagan de él lo que quieran”. El jefe de la policía ordenó a un subalterno a que recogiera la ceniza, por ver si se podía hacer algo con “el cadáver”.
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (II)
Eso fue lo que el periódico narró. El periódico completaba la nota con la descripción del entorno, una camisa sucia tirada en el piso y una botella de ron (“él jamás había probado alcohol en su vida”) y una pregunta que Armando, se supone, hizo al fantasma antes de desaparecerlo: ¿por qué él y no su abuelo Ramiro tenía el privilegio de seguir
Como ya se dijo, Armando convivió con el fantasma desde niño. Nunca le tuvo miedo. La primera vez que supo de su presencia jugaba carritos en el piso de la sala, al lado de su abuela que tejía una chambrita. Escuchó un ruido como de serpiente deslizándose en la arena, volvió la mirada y vio al fantasma que cruzó el cristal de la ventana sin mayor dificultad. “Ay, ¿por qué a esta hora?”, dijo la abuela, sin percatarse que el nieto estaba presente. El fantasma pasó frente a ellos, sin verlos y se dirigió directamente al baño, cruzó la puerta y, un minuto después, regresó por donde se había extraviado y fue hacia la cocina. El niño se levantó y preguntó a la abuela: “¿Por qué el señor es tan blanco, abuela?”. Hasta entonces la abuela cayó en cuenta de que el niño había presenciado todo. Dejó el tejido sobre la mesa circular, se paró y abrazó al nieto. No podía ocultar lo evidente, no podía mentir, no podía seguir negando la presencia del fantasma. “Es tu tío Cleofas -dijo-, es el fantasma de tu tío”. Así, con el niño envuelto en sus brazos, esperó que él preguntara ¿qué es un fantasma?, pero el niño no lo hizo. “Ah, bueno”, dijo el niño y se separó del abrazo de la abuela y se hincó de nuevo y siguió jugando carritos.
El fantasma nunca regresaba por el mismo sitio. En la cocina se evaporaba, como si fuese agua hirviendo y no volvía sino hasta la noche siguiente.
El periódico tampoco dijo que el fantasma y Armando, en los últimos tiempos, conversaban. La primera vez fue una noche en que Armando, ya estudiante del primer semestre de la Universidad, fue a la cocina y halló al fantasma a punto de esfumarse, era apenas como un hilo de humo. “Ay, tío, ¿por qué te vas tan pronto?”, dijo Armando, lo dijo como cuando alguien habla con un gato echado sobre el sofá, seguro que la pregunta no hallará respuesta. “Me voy porque acá nadie me ofrece una taza de café”, fue la respuesta que hizo que Armando sintiera una mano helada recorrer todo su cuerpo. ¡Dios mío -pensó Armando- el fantasma me respondió! Lo había hecho con una voz venida más allá de lo humano. Armando, entonces, venció el miedo y la próxima tarde fue a la cocina y, previendo la hora que llegaría el tío, calentó café y preparó una taza y dos panes franceses al lado de una mantequillera; luego fue a la cochera, sacó la bicicleta y fue a dar una vuelta, fue a hacer tiempo. Cuando regresó, dejó la bicicleta sobre la banqueta y entró corriendo a la casa. En la cocina halló que la taza de café estaba a la mitad, el cuchillo tenía rastros de mantequilla y uno de los panes había desaparecido. Había unas migas sobre la mesa. ¡El fantasma había tomado café y comido uno de los panes! Tal vez se había sentado, pensó Armando. Al día siguiente hizo lo mismo y así durante varias tardes más. Probó y descubrió los gustos del fantasma. El café lo terminaba cuando estaba endulzado con panela y no dejaba rastro de pan cuando, al lado de la mantequillera, había un poco de mermelada de fresa.
La tarde del uno de enero, Armando se atrevió. Sacó un poco de pavo del refrigerador, lo sirvió en un plato y se sentó a comerlo. Lo hizo a la hora que el tío, regularmente, llegaba a casa y “entraba” a través de la ventana. Adoptó una pose casual, como si fuese un papá inquieto por la llegada del hijo a medianoche, como no esperándolo, como si de pronto, en pijama, le hubiese dado un golpe de hambre y hubiera abierto el refrigerador para comer algo y, ¡oh, casualidad!, a la hora que el hijo entraba lo hallara ahí sentado a la mesa. El fantasma entró, después de cruzar la puerta del baño y se sentó frente a la taza de café humeante. Armando, con la vista agachada, siguió comiendo el trozo de pavo. Mascaba cada bocado con cuidado, apenas si abría la boca. Tenía la certeza de que en cualquier momento el fantasma hablaría. Lo sentía en el ambiente, que era como un cuchillo a punto de cortar el aire. “Han cambiado los tiempos. El café de antes era mejor”, dijo, por fin, el tío. Cuando lo dijo, un halo helado alcanzó el cuerpo de Armando, quien no pudo evitar cimbrarse. Un aroma de frutas podridas salió de la boca del fantasma e invadió toda la cocina. Armando se recuperó de inmediato, levantó la mirada y dijo: “Mañana tendré café de Córdova, de Veracruz, es el mejor”. El fantasma dejó la taza sobre la mesa y comenzó a desvanecerse, antes de convertirse en nada dijo: “Eso espero, Armando, eso espero”. Armando sonrió. A partir de ahí el fantasma comenzó a dejarse querer. Ya la abuela había muerto. Conforme el trato fue haciéndose más cercano, las intimidades y confidencias poco a poco se intensificaron. Llegó el momento en que Armando, entre sorbo y sorbo de café, comenzó a preguntar las dudas que todo mundo se hace con respecto al más allá. ¿En dónde permanecía? ¿Por qué seguía vagando por esas estancias? ¿De verdad era un alma en pena? ¿Podía hacer algo para darle sosiego a su espíritu? ¿Por qué algunas personas seguían vagando como fantasmas y otras no? ¿En dónde estaba la abuela? ¿En dónde su querido abuelo Ramiro? ¿Había café en la otra dimensión? El fantasma, fumando un puro, acompañado con una copa de coñac, sentado en una mecedora y ya con una bata de toalla, a cuadros verdes y blancos, dio respuesta puntual a cada una de las interrogantes. Cuando Armando se dio cuenta del legado maravilloso que tenía en las manos buscó la cámara de video y la instaló en un sofá, debajo de cojines. Después de la primera grabación, y cuando ya el fantasma se había ido, Armando la proyectó sobre una pared y sucedió lo que todo mundo sabía: la voz era un mensaje indescifrable, como si mil gallinas cacaraquearan al mismo tiempo. El fantasma no aparecía en el video, todo era un mero vacío. (Continuará).
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (III)
Una noche después, a la hora del segundo café y mientras el tío veía el partido de fútbol en la tele, Armando se acercó y le pidió por favor que escribiera “dos o tres líneas, tío”. “Pero qué quieres que escriba”, preguntó el fantasma, y Armando dijo que repitiera lo que ya había dicho acerca de por qué algunos muertos vagan de un lado para otro, sin sosiego. El tío tomó la pluma que Armando le acercó y comenzó a escribir sobre la hoja. Lo hizo con trazos exactos de letra manuscrita. El fantasma terminó, subió los pies a la mesa de centro, abrió una cerveza en bote y siguió viendo el partido. De vez en vez bajaba los pies, se paraba y gritaba: “Mándala al centro. Vertical. Avancen de manera vertical”. Cuando el partido concluyó, el fantasma se despidió y desapareció. Armando se acercó a la mesa y vio la hoja manuscrita, la tomó entre sus manos y llevó éstas a su pecho. ¡Era una prueba irrefutable! Pero, apenas lo pensó, la hoja se deshizo entre sus manos. ¡Mierda!, dijo, no hay una sola prueba de la existencia. Igual que sucedió con Jesús, todo lo que escriben los fantasmas ¡desaparece! Jesús escribió sobre la arena, los fantasmas escriben, al parecer, en el aire. Ellos mismos son el aire. Fue entonces, cuando, según el periódico, pensó en eliminarlo con algún elemento. Pensó que si el tío Celso había muerto ahogado, el elemento agua estaba descartado. ¿Cómo se eliminan los fantasmas? ¿Con tierra? No, con tierra se desaparecen a los muertos. ¿Con aire? No, porque los fantasmas, ya se dijo, son aire y se sabe que perro no come perro. ¿Qué quedaba? ¡El fuego! El fuego purifica. Se sabe que en la India no existen fantasmas, debe ser porque allá incineran los cuerpos a orillas del Ganges.
De acuerdo con la narración del periódico, la noche de su desintegración, Armando tomó una botella de ron, cuando resulta inverosímil, porque ahí mismo se consigna que él jamás había probado una gota de alcohol. Sin duda que el periodista lo escribió para justificar la acción de Armando. En realidad, esa tarde (porque fue en la tarde) el fantasma se sirvió el último trago, colocó un par de hielos en el vaso y dejó vacía la botella, todavía le dio unos ligeros golpes en el culo para que no quedara una sola gota. “Sé que estás pensando en desaparecerme”, dijo el fantasma: “Está bien, ya estoy cansado de esta rutina. De toda mi vida fantasmal, sólo estos últimos tiempos, a tu lado, me han sido placenteros”. Y el fantasma contó cómo todo era pasar paredes de un lado a otro sin sentido. Al principio, lo admitía, había sido interesante la rutina, incluso emocionante. La primera vez que se presentó en la casa, la abuela quedó tan blanca como él, ella se desvaneció sobre la mecedora, tiró su bordado y fue necesario llamar al médico de la casa, quien llegó con su maletín negro y sacó su estetoscopio y dijo que el shock había sido producto de una fuerte impresión. La abuela quedó sin habla por dos o tres días y se negó a que la llevaran a la sala. Pero, cuando la abuela se acostumbró a la presencia del fantasma, éste pasó a ser como el gato o como el canario que sólo de vez en vez se acuerdan de él y le dan un poco de alpiste. Al fantasma jamás le sirvieron un plato de alpiste, menos una taza de café. “Está bien, desaparéceme, ya estoy cansado de esta vida de mierda”. “No, no, en realidad, yo…”, dijo Armando, pero el fantasma lo interrumpió: “No lo niegues, todo lo sé, porque los fantasmas podemos saber el pensamiento de cada hombre”. “En realidad, tío…”, intentó justificarse Armando, pero el fantasma volvió a interrumpirlo, con voz alta dijo: “con una chingada, yo no soy tu tío”. “¿Cómo?, preguntó Armando, entonces, ¿quién eres?”. El fantasma se sentó, sopeó un pan en el café y, con voz lenta y cálida, dijo: “Soy tu abuelo, hijo”. “¡No!”, dijo Armando. “¿Cómo que no? ¿Quieres que te dé una prueba?”.
El lector inteligente ya intuyó el final de la historia (continuará. Próxima entrega final).
domingo, 17 de agosto de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ EL CUELLO DE UNA JIRAFA
Sí, es una jirafa prehistórica. Al fondo se ve la tienda de un jeque árabe. La jirafa se asoma por encima de la tienda, le atrajo el sonido de unos panderos y la sombra de una bailarina que baila la danza del vientre. La jirafa viene de los inicios del tiempo, de cuando Dios dijo ¡hágase la luz!, de cuando llenó de animales al mundo; viene del Arca de Noé, por esto tiene, en su cuello manchas de humedad, de cuando el mundo se inundó y ellos, los animales, estuvieron pendientes del instante en que una paloma se apareciera en el cielo.
Es una jirafa que, a veces, sirve de resbaladilla para los niños. Su cuello tiene una rugosidad que habla de los siglos que ha vivido. Por esto, los científicos se acercan y le preguntan cuántos años tiene. Se sabe que los científicos tienen obsesiones y una de éstas es el tiempo. Los científicos están preocupadísimos por saber cuántos años tiene el universo, se preocupan por saber cuándo la tierra acabará. Los científicos son irrespetuosos con su motivo de estudio, son irrespetuosos porque nadie se acerca a una tortuga y le pregunta cómo se siente, qué piensa, qué desea. ¡No! Todos los entomólogos, con ayuda de lupas, estudian las patas y callos de los ronrones, pero ninguno de ellos se acerca a un ciempiés y le pregunta si le gustaría un masaje en los pies a la hora que llega a casa después de la jornada. Los científicos son duros como las rocas que estudian y tan alejados como las estrellas que descubren más allá de la Vía Láctea.
Esta jirafa nunca ha tenido la más mínima muestra de aprecio. Está en el parque central de Comitán desde hace siglos y ningún mortal se ha preocupado por preguntarle si extraña su desierto, si tiene suficiente agua.
A veces, a veces, los pájaros llegan y le cuentan historias. Le dicen cómo es el mar, le cuentan de qué color son los lagos de Montebello. A veces, los niños comitecos la señalan y preguntan a sus mamás: “¿cuánto viven las jirafas?”, y las mamás, jaloneando a los niños, porque llevan prisa porque ya se les hizo tarde, dicen que las jirafas viven mucho tiempo. “Pero ¿cuánto?”, insisten los niños, y las mamás, viendo el reloj, alzando la mano para parar un taxi vacío, dicen que no saben, que muchos años. Los niños se pegan al cristal de la ventana del taxi y ven el cuello de la jirafa comiteca y vuelven a la carga: “¿más que los dinosaurios?”, y las mamás, buscando dinero en el monedero, dicen que los dinosaurios ya no existen, que ya se extinguieron. Pero, dicen los niños, las jirafas son más recientes, dicen que los dinosaurios acabaron cuando una lluvia de meteoritos cayó sobre la Tierra. Y las mamás, diciéndoles a los taxistas que vayan más rápido y dándoles unas monedas como pago anticipado, piden a los niños que se callen, que ya se les hizo tarde, que ya no los dejarán entrar a la escuela, y que ellas llegarán tarde al trabajo, y que la vieja ratona les descontará. Y los niños sabrán que la vieja ratona es la jefa, porque, siempre, a la hora de la cena, las mamás, agotadas, se sientan en las mesas, sirven la leche con café, y cuentan que la vieja ratona les hizo tal o cual travesura. Y entonces, los niños ya a punto de llegar a la escuela, preguntan si las ratonas también subieron al Arca de Noé y si así fue cómo le hicieron para no ser pisadas por las jirafas prehistóricas. Y como las mamás ya no responden, porque se les hace tarde, imaginan que las ratonas fueron amigas de las jirafas y subían al cuello y se resbalaban como si estuviesen en un tobogán, a mitad de la bajada subían las patitas y dejaban que el viento jugara también con ellas.
sábado, 16 de agosto de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA ES CHENTA
Querida Mariana: el lenguaje es uno de los rasgos culturales más importantes de los pueblos. Cada pueblo tiene su particular modo de hablar (acá en Comitán le agregamos un “cantadito” maravilloso). Cuando fui estudiante de la secundaria alguien me dijo que el tojolabal era un dialecto y lo creí. Ya en la universidad aprendí que el tojolabal es ¡una lengua!, igual que el español es una lengua y lengua el inglés y el francés y el alemán y muchas más. Dialecto es lo que hablamos en Comitán, el habla comiteca es una variedad dialectal del español. Así, entonces, en el país tenemos mil y un dialectos, porque cada pueblo tiene su modo de hablar el español.
Ayer se presentó el libro “Arcaísmos, regionalismos y modismos de Comitán, Chiapas”, de Oscar Bonifaz. Como su título lo indica el libro recoge muchas palabras que usamos en el pueblo. La importancia del libro es obvia: preserva el significado de palabras que corren el peligro de perderse por falta de uso. Es una pena, pero ahora existen muchas palabras que han desaparecido del habla cotidiana. Ahora, adoptamos modismos que nos llegan del centro del país. Estas palabras (que bien pudieran llamarse palabrejas) no tienen relación directa con nuestro modo de ser. Son un poco como si comprásemos chunches chinos, chunches plásticos, de calidad dudosa. Antes, cuando veíamos algo que valía la pena decíamos que estaba “mero lek”, ahora, los chavos dicen que está “chido”. Hace algún tiempo, una alumna me dijo que yo “no agarraba el patín”; es decir, que no “entraba en onda”. Chido y onda son vocablos importados.
Se sabe que el lenguaje es un ente vivo. Todos los días está sujeto a transformaciones. No podemos permanecer con cortinas cerradas ante el viento nuevo. Nuestro lenguaje se modifica y se enriquece todos los días, pero no podemos cambiar nuestros tesoros por espejitos. Hace apenas unos años nadie hablaba del “whatsapp”, ahora todo mundo manda “guatss”. El otro día oí que una señora le decía a otra: “¿Y vos, tenés güatz?”, y la señora, mera comiteca, le dijo: “Ay, dichosa de vos, ya ni güet tengo”. (El güet era un ave que antes proliferaba en las casas comitecas). ¿Ya te conté la anécdota que me platicó Juan Carlos? ¿No? Juan Carlos vivía frente al parque central. Al frente de la casa su mamá tenía un restaurante, y en el fondo las habitaciones donde vivían. Una noche, Juan Carlos quedó solo en la casa, sus hermanos y papás habían salido. Él entró a su cuarto, se puso el pijama y se acostó. Ya le estaba agarrando el sueño cuando oyó que algo rascaba detrás de la puerta. Se sentó sobre la cama y comenzó a sudar, el sudor frío que da cuando hay miedo. El silencio era como una nube pesada. Volvió a oír pequeños golpeteos sobre la puerta de madera. Juan Carlos sintió que un viento helado lo abrazaba. Estaba a punto del grito o del llanto cuando se acordó de lo que su abuelo siempre le había recomendado: él siempre debía vencer al miedo, siempre existía una explicación para todo fenómeno raro. Así que, haciendo caso a la voz del abuelo, se levantó, caminó de puntillas sobre los planchones de madera, en medio de la penumbra del cuarto y abrió la puerta, la abrió con lentitud, sonrió: era el güet del sitio que había entrado a la casa y con su pico había “tocado” la puerta. Si abrimos el libro de Bonifaz hallamos que lo que en Comitán se llama güet en otras regiones de Chiapas le llaman alcaraván.
En Comitán tenemos la manía de llamar “manía” al cacahuate. De ahí que un postre muy rico, hecho con cacahuate y panela, lo llamamos “tableta de manía”. ¿Mirás la riqueza de los modismos?
Mi recordado primo, José Luis González Córdova, que ya descansa en paz, hizo un libro que llamó “Glosario”. Dicho libro va en el mismo sentido del libro de Bonifaz: preserva voces que recibimos de los antiguos y que forman parte de nuestra herencia cultural.
El mismo Bonifaz cuenta que ahora los jóvenes, para todo, comienzan una conversación diciendo: “Lo que pasa es que…” Un grupo de estudiantes tocó en la puerta de su casa, él abrió, dio los buenos días y preguntó qué deseaban, uno de ellos dijo: “Buenos días, maestro, lo que pasa es que la maestra de español nos dejó como tarea venir a entrevistarlo” y otra agregó: “Lo que pasa es que si no hacemos este trabajo nos reprobará”; un tercer alumno intervino: “Lo que pasa es que debemos entrevistar a un escritor”, y luego la cuarta alumna remató: “Lo que pasa es que mi tía nos dijo que usted sos’té escritor”. Óscar Bonifaz cuenta que les respondió así: “Lo que pasa es que no tengo tiempo, pero pasen, pasen, los atenderé” (se entiende que lo dijo con una gran ironía, para ver si entendían la lección).
Todo mundo reconoce que el libro de Bonifaz es un aporte esencial para nuestra cultura. Si no hubiese personas como él, con oído atento, con puntual compromiso de rescate cultural, mucho de lo nuestro se perdería y, lo hemos comentado muchas veces, los pueblos se mantienen gracias a esas diferencias, diferencias dialectales en este caso.
El otro día te escribí algo acerca del flato. Bonifaz dice que un flatuliento es alguien que padece flato, melancolía. Y dije que es muy difícil hallar la cura del flato. Pues resulta que, no sé cómo, el señor equis se enteró de lo que escribí y una de estas tardes que estaba en el parque, él pasó en su auto, al verme se estacionó como si fuese un policía y yo un delincuente, corrió hasta donde estaba y me dijo: “Toda la semana estuve pensando en vos, mirá, acá te paso la fórmula para la cura del flato. Mirá cómo tengo el papel, todo arrugado, donde lo escribí”, y me dio una hoja de papel que parecía chicharrón. Ahí estaba escrita la fórmula para curar el flato. La transcribo, ya vos dirás si ves que puede ser efectiva:
Para el remedio del fla
Hay una cosa segu
Meterse el dedo en el cu
Y olerlo a cada ra
Cuando lo leí solté la carcajada. No pude evitarlo. No creo que sea un remedio muy efectivo, pero cuando menos sucede lo mismo con aquellos que tienen gripa y les recomiendan tomar tequila con limón y agregan: “si no cura, cuando menos hace que te olvidés”. En fin. Yo prefiero no enflatarme y si me da el mal de la nostalgia subo a mi carro, voy a Los Lagos, me boto debajo de un pino y miro el azul del cielo y oigo cómo los dedos del viento tocan la juncia.
Nuestros más preclaros hombres y mujeres de Comitán han escrito en comiteco, así como los más grandes escritores de Argentina han usado el voseo. Armando Alfonzo Alfonzo escribió bombas que tienen un aroma comiteco inconfundible:
Adiós pue mi cositía
Qué chulos ojos tenés
Tengo una gran armonía
Por saber si me querés.
Bonito, ¿verdad? La palabra cositía no tiene problema, todo mundo sabe que se refiere al oriundo de Comitán y en este caso está aplicado con afecto a una muchacha bonita. La palabra armonía si es más compleja, porque si la buscamos en un diccionario de la lengua española hallamos que significa: “conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras”, por esto la usamos en términos musicales, pictóricos e incluso espirituales. Pero, en nuestro pueblo, la usamos de manera diferente, la usamos como sinónimo de inquietud: “¿qué te dijo tu novio, tengo una gran armonía por saber?”. Pucha, qué maravilla, lo usamos casi casi en sentido opuesto. Cuando en cualquier otra parte del mundo alguien está en estado pleno de armonía está equilibrado, acá ¡no!, si alguien tiene armonía está a punto del estrés. ¡Qué maravilla! Estas diferencias hacen único a nuestro pueblo. Esta unicidad hace que seamos un pueblo mágico. A ello se debe la importancia de conservar esas pequeñas joyas que son como turuletes para el corazón.
Antes de conocerte a vos tenía un afecto con quien jugaba el juego de las palabras. Ella (muchacha bonita, demasiado bonita, perseguida por muchos muchachos) disfrutaba con el juego de palabras comitecas. A veces llegaba a mi oficina y ponía una tarjeta sobre el escritorio, mientras se sentaba y se quitaba el suéter. A mí me encantaba ese ritual donde levantaba los brazos y, con lentitud, se quedaba con una playera bien ceñida a su cuerpo. En la tarjeta, siempre, aparecía una palabra comiteca que había copiado del libro del maestro Oscar. Yo leía “desguachipado” y trataba de definirla: “se aplica cuando alguien está mal vestido” y daba un ejemplo: “Mirá ese totoreco, anda todo desguachipado, como que durmió con la ropa puesta”. Y ella, muchacha bella, le daba la torcedura a la palabra y jugábamos. Decía, por ejemplo, “mi amor es un amor desguachipado”. ¿Por qué?, preguntaba yo, y ella decía: “Porque ya me quedó demasiada grande la playera”. “¿Tiene remedio?”. “Cambiar la playera o quitármela por completo”. “¿Qué pasa si quedás desnuda?”. “Me siento libre y pienso que no necesito playeras. Me siento ola acariciando la playa”. “¿Entonces?”. “Decido cambiar mi amor desguachipado por un amor chinculguaj”. “¿Cómo es el amor chinculguaj?”, preguntaba yo, y ella, sonriendo, decía: “Un amor chiquito, lleno de maíz y de frijol, culantro y chile”. “¿Qué tanto de frijol y de maíz?”. “Poco, muy poco, más culantro y más chile”. Y ella lo decía en voz baja, lo decía mientras se pasaba la mano por detrás del cuello y cerraba los ojos. Jugábamos con palabras comitecas. ¡La pasábamos bien!
El libro de Bonifaz lleva ya varias ediciones. El libro estaba agotado. Ahora, por fortuna, la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas volvió a editarlo. Es bueno tener este libro entre las manos, es como un pumpo donde, guardadas con una manta bordada para que no se enfríen, conservamos palabras muy nuestras. ¿Vos sabés que es chucub? El libro de Bonifaz dice que es la “varita de madera que sirve para agitar bebidas y para mover los alimentos que están en el fuego”. ¿Mirás cuántas posibilidades para jugar? Los amantes pueden usar un chucub para agitar su pasión y para mover la piel que está a punto en el fuego.
Posdata: en Comitán usamos palabras que son comunes en los demás pueblos del mundo. Nosotros tomamos esas palabras y les damos un giro que las convierte en únicas. Cuando todo mundo sabe que africano es un hombre oriundo del continente negro, nosotros sabemos que africano es el nombre de un dulce. Por esto, cuando alguna muchacha bonita dice que “se echará un africano”, la mamá se queda tranquila, porque no imagina que (¡golosa, impúdica!) su hija haga travesuras con uno de esos negros que Dios libre.
Acapulco es una de las zonas turísticas más visitadas del país. En Comitán, la mayoría de veces, nos referimos a “cierta clase de machete”. Así que ya podés imaginar la confusión cuando un fuereño lee en el periódico que “fulano de tal fue muerto con un Acapulco”.
¿Qué cara pone la muchacha de fuera a quien el novio la invita a sentarse para comer una “tortilla con asiento”?
¿Qué piensa un español cuando cuenta una anécdota graciosa y su novia comiteca le dice: “Ah, qué caballo sos, qué bueno estuvo eso”? En Comitán no es un insulto ser un caballo o un burro, hay ocasiones en que es el más alto honor a que puede aspirar alguien. Ser un caballo o un burro puede ser el don para contar algo con gracia inigualable.
El chulul es una fruta riquísima. El libro de Bonifaz explica que es un injerto de mamey y zapote borracho. Antes, existían muchos árboles de chulul en la ciudad. Ahora hay pocos. Para que el chulul no desaparezca hay comitecos que cuidan y protegen los que aún perviven. Así, con cariño, debemos cuidar nuestro árbol lleno de palabras dulces y frescas. Nuestra palabra es como un chinchibul hermoso.
viernes, 15 de agosto de 2014
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO
Armando mató al fantasma. La portada del diario del lunes 18 de marzo mostró el siguiente título a ocho columnas: “No pudo más y mató al fantasma de la Casa López”. El vendedor de la esquina agotó todos los ejemplares. A las ocho de la mañana con veinte fue por más periódicos, pero en la distribuidora le dijeron que la edición se había agotado. Todas las personas de Comitán sabían la historia del fantasma de la casa de Armando, así que cuando vieron el titular del periódico corrieron a adquirirlo. En el puesto de Nelo la gente, incluso, hizo fila y los últimos patalearon y exigieron un mejor trato cuando hallaron que no habían alcanzado periódico. Algunos pidieron prestado el periódico al vecino y fueron a sacar fotocopia al reportaje.
Por lo regular, todas las noches, desde tiempo inmemorial, la gente que pasaba por la calle se detenía frente al balcón de la Casa López porque la sombra caminaba, justo a las diez con doce minutos de la noche, del baño hacia la cocina. La sombra caminaba con parsimonia, como si lo hiciese en cámara lenta, un tanto encorvada, con ayuda del bastón. El tranvía turístico hacía una pausa en su recorrido y a la hora que el fantasma aparecía el guía informaba: “Ustedes están presenciando el recorrido que hace el fantasma todas las noches” y los turistas accionaban sus cámaras y exclamaban asombro, acodados sobre la baranda del camión. Armando contaba, a los periodistas que lo entrevistaban, que desde niño había convivido con el fantasma. Según la versión de la abuela, el fantasma era el espíritu de tío Cleofas que murió una noche que se bañaba y resbaló en la tina. Los parientes hallaron el cuerpo del tío hasta la mañana siguiente, dicen que estaba bocabajo como un sapo, con los brazos extendidos. Los parientes llegaron, como lo hacían todas las mañanas en que le llevaban el desayuno, y tocaron la campana, pero nadie salió a abrir, entonces brincaron la barda, quebraron un cristal de la ventana de la sala y hallaron, en la mesa de la cocina, una taza de café frío y dos panes franceses al lado de una mantequillera. Buscaron al tío en la habitación y luego fueron al baño, abrieron la puerta y vieron el culo del tío como una enorme isla partida en dos. Por eso el fantasma se aparecía por la ventana, iba al baño y luego se deslizaba hacia la cocina, como para cumplir el ritual de la cena que su muerte dejó inconcluso.
La nota decía que la noche del 17, después de tomar una botella de ron, Armando (“joven estudiante de la universidad”) tomó un soplete, se colocó detrás de la puerta del baño y cuando el fantasma, como lo hacía todas las noches, se coló por la ventana de la sala (“con los brazos extendidos, como buscando su café con pan”), Armando salió y, loco, como si fuese un combatiente de Vietnam, fumigó al fantasma. Éste se hizo para atrás, en intento de esfumarse por donde había llegado, pero el fuego modificó la constitución de su ser y se topó con la pared, casi casi como si fuese un humano. Armando no dejó de accionar el gatillo del soplete que, como llave de agua, vomitó fuego por borbotones. El fantasma se consumió. Sólo una pizca de ceniza quedó, como si alguien hubiese tirado la ceniza de un cigarro. Para evitar que el fantasma recuperara su condición original, Armando, con una escobetilla, reunió la ceniza y la aventó en el fuego de la chimenea. Ahí, el fantasma del tío Cleofas se consumió íntegro. El pueblo se enteró de la desaparición del fantasma la noche siguiente cuando los turistas del tranvía se quedaron esperando la visión. Al otro día, el dueño del tranvía (quien tenía un contrato firmado y pagaba dos mil pesos mensuales a Armando) fue a reclamar. Armando abrió la puerta y dijo: “Ya, ya, no me diga nada, acá está su dinero. Mi tío no volverá a aparecer, porque anoche lo quemé”. Más tarde llegaron los periodistas e incluso la autoridad municipal. Armando los invitó a pasar y les señaló la boca de la chimenea: “Ahí está su pinche fantasma. Hagan de él lo que quieran”. El jefe de la policía ordenó a un subalterno a que recogiera la ceniza, por ver si se podía hacer algo con “el cadáver”.
HASTA EL PRÓXIMO SIGLO (II)
Eso fue lo que el periódico narró. El periódico completaba la nota con la descripción del entorno, una camisa sucia tirada en el piso y una botella de ron (“él jamás había probado alcohol en su vida”) y una pregunta que Armando, se supone, hizo al fantasma antes de desaparecerlo: ¿por qué él y no su abuelo Ramiro tenía el privilegio de seguir
Como ya se dijo, Armando convivió con el fantasma desde niño. Nunca le tuvo miedo. La primera vez que supo de su presencia jugaba carritos en el piso de la sala, al lado de su abuela que tejía una chambrita. Escuchó un ruido como de serpiente deslizándose en la arena, volvió la mirada y vio al fantasma que cruzó el cristal de la ventana sin mayor dificultad. “Ay, ¿por qué a esta hora?”, dijo la abuela, sin percatarse que el nieto estaba presente. El fantasma pasó frente a ellos, sin verlos y se dirigió directamente al baño, cruzó la puerta y, un minuto después, regresó por donde se había extraviado y fue hacia la cocina. El niño se levantó y preguntó a la abuela: “¿Por qué el señor es tan blanco, abuela?”. Hasta entonces la abuela cayó en cuenta de que el niño había presenciado todo. Dejó el tejido sobre la mesa circular, se paró y abrazó al nieto. No podía ocultar lo evidente, no podía mentir, no podía seguir negando la presencia del fantasma. “Es tu tío Cleofas -dijo-, es el fantasma de tu tío”. Así, con el niño envuelto en sus brazos, esperó que él preguntara ¿qué es un fantasma?, pero el niño no lo hizo. “Ah, bueno”, dijo el niño y se separó del abrazo de la abuela y se hincó de nuevo y siguió jugando carritos.
El fantasma nunca regresaba por el mismo sitio. En la cocina se evaporaba, como si fuese agua hirviendo y no volvía sino hasta la noche siguiente.
El periódico tampoco dijo que el fantasma y Armando, en los últimos tiempos, conversaban. La primera vez fue una noche en que Armando, ya estudiante del primer semestre de la Universidad, fue a la cocina y halló al fantasma a punto de esfumarse, era apenas como un hilo de humo. “Ay, tío, ¿por qué te vas tan pronto?”, dijo Armando, lo dijo como cuando alguien habla con un gato echado sobre el sofá, seguro que la pregunta no hallará respuesta. “Me voy porque acá nadie me ofrece una taza de café”, fue la respuesta que hizo que Armando sintiera una mano helada recorrer todo su cuerpo. ¡Dios mío -pensó Armando- el fantasma me respondió! Lo había hecho con una voz venida más allá de lo humano. Armando, entonces, venció el miedo y la próxima tarde fue a la cocina y, previendo la hora que llegaría el tío, calentó café y preparó una taza y dos panes franceses al lado de una mantequillera; luego fue a la cochera, sacó la bicicleta y fue a dar una vuelta, fue a hacer tiempo. Cuando regresó, dejó la bicicleta sobre la banqueta y entró corriendo a la casa. En la cocina halló que la taza de café estaba a la mitad, el cuchillo tenía rastros de mantequilla y uno de los panes había desaparecido. Había unas migas sobre la mesa. ¡El fantasma había tomado café y comido uno de los panes! Tal vez se había sentado, pensó Armando. Al día siguiente hizo lo mismo y así durante varias tardes más. Probó y descubrió los gustos del fantasma. El café lo terminaba cuando estaba endulzado con panela y no dejaba rastro de pan cuando, al lado de la mantequillera, había un poco de mermelada de fresa.
La tarde del uno de enero, Armando se atrevió. Sacó un poco de pavo del refrigerador, lo sirvió en un plato y se sentó a comerlo. Lo hizo a la hora que el tío, regularmente, llegaba a casa y “entraba” a través de la ventana. Adoptó una pose casual, como si fuese un papá inquieto por la llegada del hijo a medianoche, como no esperándolo, como si de pronto, en pijama, le hubiese dado un golpe de hambre y hubiera abierto el refrigerador para comer algo y, ¡oh, casualidad!, a la hora que el hijo entraba lo hallara ahí sentado a la mesa. El fantasma entró, después de cruzar la puerta del baño y se sentó frente a la taza de café humeante. Armando, con la vista agachada, siguió comiendo el trozo de pavo. Mascaba cada bocado con cuidado, apenas si abría la boca. Tenía la certeza de que en cualquier momento el fantasma hablaría. Lo sentía en el ambiente, que era como un cuchillo a punto de cortar el aire. “Han cambiado los tiempos. El café de antes era mejor”, dijo, por fin, el tío. Cuando lo dijo, un halo helado alcanzó el cuerpo de Armando, quien no pudo evitar cimbrarse. Un aroma de frutas podridas salió de la boca del fantasma e invadió toda la cocina. Armando se recuperó de inmediato, levantó la mirada y dijo: “Mañana tendré café de Córdova, de Veracruz, es el mejor”. El fantasma dejó la taza sobre la mesa y comenzó a desvanecerse, antes de convertirse en nada dijo: “Eso espero, Armando, eso espero”. Armando sonrió. A partir de ahí el fantasma comenzó a dejarse querer. Ya la abuela había muerto. Conforme el trato fue haciéndose más cercano, las intimidades y confidencias poco a poco se intensificaron. Llegó el momento en que Armando, entre sorbo y sorbo de café, comenzó a preguntar las dudas que todo mundo se hace con respecto al más allá. ¿En dónde permanecía? ¿Por qué seguía vagando por esas estancias? ¿De verdad era un alma en pena? ¿Podía hacer algo para darle sosiego a su espíritu? ¿Por qué algunas personas seguían vagando como fantasmas y otras no? ¿En dónde estaba la abuela? ¿En dónde su querido abuelo Ramiro? ¿Había café en la otra dimensión? El fantasma, fumando un puro, acompañado con una copa de coñac, sentado en una mecedora y ya con una bata de toalla, a cuadros verdes y blancos, dio respuesta puntual a cada una de las interrogantes. Cuando Armando se dio cuenta del legado maravilloso que tenía en las manos buscó la cámara de video y la instaló en un sofá, debajo de cojines. Después de la primera grabación, y cuando ya el fantasma se había ido, Armando la proyectó sobre una pared y sucedió lo que todo mundo sabía: la voz era un mensaje indescifrable, como si mil gallinas cacaraquearan al mismo tiempo. El fantasma no aparecía en el video, todo era un mero vacío. (Continuará).
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