sábado, 20 de diciembre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UNA O DE OTRA COSA





Querida Mariana: Chayito, la otra tarde, me dijo: “Tío, hablemos de una o de otra cosa”. ¿Dónde aprendió eso? Bueno, dije, hablemos de nubes. “No tío, de otra cosa”. Bueno, hablemos de tigres. “Que no, hablemos de otra cosa”. En ese momento entendí el juego. ¡Ah, qué maravilla, Chayito siempre me sorprende!
Los juegos de Chayito se basan en los hechos cotidianos, casi casi lo que sucede siempre por las calles de Comitán. Si ponemos tantita atención veremos que la vida diaria es esto: hablamos de una o de otra cosa. La otra tarde acompañé a unos amigos al restaurante “El ángel” (a mí me gusta llamarlo con el nombre que fue conocido mucho tiempo: “La tablazón” o “Las tablitas”). Nos sentamos en la mesa de un rincón. Dos mesas más estaban ocupadas. ¿De qué hablaban en aquellas mesas? Cosas totalmente distantes de las que hablábamos nosotros. Y eso era apenas un pequeño espacio de una pequeña ciudad del gran mundo. Pensé (fue una bobera, pero así lo pensé) qué juegos de palabras se jugaban en ese instante. Millones y millones de conversaciones se enredaban en el aire, sin enredarse.
Entendí el juego de Chayito. Entonces me senté en un banco y le dije, muy serio: hablemos de “una”. Ella sonrió. Se sentó a mi lado, en el piso y dijo: “Sí, tío, y luego hablamos de otra cosa”. ¡Ah, esta niña es maravillosa! El juego (lo entendí) era jugar de manera textual: primero hablábamos de “una” y luego de “otra cosa”. Y entendí que, a veces, uno debe jugar tal como lo establece la regla del azar.
Es prodigioso el don que posee la palabra. ¡Uh, se puede hablar de mil cosas! ¡No, no, mil! Todos los días se habla de millones de cosas. Igual de prodigioso es el camino que toma una plática. Hay gente que prepara las oraciones iniciales de una conversación. Por ejemplo, cuando alguien (supongamos compadre de un político) va a pedirle algo a su amigo. Prepara qué va a decirle: “Compadre, vos y yo hemos sido amigos desde niños…”, y por ahí va la “cosa”, hasta que un minuto después le suelta la petición. Los enamorados hacen lo mismo. ¿Cómo pedirle a la amada que sean novios? Se prepara el diálogo, pero todo mundo sabe que las pláticas tienen alas y vuelan solas. Lo mismo sucede con la literatura. El escritor planifica, pero existe un instante en que la historia vuela por sí misma y los personajes toman vida propia. Las mejores novelas son éstas, las no planeadas, las que “la casualidad” impulsa por cielos abiertos.
¿De qué habla la gente? ¡Uf, de una o de otra cosa! Vos sabés que yo soy una persona introvertida y me resulta muy difícil entablar una conversación. El otro día recordé mis tiempos de estudiante de preparatoria. Había una niña que me gustaba mucho (era lo que se dice mi “amor platónico”). Uno de mis amigos me decía que ella no me hacía el feo, pero debía atreverme a hablarle. ¡Dios mío! ¡Ese era el gran problema! Una tarde, en el parque, por fin ¡me atreví! Ella iba acompañada por dos amigas más, iban en la chorcha, bien alegres. “¿Te puedo acompañar?”, pregunté, mientras sus amigas se codeaban y reían, por lo bajito. “Sí”, dijo ella y yo caminé a su lado. Un paso, dos, tres… cien, ciento uno… doscientos… Como yo no sabía qué decir, ella comentó algo con sus amigas y ellas respondieron, muertas de la risa. Ahí me llegó mi síndrome de niño consentido, hijo único, del “quiero estar con mi mamita” y me despedí. Mientras yo caminaba hacia la banca donde había dejado a los amigos, las amigas de ella y mi amor platónico, se mataban de la risa. Yo me sentía un hotdog aplastado. Llegué con mis amigos y el que me había incitado me dijo: “Sos un pendejo. Te miré y miré que no le dijiste nada. ¡Qué pendejo!”. Yo, ya todo mudenco, sólo me atreví a decir: “Pucha, yo le pregunté si podía acompañarla, no si podía hablarle. La acompañé”, y traté de reír, pero lo cierto es que estaba a punto del llanto. Mi amigo tenía razón, era yo un pendejo. Nunca he podido hablar con otras personas. Me acostumbré tanto, de niño, a hablar conmigo que ahora me resulta muy difícil establecer una comunicación. Cuando debo asistir (por compromiso ineludible) a una fiesta me siento y me dedico a ver, a escuchar. Para estas dos actividades sí soy muy bueno, pero para hablar ¡no!
Por ello, cuando juego con Chayito ¡soy feliz como una lombriz! Con los adultos tengo dificultad para comunicarme. Los adultos esperan algo, los niños nunca. Con los niños me siento bien. Los juegos son espontáneos. Con Chayito jugamos a hablar de “una” o de “otra cosa”. “Juguemos a la una”, dijo ella y yo dije que sí. Estábamos en el sitio de la casa de sus papás. Desde ahí se miraba una antena (no sé si para radiocomunicación), era una vara de acero, larga, tendida hacia el cielo. A la hora que la miramos pasaba una nube cerca de ella (era una mera impresión óptica, porque la nube estaba detrás, muy lejos). La impresión fue que la nube era como una fronda y llegó el momento que apareció como si fuera la fronda de un árbol, delgadísimo. “Mirá, tío”, dijo Chayito y yo vi el árbol de nube. Lo vimos, ambos. Si hubiese estado con un adulto hubiera costado trabajo coincidir en esa visión de imágenes. Los adultos pierden (quién sabe en qué momento) la posibilidad de imaginar. ¿Te acordás, niña mía, cuando eras niña y venías en el carro con tus papás y te recargabas en el cristal del asiento posterior y mirabas el cielo y jugabas a encontrar formas a las nubes? “La de allá se parece a un caballo”, decías y señalabas con el dedo.
La mamá de Chayito nos trajo una limonada y nos dijo que pronto estaría la comida. “Te preparé tu verdurita”, me dijo. Yo agradecí el gesto, pero lo cierto es que ya había comido antes en casa. Siempre como en casa antes cuando tengo un compromiso. Ese día era cumpleaños de Adrián (el papá de Chayito) y los invitados comenzaban a llegar (Ah, Comitán, la invitación decía “dos de la tarde”, eran las tres y la gente apenas se asomaba). “Juguemos, pues, tío”, me dijo Chayito. ¡Y jugamos! El juego con la palabra es, tal vez, el juego más emotivo de la Tierra. Es difícil encontrar otro juego más intenso. Y esto lo digo porque no se necesita más chunche. La gente que gusta de practicar el fútbol soccer dice que este juego es tan popular porque no se necesita más que un balón (que puede ser un montón de calcetines amarrados) y un par de piedras para simular una portería. Sí, así es. Los otros juegos y deportes son más sofisticados. Para jugar béisbol es preciso (además de la bola de trapo) buscar un palo para golpear “la pelota”. En el juego de la palabra basta saber hablar (esto no es fácil, pero incluso los que balbucean ¡pueden jugar!). Se juega con la palabra y con la imaginación, ya lo demás, como dijera La biblia, llega “por añadidura”.
¡Y jugamos! Chayito dijo: “Una pelota llena de aire” y yo dije “Con una cuerda para jalarla como papalote”, y Chayito se paró y me jaló de las manos: “Vení, vení, volemos nuestra pelota”, y yo me paré y corrí detrás de ella, que llevaba el brazo derecho levantado, como si jalara el papalote pelota llena de aire. Los invitados de Adrián nos vieron por un segundo y luego siguieron en su plática de adultos, que si la Torre Chiapas, que si la pista de hielo, que si el Premio Chiapas, que si el bloqueo de los Chamulas, que si la posada del viernes; mientras Chayito y yo corríamos por el patio de ladrillos, patio ¡iluminado! Chayito se sentó y se recargó en la pared, cerca de la maceta con helechos y yo me senté a su lado (ya acezando, como venado pochoroco). “Una mano peluda con mocos”, dijo Chayito y yo complementé: “Con una vasija llena de orines”. Y Chayito movió los pies como si bailara, muerta de la risa. Se paró y volvió a jalarme de las manos. “Les pasemos el mensaje a los invitados de mi papá”, dijo y fuimos hasta donde estaba don Víctor con su esposa y Chayito, muy formal, saludó: “Buenas tardes, tíos”, dijo y su tía Hermila (con un par de zapatillas rojas, con agujas de quince centímetros) le dio un beso y el tío (con bufanda a cuadros azules y blancos) hizo lo mismo. Yo también di las buenas tardes y di la mano. Chayito se botaba de la risa. “Yo les dejé mocos en los cachetes”, dijo; y yo dije que les había dejado orines en las palmas de las manos. Ella tomó mi mano, se la llevó a las narices y dijo: “Sí, ishh, cómo apesta” y me llevó al baño y me lavó las manos.
¡Jugamos! Sin necesidad de más chunche que la palabra y la imaginación; y yo pensé: “Este juego sí me gusta, matarile rile ron”. Y mientras los adultos se saludaban y aceptaban el vaso con ron o el vaso con agua de Jamaica con hielos que Adrián les ofrecía, Chayito me decía, en voz baja: “Una ciudad de plastilina y papel” y yo completaba: “Con un hilo de luz para atrapar gusanos”.

Posdata: mientras los adultos tomaban ron y decían “¡Ah!”, nosotros ¡jugábamos! Me gustan los juegos de los niños, mi niña amada.