lunes, 22 de diciembre de 2014
¡MAMÁ! VUELVO MÁS TARDE
Martín tomó la mochila y gritó: “¡Mamá, vuelvo más tarde!”. La mamá estaba en el piso superior, doblando las camisas. Ella gritó: “¡No tardes!”. Martín ya no escuchó, ya cerraba la puerta. En la mochila llevaba dos pinos. Los sembraría en el panteón, al lado de la tumba del abuelo. El panteón ha perdido muchos árboles. Debe ser porque cada vez hacen más fosas. La gente muere a cada rato y el espacio no crece. En donde habían árboles se levantan capillas. Por eso, la tumba del abuelo no tiene sombra. Martín recuerda que si algo gozaba el abuelo era la hora del mediodía en que sacaba la silla y la colocaba debajo del ciprés que estaba a mitad del sitio de la casa. (Tres o cuatro meses después de la muerte del abuelo, mamá Lencha dio permiso para que el tío Rubén construyera dos cuartos. El ciprés fue talado). El abuelo dejaba una mesa de madera al lado de su silla y esperaba que la abuela le sirviera la jarra de limonada con dos vasos, uno para él y el otro para Martín. Martín llegaba de la escuela, tiraba la mochila (la misma que llevó esa mañana), decía: ¡ya llegué!, y luego salía al corredor de la casa y desde ahí veía al abuelo, quien, como si lo presintiera, dejaba el libro que leía y levantaba la mano para saludar al nieto. Martín corría hacia él y el abuelo servía limonada en el vaso que le ofrecía. ¿Cómo te fue en la escuela, hijito?, preguntaba y oía con atención. Martín contaba que, como todos los martes, Enrique y Jordán habían brincado la barda para ir a cortar limas en el sitio de don Ramón. Lo habían hecho a las diez con cincuenta de la mañana; habían pedido permiso para ir al baño. El maestro dijo que no tardaran. A las once tocó la campana para el recreo, el maestro no se dio cuenta de la ausencia de ambos. Enrique y Jordán corrieron. Don Concho les abrió la puerta trasera y mostró la mano. Enrique sacó una moneda y se la dio. Don Concho, como si fuera torero, les hizo un pase y permitió la entrada. Enrique subió al árbol y desde arriba comenzó a tirar las limas que cachaba Jordán y las metía en una bolsa del mandado. Don Concho, recostado sobre el tronco de un árbol de jocote, dijo que ya eran once y veinte. Enrique bajó del árbol y volvieron a la escuela. Llegaron acezando, como potrillos, tocaron el timbre de la entrada y le dijeron a don Pilo (el conserje) que el maestro los había mandado a cortar limas para la piñata de la posada del otro día. Don Pilo, casi casi como si fuese hermano gemelo de don Concho, hizo un pase de torero y dejó que los niños entraran a la escuela. Corrieron al salón y comenzaron a vender las limas entre los compañeros, quienes, como todos los martes, esperaban la llegada de los niños con las limas de pechito. El aroma de la lima suavizó el olor penetrante del sudor que circulaba por el salón.
A Martín le faltaba poco para llegar al panteón. Con la mano se limpió el sudor de la frente. Ahora comenzaría a subir. En el Puente Hidalgo se detuvo y colocó sus brazos sobre un murete, vio el agua que corría por la zanja. Algo sucedió. El movimiento lento, pero sin pausa del agua, lo sedujo. Pensó en la historia que le había contado su tío Ranulfo, sobre cómo había muerto su abuelo. ¿Por qué su abuelo se dejó seducir por el agua y se aventó al río, desde el puente de Chiapa de Corzo? ¿Qué poder de seducción tiene el agua? ¿Es su movimiento lento, pero sin pausa, lo que hipnotiza? ¿O es el ideal de retorno al seno materno, al origen? A veces, cuando Martín cierra los ojos ve las imágenes que le contó el tío Ranulfo, ve al viejo subir sobre el barandal y aventarse antes de que los conductores que se bajaron del carro puedan detenerlo. Le causa zozobra, pero luego ve al abuelo abrir los brazos, como pajarito, a la hora que se despeña a mitad del aire. Lo ve caer. Escucha el sonido del cuerpo contra el agua, como si una piedra chocara contra el pavimento y luego ve que el cuerpo desaparece en medio de esa inmensa burbuja infinita.
Martín ya no llegó al panteón. Volvió a casa. Cuando la mamá bajó a la cocina lo halló sentado ante la mesa, tomando café. ¿Qué pronto volviste?, dijo y agregó, eres un hombrecito de palabra, dijiste que volverías más tarde y lo hiciste. ¿Me gané un premio?, preguntó Martín. Sí, dijo la mamá y le ofreció un panqueque. Ya Martín había sembrado los dos pinos al lado de los cuartos de tío Rubén. Martín pensó que tal vez el espíritu de su abuelo volvería alguna tarde, porque cuando el abuelo subió al carro con rumbo a Tuxtla, Martín llegó hasta la puerta, subió los brazos en la ventanilla abierta y le preguntó adónde iba. El abuelo sonrió y dijo: “Voy a Tuxtla. Vuelvo más tarde”.