miércoles, 10 de diciembre de 2014

TE MIRARÉ MAÑANA





Te miraré mañana, dijo don Ruperto. La tarde ya estaba inclinada sobre el pueblo, algunas luces comenzaban a aparecer. Eugenia dijo que sí, que se mirarían mañana. Don Ruperto levantó las últimas herramientas y las colocó sobre la pared. Era algo que le gustaba hacer, poner cada herramienta sobre el dibujo. Los contornos de las herramientas estaban dibujados sobre los ladrillos aparentes. Era como un juego. Cada vez que lo hacía se sentía como un niño buscando la forma exacta que encajara con el objeto.
Te miraré mañana, había dicho. Eugenia se quitó la bata, tomó su bolso y salió. Pasó a comprar pan y llegó a su casa. Su hija estaba sentada frente a la mesa y recibía la taza con café que la abuela le dio. Eugenia se sentó y dejó que su cuerpo se desparramara como si fuese un bulto de frijol. La jornada había sido pesada. Don Ruperto le había dicho: Te miraré mañana. Y ella había sonreído. Lo había hecho porque don Ruperto era un hombre tozudo, no sabía que ya no podría ser lo que dijo: te miraré mañana. No, ya no la miraría. Ello porque, como dijo la mujer, ya no viviría.
Ocho días antes, una mujer pasó al taller y pidió un vaso de agua. Don Ruperto le dijo que pasara y pidió a su hija que le ofreciera un vaso de leche. Eugenia estaba limpiando un carburador, le echaba un poco de gasolina y, con una brocha, hurgaba en los huecos más escondidos. La pordiosera se limpió la boca con el suéter deshilachado, manchado de grasa, y recibió el vaso que apuró con avidez. Vio con afecto al viejo y le dijo: “Es una pena que los hombres buenos tengan que morir”. Don Ruperto sonrió, dijo que la vida era así, que todo mundo moriría algún día, pero la mujer se paró y dijo que: “Sí, pero hay hombres que no deberían morir tan pronto”. Don Ruperto metió la mano en la bolsa de su pantalón y ofreció un billete arrugado a la mujer. Ella lo aceptó.
Cuando la mujer estaba en la puerta, Eugenia (no supo por qué había tenido tal reacción) la detuvo y en voz baja preguntó: “¿Por qué dijo lo que dijo?”. La pordiosera se tapó con el chal y con la boca cubierta dijo: “Don Ruperto morirá la noche del siete”, y, como si fuese una sombra malnacida, desapareció. Eugenia salió a la calle y vio cómo la mujer daba vuelta en la esquina, sin volver la mirada.
“¿Cómo te fue?”, preguntó la abuela. Eugenia tomó la taza de café que le ofrecía y, como si se desinflara, dijo: “Bien, mamita, bien”. “Gracias a Dios”, dijo la abuela, en una oración ya hecha, desde siempre. Las tres bebieron al mismo tiempo, como si fuese una tabla gimnástica. La hija abrió la mochila que estaba sobre la mesa y pidió a su mamá que la ayudara en su tarea, en la de español. Eugenia dejó la taza y, a pesar del cansancio, sonrió y abrió el libro. Sí, pensó, la ayudaré en la tarea, miró al derredor: un mueble con vajilla que nunca empleaban, un trinchador, un cuadro de la Última Cena (todo cagado por las moscas), una caja de cartón donde se echaba el gato y un foco que como ahorcado iluminaba el comedor (minúsculo. Con mesa para cuatro, mesa que era como de cantina). Tomó un diccionario y comenzó a dictar palabras a su hija, ésta, con un lápiz bien afilado, copió en su libreta, en escalerita. Sí, pensó, Eugenia, estaré con mi hija. Lo pensó así, porque estaba segura de que el día siguiente sería un día pesado. Esta noche era la noche del siete de diciembre. “No lo miraré, no me mirará”, pensó, cuando recordó que don Ruperto, su jefe por más de dieciocho años, le había dicho: “Te miraré mañana”. “Mañana”, dictó, pero corrigió, porque se dio cuenta que esa palabra no la había elegido del diccionario. Eugenia le dictaba a su hija palabras que comenzaban con la letra erre. La niña sonrió y borró las dos letras iniciales de mañana.