jueves, 25 de diciembre de 2014

HORA DE LAUDES





Como el poeta dice: “El cuento es muy sencillo”. Sólo recuerdo el título y nombre de la autora de un libro que llevé en el bachillerato. ¿Cómo se llamaba el autor del libro de Química? No lo sé. ¿Cómo era el título del libro de psicología? Lo ignoro. Sólo conservo en la memoria el libro de literatura: “Literatura mexicana e hispanoamericana”. ¿Autora? María Edmée Álvarez. La historia era casi simple. Estas eran las aguas de mi río.
Recuerdo la portada: el retrato de Sor Juana. Pero no sólo eso está en mi memoria. Hay otra nube altísima: sé de memoria los cuatro versos de un poema de Sor Juana que acompañaban la ilustración. ¿De memoria? Sí, ahora que lo escribo, lo recito: “Nocturna, mas no funesta, / de noche mi pluma escribe, / pues para dar alabanzas / hora de Laudes elige”. ¡Ah, que versos tan soberbios! Dignos de doña Juana de Asbaje.
Lo recuerdo como si fuera una mañana de 1974 y estuviésemos en uno de los salones húmedos de la antigua escuela preparatoria (donde hoy está la Casa de la Cultura).
Sor Juana escribía “de noche”, a la hora de los “laudes”. Si alguien busca en un diccionario encuentra que la hora de Laudes es posterior a los maitines (esta palabra la aprendí en San Cristóbal, mi tía Carmelita la decía constantemente). Los maitines son las oraciones dichas antes del amanecer. Deduzco, entonces, que la gloria de las letras mexicanas, oraba y luego escribía; un poco al estilo de San Benito que siempre dijo: ora et labora. Primero Dios y luego la chamba, en ese orden, siempre.
Recuerdo a Óscar Bonifaz diciéndonos que abriéramos el libro de Maria Edmée en la página tal y leyéramos. Bonifaz hoy es Premio Chiapas. En ese tiempo no soñaba con obtener tal gloria. ¿O sí? La mayoría de compañeros (que no se molesten, es verdad) tatarateaban a la hora que el maestro les decía que se pararan y leyeran en voz alta. La compañera en turno sostenía el libro con la palma de la izquierda y leía, leía, mientras los demás “seguíamos” en nuestros libros lo que ella decía. Me enojaba. Nunca pude evitarlo. Me enojaba que ella trastabillara. Las lecturas eran caminos llenos de piedrecillas. Un poco como cuando un cantante desentonado no alcanza a decir bien la letra de la canción; un poco como cuando un aprendiz de piano se equivoca y en lugar de dar un Fa sostenido sostiene a duras penas un La. Y me enojaba, porque ya, desde ese tiempo, yo era un lector regular tirando a bueno. Y esto era (como dice el poeta) muy sencillo: yo era un buen lector desde la secundaria o tal vez un poco antes. Me gustaba leer en voz alta algunos poemas. Recuerdo que en tiempos de la preparatoria leía con gusto a Machado: “Vosotras, las familiares, / inevitables golosas, / vosotras moscas vulgares, / me evocaís todas las cosas.” Era maravilloso ver cómo Machado hacía prodigios con la visión simple y boba de unas moscas. Sí, pensaba yo. Las moscas, también a mí, “me evocaban todas las cosas”. Machado dice que las moscas revolotean por todos lados, siempre jodonas. Machado no lo dice, pero yo pensaba que también estaban sobre la caca y entonces jugaba con los famosos versos de Shakespeare: “Ser o no ser” y jugaba a que Hamlet, en lugar de un cráneo, tenía en la mano un cerote y, muy filósofo, decía: “Ser o no ser” y yo completaba: “Ser o no ser, una bola de caca. Ese es el dilema.”. Y ahora, muchos años después, pienso que es muy válida la reflexión primera como la boba de mis juegos. A final de cuentas en eso se resume la vida.
Pero la historia no fue tan sencilla. Porque cuando todo apuntaba a que iría a la UNAM a inscribirme en la Facultad de Filosofía y Letras, para estudiar estas últimas, una tarde, en que mis papás tomaban café en la sala, me senté y con la gravedad del asunto dije: “Estudiaré Ingeniería”. Y abundé: no estudiaría cualquier ingeniería, estudiaría Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica, para que a mi regreso, ya con el título en mano, los comitecos dijeran: “Ahí va el Ingeniero en Comunicaciones y Electrónica don Alejandro Benito Molinari Torres”. Sonaba como a título nobiliario, no de esos chafas, sino de esos prestigiosos, de estepas rusas.
Cuando, cinco años después, regresé, no era más que Alejandro Molinari y en mis manos no traía el codiciado título de ingeniero. No logré el título, porque, en lugar de entrar a las clases de Electrónica, todas las mañanas acudía a la Biblioteca Central a leer novelas y cuentos; cien novelas, mil cuentos leí. En lugar de entrar a las clases de Termodinámica II asistía a conferencias y a todos los ciclos de cine que exhibían en los diversos auditorios de la UNAM. Al mostrar mis manos, mis papás las vieron vacías; pero yo, al estilo de Juana de Ibarbourou dije: “¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen”.
Y ahora sí digo, como el poeta: “el cuento es muy sencillo”. Una mañana de 1974 tuve en mis manos un libro de literatura y supe que ahí estaba marcado mi camino. Hoy busco horas de Laudes para aventar mi barca a este río que, a veces, como el Río Grande, está lleno de mierda, pero a veces, como el Río Ganges, tiene una línea donde la esperanza ¡boga!