sábado, 18 de abril de 2015
CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN PUNTO
Querida Mariana: En el patio de muchas universidades existe un dibujo en el piso que señala un Punto de reunión. En caso de algún desastre natural, los estudiantes saben que deben salir de los salones, en orden, y reunirse en ese punto. Imaginemos que una mañana todo transcurre con normalidad, el maestro escribe en el pizarrón y los alumnos hacen lo de costumbre: dos o tres ponen atención y escriben en sus libretas, los demás consultan sus celulares, miran las piernas o las nalgas de las compañeras, éstas se pintan las uñas y platican con la del asiento de al lado y dos o tres dormitan, porque una noche antes fueron a una fiesta. De pronto, la tierra comienza a mecerse, alguien ve hacia el techo y señala con el dedo: ¡la lámpara se mueve! ¡Está temblando!, grita alguien y todos se levantan, uno abre la puerta y los demás salen corriendo, atropellándose. La indicación fue no empujarse y salir en orden, pero quién, ¡Dios mío!, tiene la suficiente calma para hacer caso a esas indicaciones. La mayoría va al punto de reunión, así lo sugirió el personal de Protección Civil cuando acudió a la universidad y dio normas de qué hacer en caso de siniestro.
Estos diagramas son recientes. En 1985 ocurrió un temblor, en la Ciudad de México, con consecuencias nefastas. Muchos edificios cayeron y mucha gente murió. Fue un sismo de 8.1 grados Richter. Fue de tal intensidad que hubo gente que no dudó en calificarlo de terremoto. A partir de ahí, el gobierno intensificó las normas de protección civil. Antes no había tal precaución, ni existían esos dibujos en el piso, esos que indican “Punto de reunión”.
Antes, si por casualidad ocurría un temblor leve, la gente se quedaba adentro de los cuartos, buscaba que no hubiese una viga encima de la cabeza, y rezaba a todos los santos, sobre todo a San Goloteo, el santo del relajito, ya para que le parara al rebumbio. Antes, los comitecos no sabíamos que Chiapas es una de las zonas de la república con mayor índice de movimientos telúricos. Acá, gracias a Dios, no ha ocurrido un desastre mayor. El tío Armando dice que acá no se sienten los temblores porque la ciudad está edificada sobre una enormísima roca. Algo de esto debe ser cierto. Un temblor se siente más en el barrio de San Sebastián que en el barrio de Guadalupe. Y esto no tiene algo que ver con la fuerza del santo comparada con la de la virgen, tiene que ver con la solidez del terreno.
Antes, ah, qué tiempos, los puntos de reunión no eran una señal para evitar las catástrofes, sino el lugar donde se reunían los amigos para conversar o para ir a tomar la cerveza. Y los puntos de reunión siempre han sido espacios públicos que, poco a poco, la gente se apropia.
Los muchachos de los años setenta, por ejemplo, se citaron en el Restaurante Nevelandia; en el Café Intermezzo; en los Billares de don Lampo Flores o en las bancas del parque central, al lado de tío Belis (la estatua que ahora está a la entrada de Comitán, estuvo colocada en el mero corazón del parque central). Cuando el punto de reunión era en un lugar como el café “La Pantera Rosa”, significaba que todos los amigos jalaban la silla y se sentaban ante una mesa para pedir un refresco y estar horas y horas platicando, viendo a quienes caminaban por el portal donde estaba “La casa del ciclista” o “La marina”, la famosa cantina de tío Tavo, el inventor de la macharnuda.
Ahora, no sé por qué, nuestro pueblo se ha hincado ante el Dios Automóvil. En los años setenta, el café La Pantera Rosa tenía unas sombrillas y maceteros sobre la calle, al lado del parque central. Esa calle era un andador, los autos no circulaban por ahí. Era un disfrute caminar y ver caminar a los papás con sus criaturitas, con toda la calma del mundo, sin el peligro de los autos. Los papás acompañaban a sus pichitos y pichitas, quienes, en sus triciclos o con globos en la mano, disfrutaban la tarde.
Cuando el punto de reunión era en un espacio público significaba que iríamos a otro lado. Nos veíamos en la rotonda de don Belis para ir, ya todos juntos, al Cine Comitán. Mi palomilla tenía la costumbre de reunirse en el Restaurante Lupita, que estaba al lado del Cine Montebello. Los domingos era un ritual, una tradición. Nos veíamos en el restaurante de doña Lupita y de don Rica, a la una de la tarde, pedíamos la caguama (bien helada) y la carne adobada, los picles, los frijoles refritos con chile de Simojovel y pedazos de queso, las tostadas, los chorizos y las longanizas. Otra caguama, pedíamos a la media hora de haber llegado. La intensidad de nuestra plática subía. En una esquina, sobre un soporte metálico, había una televisión. Ahí veíamos el segundo tiempo del partido de fútbol, a veces coreábamos el gol, nos levantábamos, subíamos los brazos y no faltaba el que, con el movimiento, tiraba el vaso de cerveza que mojaba la mesa y parte del pantalón. Doña Lupita llegaba y, con una franela, limpiaba la mesa. Pedíamos otra caguama (yo siempre pensé que la “tirada” era el mero pretexto para pedir la otra). A las cuatro de la tarde, ya “a medios chiles”, pedíamos la cuenta, cada uno daba su parte. Armando se colocaba al frente de la fila donde todos los demás colocábamos las manos sobre los hombros del de adelante y en trenecito salíamos del restaurante y nos metíamos al vestíbulo del cine; comprábamos los boletos y, en trenecito, entrábamos a la sala. A esa hora ya había comenzado la exhibición, nosotros entrábamos haciendo el sonido de chucuchú en voz alta. “¡Bolos, cállense!”, decía el respetable y nosotros, ahora intensificando el golpeteo con nuestros pies, subíamos a la parte de arriba del cine. Mis amigos tenían novias, éstas ya tenían apartados sus asientos. Yo buscaba un asiento disponible y veía la película, porque en ese entonces (todavía hoy) no había disfrute más agradable que ver cine o leer un libro. En ocasiones no me quedaba solo, porque alguna novia se molestaba ya que mi amigo siempre llegaba borracho y lo echaba, así que, con la cola entre las piernas, silbaba y yo contestaba alzando la mano.
Nos citábamos en alguna casa. A veces veíamos el box en la casa de Jorge; a veces nos citábamos en su casa (que tenía una sala enorme) y de ahí nos íbamos a los quince de Lourdes o de Lupita; a veces (éstas eran pocas) nos citábamos en una casa para hacer tarea.
En ocasiones nuestro punto de reunión fue la Proveedora Cultural. Cuando esto sucedió yo disfrutaba ver, a través de las vidrieras, los libros más recientes. Si tenía paga compraba el nuevo libro de la Biblioteca Salvat y mientras mis amigos llegaban yo leía a Julio Verne o el inicio de un cuento de la Matute. Ahí aprendí los primeros versos de “Las moscas”, de Machado: “Vosotras, las familiares, / inevitables golosas, / vosotras moscas vulgares / me evocáis todas las cosas…”. Ah, qué belleza. Cada uno de los versos de Machado me hacía ver las moscas rondando por las mesas y encima de las plastas de mierda. Pensaba en esa cualidad de esas “vulgares” para estar, bien tranquilas, en medio de la caca o encima de ese pastel delicioso que, en ese tiempo, preparaba mi mamá: el niño envuelto.
En ese tiempo no existía “la fuente”, que, ahora, es uno de los puntos de reunión más recurridos. Los chavos de estos tiempos tienen sus espacios donde se reúnen. Como los hombres y mujeres de todos los tiempos, si se citan en un lugar cerrado ahí se quedan. “Nos vemos en el Suite”, dicen los chavos y ahí echan el reventón; algunos (debe haber) se citan en el templo de Santo Domingo y escuchan la misa. A veces se citan en los corredores de la Casa de la Cultura. Este espacio es una belleza porque funciona como mera escala o, también, como punto de destino. A veces, los chavos se citan ahí para ir a otro lado; a veces, las parejas se quedan y es como su espacio íntimo donde platican, se besan y se tactean.
Las señales del piso no son agradables. Son espacios destinados para desastres naturales, sobre todo para sismos. La gente llega temerosa. Por ello, el otro día sonreí, cuando vi que un grupo de muchachos jugaba en ese punto de reunión. Los vi sentarse en el piso, sacar unos sándwiches, unos refrescos y, como si estuvieran en un picnic, se recostaron y platicaron. Una de las muchachas (la más bonita, la de pantalón y playera bien ajustados, la de rostro iluminado) les dijo que dijeran güisqui y tomó la selfi, que, minutos después, trepó en el Facebook. Dejaron libre el letrero que decía: Punto de reunión. Me gustó ese juego, donde, como si lo exorcizaran, borraron la niebla de ese espacio tenebroso y lo convirtieron en el centro del juego y de la camaradería.
Posdata: Los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares no lo saben, pero tienen un punto de reunión donde los sismos del mundo no tienen cabida: el corazón.