viernes, 10 de abril de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UN BOSQUE DE PLASTILINA




¿Qué harían si supieran que un niño será un genio de grande? ¿Qué harían si supieran que ese niño será un científico que hallará la cura de una enfermedad “incurable”? Por supuesto que lo cuidarían como a “la niña de sus ojos”, lo enviarían a los mejores colegios para estar bajo la tutela de los mejores maestros; lo becarían, le darían todas las oportunidades para que sus conocimientos no se extraviaran en el fango de la mendicidad.
Pero, ¿qué harían si supieran que un niño perderá sus potencialidades en cuanto crezca? Mariana me dijo que ella pediría, con todas sus fuerzas: ¡que no crezca este niño! ¡Que se quede niño por siempre!
En esta fotografía se ve, al fondo una serie de cuerpos que caminan por la banqueta. Son turistas en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas (ciudad maravillosa). Ellas, las niñas de blue jeans caminan con sus coquetos tenis y cargan bolsas después de haber ido al shopping. La niña de azul celeste viste una blusa adorable. En primer plano se puede observar a dos niños, uno de éstos está recargado sobre un pequeño murete que también sirve como asiento para los cansados o, como en este caso, como mesa de juegos. El otro niño está inclinado sobre el murete y juega con una serie de figuras hechas con plastilina, hechas por él. El otro niño, el del suéter franjas blancas y verdes pistache juega con un carro de plástico que conduce en la carretera de abajo. Se ve cómo un carro rojo hace intentos de superar la montaña azul sobre la autopista superior.
Estos niños son los dueños de este espacio, el parque donde está la estatua de Fray Bartolomé de Las Casas, al lado de una escuela de educación media superior y de un mercado de artesanías. Son los niños dueños y permiten que los demás, como esas niñas bonitas de muslos soberbios, caminen por sus praderas, siempre y cuando sean respetuosos de sus territorios. Porque estos niños, a diario toman posesión de algunas parcelas, parcelas que convierten en sus bosques mágicos.
El niño de la playera de color naranja, el que juega con las figuras de plastilina, que él mismo realizó, es ¡un genio! Por esto Mariana, mi Mariana, pide que no crezca, que siga siendo el niño maravilloso que es. En dos ocasiones que hemos viajado a San Cristóbal lo hemos visto. En la primera ocasión, en medio del bosquecillo que está limitado por arriates, en el parque, comandaba a un ejército de siete niños, él les indicaba por donde debían atacar, como si fuese un Napoleón Bonaparte. Con un palo de escoba, en la mano derecha, les indicaba que formaran dos grupos y que uno avanzara por este sector y el otro dando la vuelta por allá. A una orden suya los soldados avanzaban. Todos jugaban, él jugaba pero con una convicción de que, en efecto, ese espacio era la tundra y tenía que vencer animales poderosos antes de llegar a la fortificación donde estaban los enemigos. Todos jugaban, pero él poseía una energía como si el Universo no fuera más que eso y él tuviera la convicción de que podría terminarse si él, el héroe, no terminaba con el enemigo.
Y ahora, en este segundo viaje, volvimos a toparlo. Jugaba con sus figuras de plastilina. Mariana me dijo que no hablara, sacó su cámara y, de escondidito, tomó esta fotografía. Quise decir algo, pero ella me puso un dedo en mis labios. Nos sentamos y vimos lo que hacía, era como estar frente a Picasso viendo cómo pintaba Las señoritas de Avignon; era como estar (perdón por la irreverencia) frente a Dios a la hora que hacía el pase con su mano derecha y creaba todos los planetas del universo. Si hubiese un Concurso del Niño Más Juguetón del Universo, el niño de la playera color naranja no participaría porque él está encima de solemnidades y de concursos bobos. Él juega porque es como su corazón. Esa tarde él jugaba con figuras amorfas que eran como naves interplanetarias. Mientras el niño del suéter jugaba con un carro de plástico (made in China) sobre el piso, el niño de la playera naranja jugaba con naves y monstruos interplanetarios y, con la seriedad del juego más divertido, volaba por universos muy alejados de donde las niñas bonitas de nalgas altivas caminaban para subirse a su BMW.
¿Qué sucederá el día que este niño crezca? ¿Qué pasará con el Universo cuando él deje de crear naves interplanetarias? ¡Que no crezca, Alejandro! ¡Pide que no crezca!, me decía Mariana, mientras, con una telilla húmeda en sus ojos, me tomaba de los brazos y gritaba lo que gritaba en voz baja, bajísima, de tal suerte que sólo yo lo escuchaba. Gritaba enmudecida para que los niños no suspendieran su juego, porque, se sabe, nunca ha sido bueno interrumpir la labor de los genios.