domingo, 19 de abril de 2015

POR HIGIENE




Lavarse las manos es uno de los actos más sencillos; uno de lo más cotidianos. Imaginemos el departamento de una muchacha que trabaja en una universidad. El elevador de su edificio no funciona, así que ella (llamémosle Sonia) debe subir por las gradas hasta el cuarto piso, porque su departamento es el 401. Cuando ella regresa del trabajo, en la noche, después de cenar dos panes tostados con mermelada y una taza de café, en la fonda de doña Abundia, busca la llave y abre la puerta de la calle. Debe, no puede evitarlo, coger el pasamano para ayudarse a subir. Antes de cenar se lavó las manos en el sanitario de la fonda, un sanitario con muebles en tono rosa subido. Siempre le ha llamado la atención el acto de lavarse las manos, las llena con mucha espuma, y luego el cometido es eliminarla hasta dejar las manos como al principio, sin rastro de espuma. ¿De veras ese acto elimina todos los gérmenes? ¿Elimina todos los bichos microscópicos que recoge cada vez que sube un peldaño y, con su mano izquierda, se apoya en el pasamano lleno de grasa? El pasamano es como el brazo de un sifilítico, lleno de costras, como esas costras que crecen en los trapos de los cocineros o en las jergas de los mecánicos. ¿Cuántas otras manos asquerosas repasan ese pasamano? Los niños juegan con mocos; los hombres orinan y después de hacerlo no se lavan las manos. A veces, cuando llega más noche a su departamento, encuentra en el descanso del piso tercero a una pareja de jóvenes que, amparados en la oscuridad porque el foco de ese piso siempre está fundido, se tentalean todas las partes de su cuerpo. A veces ha visto que la mano de él está escondida en la entrepierna de ella, mientras la mano de ésta se pierde en medio del cierre del pantalón de él. Quién sabe qué excrecencias y fluidos quedan en sus manos. Sonia (llamémosle S para economizar letras) imagina a los amantes del tercer piso al término del acto. Imagina que no tienen papel higiénico y mira (casi lo mira) que el hombre se levanta y embarra su mano en el pasamano para limpiarse la mano que está llena de semen. Lo mismo hace ella. Y luego imagina que su mano (la mano izquierda de ella) debe apoyarse en ese tubo donde los demás (decenas y decenas cada día) también se apoyan para bajar o subir las escaleras. En el piso cinco vive un carnicero; en el segundo piso una muchacha que, según decires de doña Abundia (la de la fonda, que vive en un cuarto de la azotea), trabaja en un prostíbulo. Puede ser cierto, ella, la del segundo piso, siempre viste minifalda y botas negras que le llegan hasta la rodilla; siempre está muy arreglada, con el cabello corto que permite ver el tatuaje que tiene en la nuca, algo como una mariposa que besa a un colibrí, algo así.
Un día, S siguió la recomendación de R y compró un par de guantes y antes de entrar al zaguán del edificio y subir las escaleras para llegar a su departamento, se colocó el guante blanco en la mano izquierda. No volvió a hacerlo. Desde el principio imaginó el resultado. Cuando llegó a la puerta de su departamento (ahí sí hay buena luz) vio que el guante estaba percudido de tanta mugre. Sintió repulsión al quitarse el guante con la mano derecha que también se contaminó. Como ella es diestra sintió doble náusea al ver sus dedos llenos de una mucosidad negra y verde que tenía el guante blanco.
Por ello, S se apoya en el pasamano que tiene al lado de su mano izquierda. Nunca toca el que corre por el otro lado. Con su mano derecha busca la llave de su departamento, abre, deja su bolso en la mesa del vestíbulo y entra directamente al baño (que siempre tiene abierta la puerta), abre la llave con la mano derecha y, sin hacer uso de la izquierda, toma la pastilla de jabón y, con gran destreza, mueve los dedos de la derecha hasta que forma una pasta generosa. En ese momento su mano derecha cubre la izquierda y la llena de esa espuma que, según los anuncios de la televisión, logrará matar el 99.9 de los gérmenes recogidos en los tubos de los camiones, en las perillas de las puertas, en los teclados de las computadoras, en las mesas de los restaurantes, en las manos de los otros al apretarlas para el saludo. Lo que más repulsión le provoca es pensar a la hora que entra al sanitario que emplean todas las compañeras de la oficina. A veces entra después de que María, la gorda que siempre resuella en cada inhalación, sale del sanitario. La imagina sentada, con las piernas abiertas. Sabe que defecó porque el olor es como una bofetada para su olfato. S toma papel higiénico que reparte en todo el aro de la taza para evitar que el sudor de las nalgas de María ofendan su trasero. Al terminar de orinar, toma otro pedazo de papel higiénico y con él, de manera cuidadosa, forma algo como un guante para que a la hora de bajar la palanca no la toque. Regurgita. A veces las náuseas le duran toda la tarde. No come. Cada vez que abre la llave del agua y lava sus manos, las coloca frente a una fuente de luz, puede ser una ventana o una lámpara, y las observa con atención. Imagina que ese punto uno que el jabón no puede eliminar es como un pequeño gusano que se le ha metido debajo de la piel, a través de un poro. Siente pánico al pensar que cada vez que se lava las manos un punto uno por ciento de gérmenes no puede ser eliminado. Hace cuentas. Sabe que lleva miles de veces acunando esos pequeños gránulos de mierda.
Lavarse las manos es un acto de los más sencillos, uno de los más simples.