miércoles, 22 de abril de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DESPUÉS DEL AMANECER




Hay palabras que son más grandes que sus letras. Hay palabras que son como ríos, como ríos de luz o como ríos donde vuelan papalotes.
Una palabra enormísima es Persistencia. Los lectores estarán de acuerdo en que esta palabra dice más que la palabra insistencia. Los persistentes son más, mucho más, que los insistentes. Y esto es así porque la palabra insistencia la usan todos, la otra ¡no!
Acá, en esta fotografía, vuela la persistencia.
He oído a muchachas que les dicen a sus amados que no insistan, que nunca serán sus novias, sus parejas. Veo a los amados dejar las rosas sobre la mesa y retirarse como, dicen, se retiró Napoleón, en Waterloo. Los veo subirse el cuello de la chamarra, meter las manos en las bolsas, abrir la puerta de cristal y salir del café, salir a la lluvia que cae en la ciudad. Las muchachas se quedan tan tranquilas. Se justifican, dicen que es preferible decir un no a tiempo que alentar más esperanzas. Veo a los amados hundirse como grandes trasatlánticos, como si se burlaran de aquella sentencia del Titanic: “No lo hunde ni Dios”. Pobres amados. No saben que su fracaso estuvo en que insistieron y la insistencia es pobre, apenas llovizna en medio del desierto. Ah, si hubiesen persistido. Si hubiesen dejado mil rosas en el dintel de la ventana, mil cartas, mil poemas, mil nubes. Quienes insisten se agotan, como boxeadores mediocres, tiran la toalla. Los persistentes son los que cantan en el Palacio de las Bellas Artes, quienes exponen en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, quienes suben al Everest, quienes (en pleno siglo XXI) siguen jalando burritos en una calle de Comitán. Porque esta fotografía habla de la persistencia de la tradición, de la terquedad de ciertos hombres para trastocar los tiempos modernos. Acá está el hombre jalando un par de burros, enfrentado al auto que viene en sentido contrario, en maravillosa paradoja, en contrasentido del futuro: unos van hacia el futuro, otros caminan, seguros, hacia el pasado. Porque el pasado (los viejos lo saben) era tiempo de persistencia. Ya los modernos nos han dicho hasta la saciedad que estos tiempos son tiempos desechables. Todo se tira, todo se sustituye. Por ello, las muchachas bonitas se atreven a desechar a los amados, como si fuesen toallas sanitarias.
Acá hay un símbolo de persistencia en la calle y en la banqueta. La tierra se resiste y diseña un craquelado sobre la banqueta, porque el cemento es algo que no va con su constitución; la tierra se resiste y empuja la vida en las orillas y en las grietas. Acá, como si fueran millones de tzisimes, las hierbas empujan hacia el sol, hacia donde está el aire. Sólo una cosa expresan: su derecho a vivir. Son persistentes. Les dicen al hombre y a la mujer de estos tiempos que no importa que tanto hagan para agotar la vida, ellos seguirán con la línea que define el universo.
Persistencia es la palabra. El universo no insiste, el universo ¡persiste!, que es un poco decir que existe por sí. La vida persiste. Y acá van los burros obedientes, obedientes al mando del hombre, que va en sentido contrario del auto que, con sus caballos de fuerza, se dirige hacia el futuro.
Ah, si los hombres supieran que deben persistir, con la misma pasión que el mar persiste en reventar sobre las rocas; con la misma efusividad con que Dios coloca todas las mañanas las piezas sobre el tablero.
Persistencia es una palabra huracán, una palabra infinita. Y el infinito no es más que una planta que crece en medio de la grieta, que se abre a la vida eterna.