sábado, 4 de abril de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE MÉXICO




Querida Mariana: México es mi país y es el tuyo también. Como si no bastaran todas las coincidencias que nos unen ¡poseemos el mismo país! No es poca cosa. Tengo amigos cuyos afectos más íntimos son mujeres norteamericanas o españolas. Los comitecos vivimos cerca de la frontera de Guatemala, vamos de paseo a Atitlán, a la Antigua, o vamos de compras a La línea. No es raro, entonces, que algún comiteco se enamore de una patoja. Quien se enamora de una patoja (chapina, guatemalteca) adquiere una doble nacionalidad, porque el amor no es más que atar otra cuerda al nudo que ya poseemos. Por eso, cuando hay una coincidencia de patria hay una coincidencia de realidades y de sueños. Nosotros respiramos los mismos aires limpios y, de vez en vez, padecemos los mismos olores de albañal.
Me llegan Noticias del Imperio, querida Mariana. Esas noticias dicen que Fernando del Paso cumplió ochenta años. Los cumplió una mañana de Semana Santa. Y esta noticia hace que yo recuerde dos cosas: una, que te debo un libro, el libro de don Fernando que se llama “Palinuro de México”. Una tarde, en el corredor de tu casa, mientras tomábamos té de limón, te dije que esa novela es brillante. Y dos, también hace que yo recuerde mi infancia en temporada de la Semana Mayor, en Comitán.
Molcas es el sobrenombre que, en algún instante, elegí. El mejor amigo de Palinuro es el Molkas. Mis alumnos me han puesto mil apodos, pero ninguno ha logrado sobrevivir. Digo sobrevivir por encima del nombre. Sé que los apodos los callan. Ahora, mis alumnos universitarios (ellas, sobre todo) me dicen Moli, apócope de mi apellido. Muchos de mis ex alumnos sí me dicen ¡Molcas! Cuando voy por la calle y ellos caminan en la banqueta de enfrente o van conduciendo sus autos, gritan: ¡Molcas!, yo me paro, vuelvo la mirada, levanto la mano y los saludo. El Molcas lo retomé de la novela de Del Paso y de un cuento de Héctor Aguilar Camín (“Mañana lloraré”). No sé cuántas personas en el mundo eligen su sobrenombre, pero yo sí lo hice y ando en el mundo bulbuluqueando mi apodo por todos lados. Pensé que si debía tener un apodo, que fuera, cuando menos, algo como un homenaje a los libros, que tanta vida me han dado. Pero cuando alguien me dice otro apodo no me molesto, es como si alguien tocara un güiro sordo y discreto. Dos minutos después ya la melodía está en el fondo de un barranco. El otro día, un compa que trabaja en el ayuntamiento quiso ofenderme y me dijo “papa”, dizque así había escuchado que me decían de apodo. Yo sonreí y dije que no me decían así, que había escuchado mal, que a mí me lo dicen con tilde: papá, y lo repetí ¡papá! Se quedó mudo. Seguí caminando. A mí no me ofenden los apodos. Sé quién soy y cómo me llamo. Como dijera el clásico: buena lana gastó mi papá en el registro civil y en mi bautizo para nombrarme Alejandro Benito.
Hace años conocí, en la Ciudad de México, a una muchacha bonita que cuando le pregunté su nombre, me dijo: “Me llamo Grandet, con t al final”, y cuando lo dijo fue como si escupiera la te con una dignidad de reina. Ya luego, uno de sus amigos me confió: “La grande está medio tocada. El nombre lo robó de una novela francesa”. Investigué y di con la pista: era el apellido de Eugenia, título de la novela de Balzac: “Eugenia Grandet”. El amigo dijo que era una muchacha rara, a mí se me hizo genial; admiré que, a fuerza de su insistencia, supliera el común Guadalupe que llevaba de pila por el enormísimo Grandet. Hay gente que retoma nombres de personajes sublimes del cine o de la literatura. Lo hace sólo para sentirse parte de otro mundo. Sí, Mariana mía, reconozco que en mi intento de tener el sobrenombre de Molcas existe el deseo de mezclarme tantito en ese mundo donde los personajes permanecen inalterados.
Ochenta años cumplió don Fernando. Una de sus declaraciones fue que hubiese podido dar más en la vida, pero que está satisfecho con lo realizado. Ah, es que la vida es apenas un instante, no alcanza para hacer más. Pero don Fer ha dado mucho, mucho más que muchos. Basta leer ese prodigio de novela: “Palinuro de México”, para entender que hay hombres y mujeres que son como cielos. Inicialmente pareciera que construyen icebergs o montañas. ¿Quién se atreve a escalar el Everest sin piolet y cuerdas? Mas cuando, después de largas jornadas de camino al lado de precipicios, se llega a la cima, basta mirar el horizonte desde ahí para entender que esos hombres y mujeres han valido la pena. Los ochenta de don Fernando han sido un privilegio para la vista y para el espíritu. Su palabra no ha sido la cuerda que enreda cuellos sino la que ayuda a construir puentes.
Y al saber que don Fernando cumplía ochenta, recordé que te debo el libro y, como los cumplió en semana santa, recordé una tarde en que mis papás me llevaron al templo de Santo Domingo, para escuchar el Sermón de las Siete Palabras. El interior del templo era como una sucursal del infierno. Había tanta gente que el clima templado de afuera había sido convertido en un clima parecido al de Tonalá, pero sin el agua del mar. Apestaba a sudor revuelto con perfume barato y con cerveza, porque un borracho estaba a mi lado. Pensé que los comitecos eran fregones y hacían una representación muy real del momento en que crucificaron a Cristo, en medio del polvo, de la sangre y del hedor de los soldados romanos.
¿Siete palabras? Uf, don Fernando no se conformaría con tal economía de lenguaje. Don Fer es basto. La riqueza está en la selva de lianas que conforman su selva literaria. Ah, qué deslumbre de rebose, qué manera de vomitar luz.
Esa tarde, donde las mujeres vestían de luto y los hombres llevaban traje oscuro, en medio de ese sopor, el cura se aventó un sermón como de hora y media. Yo esperaba que, en efecto, el padre repitiera siete palabras, pero resultó que tampoco Jesús dijo ¡siete palabras! Son más. Aún no sé por qué la iglesia insiste en llamar al sermón el Sermón de las Siete Palabras, cuando son más, muchas más. Pero, bueno, querida Mariana, ya sabés cómo somos los humanos. Nos encanta complicar lo sencillo.
El momento que más me impresionó fue cuando el sacerdote dijo que explicaría “la quinta palabra”. El padre colocó sus manos sobre la tribuna y, como si fuese un actor del cine mexicano de la época de oro, dijo: “Tengo sed”. Yo quedé viendo a mi papá y miré que él, igual que yo, igual que todos los que estábamos en el templo: teníamos sed. (Creo que el más sediento era el bolo de mi lado, porque a esa hora, se hincó, apoyándose en el asiento de la banca, se medio persignó y salió trastabillando). Entendí que Jesús hablaba de una sed física porque un soldado romano, en lugar de darle agua, metió una esponja en vinagre, la ensartó en la punta de la lanza y alcanzó los labios del Señor, en uno de los actos más mierdas que registra la historia. Pensé que no era justo que le hicieran eso a Jesús, un hombre que había recomendado el amor al prójimo. Y ahí estaba ese prójimo cabrón haciendo más intensa su sed. Digo que supe que Cristo hablaba también de una sed espiritual, porque, años más tarde, el padre Carlos, una mañana en que platicábamos en su oficina, me explicó el concepto de sed. El padre dijo que Jesús hablaba de una sed más allá del agua, me dijo que los hombres más estériles son los que no tienen sed. El mundo, dijo el padre, es de los sedientos, de los que no están conformes con lo que tienen o con lo que son. Al final, el padre dijo que los hombres y mujeres deberíamos tener sed de acercarnos a Dios, de abrir norias en la tierra para alcanzar el agua del cielo. Y esa imagen me gustó, querida Mariana. Desde entonces, pienso lo mismo que el padre Carlos, miro por todas partes que los hombres y mujeres que tienen sed son los que logran las transformaciones personales y de la sociedad. El mundo alcanza mejores aires, gracias a hombres y mujeres que abren sus bocas y sus espíritus porque tienen sed de justicia, de aprender, de ser, de vivir.
Como si hubiese yo presagiado qué iba a decir muchos años después el Procurador de la República, jalé la tela del pantalón de mi papá y le dije: “ya me cansé”; entonces, mi papá, contra su costumbre, le dijo a mi mamá que saliéramos ya. El rito estaba por concluir. Nosotros estábamos chapeados por tanto bochorno. Pedimos permiso entre tanta gente y salimos a la luz de la tarde, al aire libre del centro de Comitán. En ese tiempo todavía se conservaba la manzana frente al atrio del templo. Caminamos por la banqueta, le dimos vuelta a la manzana y llegamos al parque. Ahí, mi papá me compró un globo y luego fuimos a la Lonchería July y compramos tres tortas de pierna que fuimos a cenar a la casa.
¿Siete palabras? No, a mí tampoco me alcanzan. Desde entonces he leído decenas de libros y he bebido cientos, miles de palabras. Sigo al pie de la letra lo que el padre Carlos me enseñó: ¡soy un hombre que tiene sed! Sed de leer, de acercarse al mundo de la literatura. Gracias a los libros conocí el prodigio de la palabra de Del Paso, quien, hace días, cumplió ochenta años.

Posdata: Pude nacer en otra ciudad, en otro país. Por fortuna nací en Comitán y tengo a México como mi país. A veces pienso que las fronteras son una estupidez y sueño en que el mundo las borrara, pero mientras llega ese día, me siento orgulloso de esta patria y agradezco porque vos también seás de acá. Tenemos los mismos anhelos para nuestra patria; olemos los mismos hedores de albañal que, a veces, vuelan por encima del aire limpio que todos deseamos para este país. De acá, también, es don Fernando Del Paso, por eso mismo Palinuro no es de Francia ni de Sudáfrica, Palinuro, igual que el Molkas, ¡es de México!