lunes, 13 de abril de 2015

MECHE, LLEGASTE TARDE




Tenía catorce años. Mis amigos tenían catorce o quince. Nuestras amigas tenían trece o catorce. Alguna tenía dieciséis. Íbamos al Cine Comitán o al Cine Montebello. Cuando íbamos al Comitán veíamos películas mexicanas. Mis amigos tenían novia. Les compraban órdenes de tacos dorados y un refresco. No veíamos películas “palomeras”, porque no comíamos palomitas como ahora todo mundo consume en el cine. Nosotros veíamos películas “taqueras”. Bueno ¡no!, porque a veces eran unas películas tontas y absurdas; en cambio, los tacos que vendía doña Lola, en la dulcería del cine, eran tacos sublimes.
Mis amigos, después de muchos días o meses, se atrevían a tocar la mano de la novia y éstas, como si fuesen primas hermanas de la Virgen María, se resistían. Poco a poco iban avanzando. Pasaban más meses, hasta que un día mis amigos les tocaban los pechos. Ellas, como si fuesen el Espíritu Santo en minifalda, se resistían. ¿Hipócritas? ¿Beatas? ¡No! Estaban hechas a imagen y semejanza de la Novia de América: Angélica María.
Ah, cuánto daño nos hizo Angélica María. Íbamos al cine y veíamos sus películas. Ella siempre estaba acompañada por Enrique Guzmán, con sus cantos de tiuca destrozada; por César Costa, con sus suéteres a rayas y su cara de billete arrugado; o por Alberto Vázquez siempre de traje. ¿Qué podía esperarse de una generación que creció viendo la cara y las actitudes de una muchacha tonta? ¿Qué podía esperarse de muchachos que imitaban a Enrique, César y Alberto?
Las muchachas actuaban y sus papeles eran representar a Sor Yeyé. No bastaba con Angélica sino que, además, el cine mexicano nos endilgaba a Hilda Aguirre, quien, mientras cantaba, barría el corredor del convento.
Crecimos viendo modelos de muchachas modositas y recatadas. Soñamos, entonces, tener a una novia con tales características y, por eso, mis amigos toleraron, e incluso dieron gracias a Dios, tener novias que sólo se dejaban tocar, de vez en vez, los pechos y los muslos. ¡Nunca ir más allá! Más allá estaba la zona del pecado de donde era muy difícil regresar. Así lo decían las mamás (las pinches madres que crecieron viendo a Sara García y a Libertad Lamarque. ¡Dios mío!). Yo no tenía novia, pero soñaba con una revoltura Angélica Hilda. Una con la que estuviera en el parque, viendo los pájaros y el atardecer; una con quien compartiera mis mejores momentos. Otra vez ¡Dios mío!
Pero una tarde, ya con dieciséis años, entré al cine. Solo. Compré una orden de tacos, una bolsa de cacahuates japoneses y un refresco. Me senté en una butaca pintada de rojo y en la pantalla asomó Meche Carreño. Otra vez: ¡Dios mío! ¿Así que no todas eran palomas culonas y apretadas como la Angélica? Había otro tipo de mujer, una más plena. Meche, con su cabellera larga, que era como una cascada, se recostaba sobre la arena caliente de alguna playa y dejaba que su amado buscara estrellas de mar por en medio de sus muslos. Lo más relevante era que el amado, en efecto, hallaba esas estrellas de mar y Meche cerraba los ojos, colmada. Ella no fingía, era como un río y se dejaba besar por el aire y por las manos de quienes buscaban mitigar su sed.
¡Bonita historia! Meche llegaba tarde. Ya muchas no dejarían de ser Angélicas. Ya muchos no renunciaríamos al ideal de buscar una paloma culona y apretada, modosita, como dijera Javier “con temor a Dios”, porque la Meche estaba besada por el diablo. Tarde, ya muy tarde, llegaría la Lety Perdigón, con pechos grito de jaguar, y pezones como de taza de café en tarde de lluvia. Meche, Lety, llegaron tarde. Ya Angélica nos había jodido. Nos había torcido a nosotros y a nuestras amigas.
Y desde entonces, los de mi generación nos emocionamos con las Meches del mundo. Pero, ¡eso sí!, queremos a Angélicas a nuestro lado.
Muchas veces soñé con Angélica, la imaginaba encuerada. Imaginaba sus pechos y su Monte de Venus, pero era frustrante, porque sus pechos eran como dos panes franceses desabridos y su entrepierna mostraba un pequeño macollo de pelos azufrados. Ya Meche había prendido la flama. Me gustaban los pechos altivos, morenos, como potros en medio del bosque; me gustaba una generosa mata de pelos negros, como selva misteriosa.
Por esto, hasta la fecha, las muñecas rasuradas no conmueven mi emoción. Las veo como Angélicas. Me gustan las Meches, admiro las mujeres que son como el aire, que son como la brasa del fogón. Me caen mal las mustias que llevan algo de la Novia de América en su piel y en su corazón. Esto debe ser porque es mi forma de reclamarle al cine mexicano el mal que nos hizo al presentarnos como modelo de muchacha una bobalicona y mustia.