miércoles, 15 de abril de 2015

FRENTE A LA ESTUFA




Paty y yo nos hicimos novios una tarde. En términos estrictos yo nunca había tenido novia. Fue mi primera y única novia. Era delgada como una brizna y siempre, siempre, sonreía. Estar con ella era entrar a un bosque con aire calmo.
A los dos meses de novios yo ya le pedía que se casara conmigo. Era la certeza de que había conocido un país donde mis sueños tendrían una nacionalidad propia. Desde los primeros días algo me quedó claro: a ella no le gustaba la literatura ni le gustaba la cocina; a ella le gustaba el cine y le gustaban los animalitos (yo bromeaba y le decía que como siempre había sido un animal nos llevaríamos bien). A la fecha, después de treinta y dos años de casados, nos llevamos bien. Vamos al cine muy seguido y disfrutamos ese instante; reconozco y admiro la forma en que trata a los animalitos, todos, y de manera especial, los de la casa. Es muy amorosa. Una vez tuvimos una iguana en casa (Iguanol, le llamó. En ese tiempo estaba de moda un artistillo que ya anda perdido: Imanol y los muchachos universitarios que llegaban a nuestro local, así le llamaban). Era tanto el cuidado que Paty le dispensaba a ese animalito que, en una ocasión, un cliente ya mayor le dijo que si la reencarnación era cierta él pedía llegar a las manos de mi Paty. Al principio me enchinché porque la declaración del viejo llevaba jiribilla, pero luego entendí que, al quitarle el chanfle, la declaración era el reconocimiento al amor que Paty le dispensa a los animalitos. Yo trato de ser un animal para que ella me siga queriendo, en la misma forma que yo la quiero. Las otras dos cuestiones tampoco han sido impedimento para recorrer juntos el tramo de vida que Dios nos ha dispensado. ¿No le gusta la literatura? Qué importa, leo solo y siempre hay un mundo afuera para compartir lecturas. ¿No le gusta la cocina? ¡Qué importa! Qué importa si de sus manos he recibido, en lugar de panes compuestos, su corazón pleno y generoso.
Cuando éramos novios, un mediodía fuimos a un bosque cercano a Francisco Sarabia (camino a las ruinas de Tenam). ¿Qué compramos para comer?, fue mi pregunta (ya había comprado tres cervezas para mí y dos refrescos para ella). Me dijo que compráramos pan Bimbo, jamón, jitomates, cebollas, un frasco de mayonesa y una latita de chiles. Dijo que ella hacía ¡los sándwiches más ricos del mundo! La vi untar la mayonesa sobre el pan; colocar la rodaja de jamón como si colocara la primera piedra de un edificio de cuarenta pisos; colocar dos rodajas de jitomate con una disciplina y estética semejante a las que usaron los diseñadores de los jardines de Versalles. ¿Qué tal?, preguntó cuando le di la primera mordida. Hummm, hmmm, dije, sí, mi vida, son maravillosos. Ella sonrió. Era su máxima creación, su quedar bien: sándwiches de jamón.
Ya casados, una tarde me dijo que ella sabía hacer las tortillas con nata, como nadie más en el mundo. ¿De veras?, pregunté. Asombrado porque después de los sándwiches no había vuelto a manifestarse su espíritu culinario. Abrió el refrigerador, sacó la nata, prendió una hornilla de la estufa, puso a calentar una tortilla, le untó nata y luego, con la misma destreza que había mostrado la tarde del sándwich, regó algunas gotas de limón y agregó tantita sal. Me la sirvió en un plato (de la misma manera que las cocineras de Comitán ofrecen las tortillas con asiento) y me dijo que la comiera rápido, así calientita. ¿Qué tal?, preguntó. Y yo dije que sí, era la tortilla con nata, limón y sal más exquisita del mundo.
Me quedó claro que no le gustaba la literatura ni, tampoco, la cocina; pero de vez en vez escucha algún texto que le comparto y me hace sugerencias, atinadas, muchas de ellas.
El otro día me dijo que haría el platillo más exquisito de toda esta parte de América y me mostró una pieza de chicharrón de hebra, un pedazo de cáscara de chicharrón. Vi que cortó en trozos pequeños el chicharrón de hebra, puso la cáscara de chicharrón sobre la mesa y como si fuese Bruce Lee le metió un karatazo y luego colocó los trozos de ambas esencias en un sartén; luego agregó el jitomate cortado, también, en pequeños trozos y una cantidad decente de pedazos de cebolla, prendió la hornilla y, con una cuchara, le dio una vuelta por aquí y otra en sentido contrario, como he visto que hacen las mejores chefs del mundo. Al final, cuando ya el guiso olía bien, ella tomó una cuchara de madera, tomó un poco del sartén y la puso sobre la palma de su mano izquierda y la probó. Yo estaba atento, casi casi como si presenciara el despegue de un satélite y esperara que éste dejara la órbita terrestre para respirar tranquilo. Vi a Paty cerrar los ojos, abrirlos y con el pulgar levantado darme a entender que había preparado el más exquisito platillo de chicharrón de hebra con cáscara de chicharrón aderezado en una salsa de jitomate y cebolla. En la noche, cuando regresó de la comida con sus amigos me dijo que todos la habían felicitado.
Desde el primer día me quedó claro que Paty no era aficionada a la literatura ni a la cocina. Pero, sus incursiones en ambos territorios han sido ¡prodigiosos! Una vez escribió un haikú, y ya hubiese querido Tablada escribir como ella. Sólo uno escribió y, entre tanto papeleo, lo extravió. ¡Una verdadera pena!
La otra pena es que ahora ya no como sándwiches (me pierdo los de jamón que ella prepara); ya no como nata, por lo tanto me pierdo sus tortillas únicas y deliciosas; y, por supuesto, no como carne, menos de cuch. Ya no probé su más reciente platillo que, no dudo, podría entrar, tranquilamente, como una delicia exótica en la carta del restaurante Maxim’s, de París.
En los años setenta fue famosa la frase: “Amor es no tener que pedir perdón”. Esto debe ser entre humanos, entre animales amor es esperar que ella llegue a casa. Cuando mi Paty sale, nuestra perrita se confunde y entra en desasosiego, se sube a un sillón y ahí espera pacientemente que mi Paty regrese. Cuando ella abre la puerta, la perrita se para en dos patas y con sus manitas rasca la ventana en signo inconfundible de su alegría porque Paty volvió a casa.
Hace más de treinta años, le pedí a Paty que viniera a casa. Ella, siempre generosa, amorosa, aceptó. Y yo, cuando ella regresa a las nueve de la noche, después de estar en casas de sus amigos, yo, como la perrita, también muevo mis dos manitas.
En el parque, en las calles y en cualquier lugar veo muchas muchachas bonitas, a mí me gusta ver sus pechitos alborotados, como jugosos frutos de temporada. Uf, hay tantas niñas lindas en el pueblo, en el mundo; pero, la verdad, es que la niña más bonita de mi vida sigue siendo ella. Mi Paty ya no es la niña delgada, su carita tiene una arruguita; yo ya perdí los dientes y a veces no recuerdo el día exacto de su cumpleaños, pero la sigo queriendo, mucho, porque ella es mi casa, la estancia más dulce de mi espíritu.
Me quedó claro que no le gustaba la literatura ni la cocina; pero disfrutamos nuestras coincidencias: el cine y el respeto y amor a los animalitos. Ella es una buena mujer, ella es linda.