martes, 26 de junio de 2018

CARTA A MARIANA, DESDE COMITÁN




Querida Mariana: Veo en la televisión una entrevista que le hicieron al poeta Hugo Gutiérrez Vega. Él murió hace dos o tres años, pero lo veo como una montaña viva en la pantalla. Él, de pronto, ¡oh!, recuerda que nació en Guadalajara. No pensaba en vos, pero en cuanto Gutiérrez Vega pronunció “esa región con nombre”, tu nombre creció en mi memoria.
¿Cómo te va? Estas últimas cartas van de Comitán a Guadalajara. Las demás (cientos de cartas) han sido enviadas desde Comitán “hasta” Comitán, casi casi como si tocara en tu ventana y te las diera mano a mano. Ahora es preciso que la paloma mensajera del Internet de este siglo te las entregue hasta allá en donde ahora tu mirada se desprende de tus ojos, como se desprenden las hojas de los árboles en otoño. Sí, te extraño. Extraño tu sonrisa a mitad del parque central o en una banca del parque de San Sebastián. Pero me fortalece que ya pronto volverás. Sólo falta un mes.
Para camuflar tu ausencia me he dedicado a ver cine (en YouTube), a pintar, a escribir y a leer. Dirás que es lo que hago cuando estás aquí. Sí, pero el aire de este tiempo tiene como cuerdas de alambres de púas a la hora que respiro. No te digo: ¡Vení ya!, porque sé que tu estancia allá es esencial para tu desarrollo intelectual y espiritual, pero le pido al tiempo que se apure, que le meta julepe, que deje de hacerse tacuatz y corra, corra como si el destino tuviera un límite antes de que acabe el mundo. Vení ya. Los viejos resentimos más las ausencias, el tiempo se convierte en una hamaca que no se mueve, que está ahí, colgada en medio de dos pilares sin hacer más que dejar pasar el viento. Los viejos quisiéramos ser como el viento, pero no somos más que los huecos que construyen el misterio de las hamacas.
Ahora, cuando me acerco a la ventana de la sala y miro las plantas que sembró mi mamá y que ahora están bellas porque la lluvia les ha puesto collares que enriquecen sus cuellos de damas exquisitas, pienso en los viejos que tienen lejos a sus hijos, los que, por cualquier motivo, no viven cerca de donde nacieron. Mi madrina Elena murió sola en su casa. Su esposo Mario no fue mi padrino, no fue, porque él murió cuando sus hijos tenían pocos años de vida y yo tenía dos. En el pueblo contaban que murió en otra ciudad, murió de un balazo, en una cantina de piso de tierra.
Sus hijos (tres), desde jóvenes dejaron Comitán y fueron a estudiar a la Ciudad de México y allá se quedaron. Los hijos venían de vez en vez, muy de vez en vez, llegaban a casa, saludaban a mi madrina y, de inmediato, iban a casa de los amigos para reunirse con ellos, para ir a Uninajab, para ir a ranchos, para ir a Los Lagos. Llegaban a casa en la noche, se levantaban tarde, desayunaban, platicaban un rato con mi madrina y luego volvían a salir para reunirse con los amigos. Mi madrina murió sola. Una madrugada (el certificado de defunción dijo que sufrió un infarto fulminante, entre las dos y las cuatro de la mañana) la madrina murió. Murió sola.
Pero si digo o escribo: “Mi madrina murió sola” no digo algo sorprendente. Todo mundo muere solo. Debo escribir: “Mi madrina vivió sola”. Esto sí tiene el hielo de la ausencia. Vivir solo es como vivir en cadena perpetua, en una cárcel asfixiante.
A veces imagino las horas anteriores a su muerte, cuando aún estaba viva, sola, muy sola, imagino que puso a calentar un poco de café en la hornilla, partió un pedazo de cazueleja, se sentó en la mesa de seis sillas que siempre hubo en el comedor de la casa, y, viendo hacia la pared, donde estaba el cuadro de la Última Cena, comenzó, como canario, a pispiar pedazos de pan. En la otra habitación, la pantalla de la televisión mostraba imágenes para nadie. El sonido llegaba sordo y opaco hasta los oídos de mi madrina, quien, sin duda, dedicaba su pensamiento a otras imágenes. ¿Qué pensaba? Imagino que se sentó en la orilla de la cama, sacó su libro de oraciones y, con el auxilio de la luz de la lámpara del buró, pidió a su Dios que bendijera a sus hijos, hijos que desde que tuvieron dieciocho años estuvieron ausentes. ¿Cómo sobrevivió mi madrina esa ausencia casi infinita? Sus hijos llegaban a Comitán, de vez en vez, abrazaban a su mamá, dejaban las maletas en los cuartos y luego se despedían porque iban a reunirse con los amigos, quienes los recibían con emoción y alegría.
Hugo Gutiérrez Vega, en la pantalla de la televisión, habla de su infancia en Guadalajara (pienso que algunas de las calles que él caminó vos ahora las caminás). En varios momentos de la entrevista recuerda algunos de sus poemas; en uno de ellos dice: “Era el tiempo en que se nos abría el paraíso / en todos los minutos del día. / Días de minutos largos, / de palabras recién conocidas”. Pienso, entonces, que cuando estás acá, al lado de tu novio y de tus papás; acá, en tu pueblo, a todos se nos “abre el paraíso, en todos los minutos del día”.
Posdata: Te envío una postal que encontré en San Cristóbal. El otro día fui y, ¡fue inevitable!, pensé en la vez que fuimos a comprar cervecitas dulces.
Vení ya. ¿Qué tiene Guadalajara que no tenga Comitán? No lo digás, porque si comenzás a mencionar las ventajas de aquella gran ciudad, pensaré que decidirás quedarte allá un tiempo más. Tardá el tiempo que querás, pero ojalá que ese tiempo no quiera tardarse más.