miércoles, 27 de junio de 2018

ILIMITADO, INFINITO




En un libro leí que el diccionario es limitado, tiene un número finito de palabras, pero el proceso creativo; es decir, la posibilidad de escribir textos con ese número finito de palabras es ¡infinito! Por eso, la escritura es prodigiosa. Más prodigiosa que cualquier otra posibilidad de vida. Si pensamos en el sexo vemos que es, sí, qué pena, limitado. Nunca he leído el Kama Sutra, pero los que lo han leído cuentan que es maravilloso, porque enseña muchas posiciones para hacer el acto sexual. ¿Cuántas posiciones? ¿Decenas, centenas? Por más posibilidades que muestre, siempre serán limitadas y no sólo por la imaginación sino por las capacidades físicas. Siempre que alguien menciona el Kama Sutra pienso en mi primo Andrés, pienso en sus ciento y tantos kilos y en su redondísimo vientre que es como una de esas ollas de barro inmensas que antes colocaban en el patio de las casas para recibir agua de lluvia. Mi primo camina con dificultad. Tiene cincuenta y tantos años de edad y siempre presume que sigue siendo muy arrecho; es decir, que aún tiene potencia sexual. Pero (lo imagino) ¿qué puede hacer el pobre hombre sobre la cama con compañía femenina? ¿Puede hacer algún numerito de esos que vienen en el Kama Sutra? ¡No, por el amor de Dios! Entiendo que las ballenas (perdón) sólo se aparean de una manera. Mi primo (perdón), en la actualidad, no tiene más que una opción: Recostarse en la cama y ponerse boca arriba. No puede hacer el acto sexual en la posición de misionero, porque si la mujer en cuestión se coloca debajo de él terminará aplastada como almohada bajo una moto conformadora. A Andrés de nada le sirve saber que, según el Kama Sutra, hay cientos de posiciones. Bueno, en realidad, pocos mortales pueden realizar ese tipo de acrobacias que más bien parecen destinadas a personas expertas en trapecios circenses. Mi amigo Guayo me confesó el otro día que se echó una canita al aire y llevó a una chica al departamento de un amigo. Subió a la chica a la mesa del comedor (como había visto en no sé qué película) y él quedó parado frente a ella. Con ambas manos la tomó de las sentaderas y la jaló para sí. Él, para lograr el acto, debió ponerse un poco en puntillas. ¡Ah, no lo hubiera hecho! En el esfuerzo sintió que ambas piernas comenzaban a paralizarse (cuando lo que debía estar paralizado era otro miembro). En ambas piernas le dio calambres, tan fuertes, que no pudo sostenerse en pie y terminó en el suelo, suplicando que su compañera (como lo había visto en la televisión) le tomara de ambas piernas y, como si fuese un futbolista a mitad de la cancha, lo masajeara. En medio de carcajadas me contó que eso le había sucedido en un simple levantarse de puntillas y juró que nunca intentaría hacer lo que tanto había soñado y que es abrazar a la mujer en cuestión, estando él de pie y ella con las piernas cruzadas sobre su cuerpo, sin que ella toque el piso. ¡No, no!, me dijo, eso debí hacerlo de joven.
Pero, los jóvenes también saben que el catálogo de posiciones es limitado. Ellos también prefieren posiciones menos equilibristas. Un sesenta y nueve no significa mayor peligro ni mucho esfuerzo, pero el famoso y mítico “Salto del tigre” conlleva mucho riesgo. ¿A quién se le ocurre subirse al ropero y lanzarse con la intención de introducir el miembro en la vulva, de un solo intento? Esto es una bobera que sirve para chistes, pero no falta el que, en serio, lo intenta y termina con el miembro fracturado, porque en lugar de introducirlo en el huequito se da contra la rodilla de la dama que, en último momento, cierra los ojos y, en movimiento automático, cierra las piernas.
Por eso digo que es espectacular la posibilidad del acto creativo; es ilimitado y no conlleva riesgos. En un cuento de Daniel de la Rosa, una pareja se mete en un barril de madera lleno de miel. Ambos están desnudos. Primero se mete la mujer, en esa sustancia viscosa, con un aroma exquisito. Su pubis no está rasurado, cuando la miel llega a su vientre, ella no puede resistir la tentación de tocarse el Monte de Venus, porque sus dedos se enredan en su vulva como si ésta fuera una telaraña en un pomo de jalea. Luego se introduce el hombre. Una aureola de abejas los acompaña, El zumbido de las abejas es como un recibimiento amoroso. Ambos amantes tienen la miel hasta el cuello, están ligeramente acuclillados, sus manos tratan de alcanzar el cuerpo del otro pero es difícil. La sensación es inenarrable, él le dice que no tiene erección, ella le dice que no se preocupe, la cercanía de su cuerpo es muy satisfactoria, se besan, mientras ella juega con su pubis y él, también, juega con su miembro que está en su mínima expresión. Después de muchos minutos, ambos deciden que ha sido una experiencia increíble, deciden salir, colocan sus manos en el borde del tambo para salir, pero les resulta difícil, la sustancia tan pegajosa pareciera convertirse en algo como pegamento que les impide salir. Comienzan a pedir auxilio, gritan. Están solos en el granero y éste está lejísimos de las casas de la finca. El esfuerzo físico los agota. En medio de la somnolencia, ella siente un dolor agudo, pero soportable, en su espalda, logra llevar una mano hacia la zona y distingue unos brotes como pequeñas alas, sabe que se está convirtiendo en una abeja reina.
El cuento deja la sensación de quedarnos a deber en su final, pero la lección es que en la creación las posibilidades de juego son infinitas. Los amantes que juegan con la palabra tienen más posibilidades de acceder al erotismo que aquéllos que insisten en agotar las posiciones del Kama Sutra.