lunes, 25 de junio de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL EXCESO EN EL FESTEJO




Querida Mariana: Rodrigo dice que los mexicanos no estamos acostumbrados a ganar. Por esto, cuando ganamos algo caemos en el desborde. Quienes, de manera frecuente, gozan el triunfo lo toman con la misma tranquilidad con que la niña mira el milagro del colibrí frente a la flor. Lo que Rodrigo dice no es algo novedoso, ya Octavio Paz, nuestro Nobel de Literatura, en el “Laberinto de la soledad”, acerca de los festejos religiosos o cívicos, apuntó: “… el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del general Zaragoza…”. Así somos, diría Mateo.
En las redes sociales medio mundo ha exhibido los excesos en que han incurrido muchos mexicanos al celebrar las dos victorias de México en el Mundial de Rusia.
No sé si eso justifica mi deseo de que no gane la selección de nuestro país. Muchos pensarán que soy un malinchista, que soy un hijo de mala patria. No es así. He disfrutado, como muchos, los partidos de fútbol. Lo seguiré haciendo. Confieso que no soy el clásico espectador apasionado. ¡No! En realidad veo mientras leo o al contrario: leo mientras veo; es decir, siempre estoy con un libro y pongo mi atención en lo que leo, pero, cuando el Perro Bermúdez dice que era suya o que la quería colocar donde las arañas tejen sus redes dejo el libro y veo la acción. Me seducen las multitudes. Disfruto mucho el disfrute de todos los aficionados que están en los estadios y gritan y se llevan las manos a la cara cuando el jugador de su selección falla el gol frente a la portería o cuando se levantan en automático, levantan los brazos y abrazan a su prójimo porque el balón entró en la portería. ¡Es tan escaso el gol que el festejo sí merece la explosión de los sentidos! Esto lo disfruto. Me seduce ver cómo las multitudes abandonan, como suéter, su individualidad y se mezclan en un todo homogéneo que es como un mar de aficionados embriagados por la pasión. Las multitudes llaman mi atención. Quedo anonadado por las multitudes en conciertos y en partidos de fútbol.
Disfruto que los aficionados se diviertan y celebren las victorias y, también, sufran las derrotas. Esa hora y media del partido es la grieta que permite tirar lo cotidiano al albañal y es la ventana que da acceso a lo novedoso, a lo inusual.
Me encantaría que ir al estadio de fútbol fuese como ir al cine o como ir al templo o al parque de diversiones. Las personas que van al cine disfrutan la hora y media de la cinta con intensidad, gritan y agarran los descansabrazos con furia a la hora que el dinosaurio brinca la cerca electrificada y camina detrás del jeep de los científicos y el chofer no logra que el motor encienda y le da una y otra vez al llavín, mientras el gigantesco animal se acerca más y más. Cuando la cinta termina, los cinéfilos salen de la sala, comentan la cinta y van felices por ese cambio de rutina. Lo mismo sucede con los creyentes, cantan y oran en grupo y al final salen del templo como si hubiesen recibido un baño de luz. ¿Imaginan que los católicos salieran del templo y treparan sobre los carros y bailaran sobre los techos y quebraran cristales y se manifestaran en las plazas de todas las ciudades y se subieran a sus autos y, con el acelerador a fondo, dieran vueltas y vueltas en círculos y se emborracharan y pelearan y se golpearan y se burlaran de todos los ateos y cuando alguien preguntara por qué lo hacen, todos dijeran que es porque “Estuvieron con Cristo”?
El fútbol, qué pena, provoca los más oscuros sentimientos, hace que afloren los complejos y se desborden los ánimos. Tal vez Rodrigo tiene razón: los mexicanos no estamos acostumbrados a ganar, por eso cuando ganamos algo nos excedemos, porque sabemos que difícilmente se volverá a dar la oportunidad de coronar nuestras cabezas con la aureola de laurel, soberbio símbolo de la victoria.
Si México obtiene su pase a la siguiente fase significa que habrá un día más para el exceso y para la tragedia; si México logra el ansiado quinto juego la patria se estremecerá y habrá borracheras y desbordes sangrientos. ¿Cuántos accidentes ocurren en estas inundaciones?
Si la selección de México pierde y regresa a casa, los aficionados vivirán el Mundial sin excesos, buscarán un equipo cercano a sus afectos y alzarán los brazos cuando el gol aparezca. ¿Al término del partido volverán a sus habituales actividades, con el gusto de haberse divertido durante noventa minutos?
Posdata: Me da pena decirlo, pero no le voy a México, porque amo a México. Me duele el exceso, lo lamento. El miércoles no gozaré una posible victoria de México, porque desde ahora advierto el desborde que se hará, la tragedia que estará envuelta en la bandera del triunfo. Me da pena decirlo, me gustaría que Suecia gane y que Alemania gane y que sus aficionados celebren las victorias. En aquellos países están acostumbrados a celebrar el triunfo sin excesos (imagino).
Acá es una pena, un gol no sólo lo celebramos en el instante. Tal flama se extiende en la línea del tiempo y es tan desbordada que, en muchas ocasiones, provoca incendios lamentables.
No sabemos ganar, no estamos acostumbrados. Las lecciones que recibimos son defectuosas. Mirá cómo se comportan muchos paisanos ante dos victorias que nada garantizan. Uf, no puedo imaginar lo que sucederá si México pasa a la siguiente ronda. No puedo imaginarlo. Medio mundo de México quiere que la selección gane. Si el festejo fuera civilizado todo sería hermoso, pero la celebración siempre es exagerada, dañina, muy de sociedad no acostumbrada a la victoria. El exceso aparece y provoca desgracias. El festejo se convierte en desdicha en muchos hogares. Ya lo dijeron los sabios: Todo en exceso ¡es malo!, y los mexicanos brincamos el límite del festejo y llegamos al exceso, nos embriagamos de pasión y la resaca nos tarda años.