sábado, 30 de junio de 2018

CARTA A MARIANA, CON MÁQUINA DE IMPRENTA INCLUIDA




Querida Mariana: Esta máquina no es pieza de museo, pero como si lo fuera. La otra tarde pasé frente a la imprenta de don Chinto Naciff y, en un cuarto que da a la calle, miré esta máquina y le tomé una fotografía.
¿Quién, de los jóvenes, tiene una radiola o una consola en su casa? ¡Nadie! Ahora, todo mundo escucha música a través de un reproductor de mp3. Las consolas ya son piezas de museo. El otro día entré al museo de La Trinitaria y miré una consola. Yo crecí escuchando música en la consola que había en casa de mis papás, con aquellos discos enormes de treinta y ocho revoluciones. Ese día recibí un impacto. La consola era objeto de museo. Sentí como si, yo también, fuera pieza de museo.
El día que tomé la fotografía de la máquina de imprenta tuve la misma sensación. Los jóvenes no saben lo que significaba hacer un volante impreso, en los años setenta. ¿Impresoras? No, por favor, ¡ni en sueños! ¿Impresoras en 3D? ¿Qué es esto?
Cuando en el colegio Mariano N. Ruiz (institución donde laboro) veo a un alumno hacer un letrero sobre una cartulina ¡me da mucho gusto! Imagino que el tiempo sigue inalterable, sigue como siempre. Pero cuando me doy la vuelta y veo que un muchacho pega una lona hecha en una impresora sé que el tiempo ha cambiado. Es cuando reconozco que los jóvenes escuchan música en mp3 y que las consolas y las máquinas antiguas de imprenta ya son parte de museo y que yo, pese a vivir en este tramo del siglo XXI, vengo del otro siglo, de un siglo en el que los periódicos se hacían en máquinas como las de la imprenta de don Chinto.
La nostalgia es parte del maletín de los viejos. Los jóvenes no tienen esa carga. Cuando yo fui joven caminé tranquilo. Mis amigos caminaban también con mucha tranquilidad. Esto era así, porque no teníamos objetos antiguos caducos, vencidos. ¡No! Los jóvenes veíamos la hora en un reloj de pulsera que llevábamos en la muñeca (¡ah, qué bonito nombre para una parte de nuestro cuerpo!) y también lo hacíamos en el reloj de péndulo que estaba colgado en la pared de la sala. También, en instantes, sabíamos la hora por las campanadas del templo de Santo Domingo, si era el segundo repique sabíamos que faltaba un cuarto para las siete de la noche, hora de misa; y, de igual manera, si, desde la cama, con la ventana cerrada, escuchábamos los cantos del gallo sabíamos que ya pronto darían las seis de la mañana. Ahora, los relojes de péndulo son casi inexistentes en las casas modernas, ahora están expuestos en los museos. Ahora, muchos jóvenes no usan reloj de pulsera, la mayoría de jóvenes ve la hora en los celulares.
Hay muchos objetos, querida Mariana, que se han incorporado en la vida cotidiana de estos tiempos. Como lo exige la mercadotecnia actual, los objetos se han vuelto desechables. Antes, las consolas duraban para casi toda la vida. En los años ochenta, más o menos, aparecieron los Walkman y los casetes. ¡Fue sensacional! Todo mundo anduvo con audífonos y con esos aparatos portátiles. Celebramos la aparición de esos objetos. No sabíamos que, con ello, estábamos matando a los anteriores y condenándolos a sobrevivir en museos o en bodegas oscuras; no sabíamos que comenzábamos a llenar nuestro costal de vida con piedras llenas de nostalgia; no sabíamos que nosotros también empezábamos a ser como piezas de museo. Y digo esto, porque el otro día mi sobrina Pau me preguntó si me pesaban los años, me lo dijo con seriedad (su mamá luego dijo que la tía Emilia había comentado días antes, a la hora de levantarse del asiento, que “los años le pesaban”). Yo dije que no, que los años no pesan, que los años son ingrávidos, por eso es que la vida es tolerable. Pero lo que no le dije a Pau es que la nostalgia sí pesa, los recuerdos, conforme pasa la vida, se van haciendo de plomo. Los discos, que en un principio fueron de acetato, comienzan a pesar como si fueran yunques. Por esto, cuando, el otro día hallé (en Youtube) la canción “Don’t let me down”, de los Beatles, y quise bailarla, a mitad de la sala, no pude levantar los pies. La canción (lo sabés) tiene un ritmo lento, no tiene la prisa de una rola de rock pesado; no obstante, en los últimos años de los sesenta, los jóvenes movíamos los brazos y el tronco con armonía, cerrando los ojos, imaginando mundos sicodélicos. Me vi en el espejo y me vi ridículo, mis brazos carecían de gracia, eran como ramas de viejo árbol, como brazos artríticos de un dinosaurio. Sí, eso parecía yo, un dinosaurio, y, querida Mariana, todo mundo lo sabe, los dinosaurios son piezas de museo. Y no era que los años me pesaran, ¡no! Los años no pesan. Lo que me pesaba era el disco que, en lugar de acetato, se había convertido en un disco de plomo, como esos discos que usan los molinos de nixtamal.
Ramiro dijo que la máquina de esta fotografía era una Chandler. Lo dijo porque él trabajó en una imprenta, durante una temporada. Según él, Chandler fue el inventor de esta máquina que, durante muchos años, sirvió para hacer volantes. En la imprenta de don Chinto se hacían los programas que, en los años setenta, repartían los empleados del cine. Todos los días repartían volantes, de papel muy delgado, casi tan delgado como el papel de china, con la programación de los cines Comitán y Montebello. Cuando tomé la fotografía, el peso de esa máquina me encorvó la espalda, pensé que, tal vez, esta máquina había servido para hacer esos programas. Yo nunca fui aprendiz en una imprenta, pero imaginé a Ramiro formando las palabras con los tipos móviles. Ramiro me explicó que él debía formar las palabras colocando las letras al revés, para que a la hora de la impresión el texto apareciera legible, al derecho, pues.
De pronto pensé que esta máquina estaba como están muchos viejos y ancianos en sus casas: ¡tirados! ¿Tiene que ser así la ley de la vida? En casa de Ramón había un viejo que caminaba con dificultad (Romeo contó que no sabía qué relación familiar tenía, pero ahí lo cuidaron hasta que murió). El viejo despertaba temprano todas las mañanas, antes de las seis, caminaba hasta la cocina, con paso lento, se sentaba frente a la mesa y tomaba el café y comía el pan que una sirvienta le servía. Ahí se estaba hasta las diez de la mañana. ¿Qué hacía tanto tiempo sentado frente a la mesa? Romeo decía que nada hacía, salvo ver a las cocineras ir de un lado a otro, acodarse en la mesa y ver hacia el techo como si buscara algo. Nadie le hablaba, porque sabían que no él no respondería. Sólo de vez en vez, un joven de barba cuidada y con ropa de diseñador exclusivo llegaba a verlo, lo acompañaba con una taza de té y, al despedirse, le dejaba un paquete de hojas.
El viejo no variaba su rutina. A las diez se levantaba de la mesa y salía al corredor y se sentaba en una mecedora, y ahí, en el patio, se dedicaba al mismo oficio: ver el techo y, ocasionalmente, el cielo. No hacía más que eso. A las dos de la tarde se paraba y regresaba a la cocina, comía y, después de dos o tres horas, entraba a su cuarto y ya no salía hasta la otra mañana. Romeo dice que una mañana el viejo no salió de su cuarto. Cuando la mamá de Romeo vio el café y el pan intocados dijo: “Nuestro viejo ya murió”. En efecto ya había muerto. Cuando entraron al cuarto descubrieron qué hacía todas las tardes. Hallaron decenas de hojas con dibujos, dibujos excelsos. Sobre una mesa de madera hallaron cientos de hojas de dibujo con bocetos increíbles. Romeo dijo que cuando su mamá vio los dibujos preguntó cómo el viejo conseguía el material para sus dibujos, pero luego recordó al joven de barba y concluyeron que él era quien le llevaba las hojas. Dos días después de la muerte, el joven llegó y pidió ver los dibujos. En cuanto los tuvo en sus manos le dijo a la mamá de Romeo que deseaba comprar la colección completa. La mamá titubeó, pero cuando el joven ofreció miles de pesos por el trabajo del viejo, aceptó la propuesta. El otro día, Romeo me enseñó una página de Internet, una página del museo de arte moderno de Estambul. Me enseñó un dibujo realizado con sanguina, dijo que ese dibujo era de la colección realizada por el viejo.
Hay historias de viejos que siguen productivos, que son creativos, a pesar de la edad. Viejos que se resisten a ser como objetos de museo. No todos lo logran. Es difícil adecuarse a estos tiempos vertiginosos en los que todo tiene fecha de caducidad.

Posdata: Los años no pesan. Lo que pesa es el recuerdo. La nostalgia crece conforme pasan los años. Al principio, el recuerdo es como un sembradío de nubes, pero al paso del tiempo, esas nubes se llenan de agua y provocan lluvias tormentosas. Esto es lo que pesa en el ánimo de los viejos, no la edad, sino el sembradío de nubes grises.