lunes, 10 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, CON DESEOS DE BUENA NOCHE




Querida Mariana: Así como en Día de Muertos aparece la flor que llamamos Cempasúchil, la flor que domina el escenario en temporada navideña es la nochebuena.
A mi tía Alondra le encantaba la temporada de navidad, iba al mercado a comprar muchas nochebuenas y con ellas hacía un caminito desde la puerta de calle hasta la puerta de acceso de la casa. Ella llamaba Flor de fuego a lo que nosotros conocemos como nochebuena. En la noche, prendía la serie de focos que iluminaban la flores y con ello provocaba un hermoso camino lleno de fuego.
El otro día pasé por una calle con rumbo a Yalchivol y hallé este letrero: “Venta de noche buena”. El letrero, de inmediato, jaló dos recuerdos: el de mi tía Alondra y el de mi amiga Romelia.
Por cosas del destino, mi tía falleció un dieciocho de diciembre, plena temporada de nochebuenas. Ramón y Rodrigo, dos de sus hijos, fueron al mercado, mientras Jaime, otro de sus hijos, se dedicó a solucionar los trámites del panteón y de la funeraria. Ramón y Rodrigo compraron muchas nochebuenas, muchas, y con ellas adornaron la sala de velación. Los dolientes caminaron hasta llegar a la capilla donde estaba el cajón por en medio de un camino lleno de fuego. Doña Olimpia, comadre de mi tía, comentó: “Ah, qué bonito, cuando yo me muera háganme también un caminito como éste”.
A Romelia la conocí en Xalapa, ella estudiaba artes plásticas en la universidad y yo me había inscrito en un taller de pintura, en donde acudía gente externa, ya mayor (yo tenía más de cuarenta). Tuve cinco compañeros en el taller: cuatro mujeres y un hombre, quien, en cuanto llegaba, ponía la tela que estaba trabajando sobre el bastidor y se dedicaba a ver su obra, se hacía para atrás, movía la cabeza de un lado para otro, hacía encuadres con los dedos (así como lo hacen los fotógrafos y los directores de cine) y, después de dos horas, tomaba la paleta, ponía dos o tres gusanos de pintura al óleo y daba cuatro o cinco pinceladas, sacaba un pañuelo, se secaba la frente y suspiraba como si hubiese hecho un gran trabajo y daba por terminada su labor. Así todos los días, de lunes a jueves, que eran los días que funcionaba el taller. Las cuatro compañeras restantes sí trabajan con pasión y de manera regular. Yo decidí imitar a mis compañeras e ignorar al compañero, quien, el primer día me invitó a unirme a su club huevón, porque comenzó a hacerme plática durante dos horas.
En una de esas mañanas apareció Romelia, muchacha de diecinueve años. Entró al taller, saludó y comenzó a darse una vuelta viendo las obras que estábamos trabajando, se detuvo ante el boceto con dos o tres brochazos del compañero y luego pasó al bastidor donde yo pintaba. Vio el cuadro que estaba en proceso y dijo que le gustaba, que le gustaba mucho (tal vez tanto como a mí me habían gustado sus ojos con aroma de café y sus pechitos sin sostén, que asomaban discretos y sugerentes en medio de una blusa de mezclilla que tenía desabotonada la parte superior). Ella se quedó platicando conmigo un buen rato y cuando se despidió lo hizo como hace todo joven, con un beso en la mejilla. Yo me ruboricé, porque vengo de otros tiempos y soy tímido y estoy lleno de complejos y el simple contacto con una muchacha bonita me provoca un calorcito agradable que parecería delatar un cierto grado de ardor erótico. Tres días después la encontré sentada en el piso en un pasillo. Me acuclillé y ella me jaló para saludarme con el beso en la mejilla, yo puse mi mano sobre las losetas para no caer sobre ella. “Estaría bien, ni pesas tanto”, dijo ella cuando lo comenté. Fuimos a la cafetería, ella pidió una cerveza y yo una limonada. “¡Ay, qué seriecito!”, dijo. Ese día me uní al club del pintor, porque ya no fui al taller, caminamos y ella me invitó al cine, en una sala pequeñísima (también extensión de la universidad) que había en un nivel inferior del parque central. Casi al llegar al parque vimos un letrero con el mismo anuncio del de Yalchivol: “Venta de noche buena”. Romelia me abrazó y repegada a mi oído dijo: “¿Cuánto por una noche buena?”, se separó y sonrió. Dijo que muchos pagarían toneladas de dinero por una noche buena y así evitar las grietas que a veces asoman en lo más oscuro de una noche y comenzó a enumerar, lo hacía con un feliz desparpajo, con la limpidez con que el pájaro vuela los cielos: “Un enfermo con muchos dolores en el hospital; un alpinista que cayó a un abismo en la montaña helada; un padre de familia a la hora que espera, en el frío pasillo del hospital, el resultado de la operación de su hija; un hijo que vela a su madre fallecida horas antes; un pájaro recién nacido que se cayó del árbol y se congela en medio de la tierra húmeda, un funcionario que debe entregar un trabajo urgente en la próxima mañana, cuyo incumplimiento le causaría un despido; un automovilista al que se le ponchó la llanta en medio de una serranía”. Llegamos a la sala, ella compró los boletos, yo compré dos refrescos. Ya había comenzado la película, caminamos agarrados de la mano, yo, con mi mano izquierda, me apoyé en la pared, mientras daba un paso dubitante en cada escalón. Nos sentamos. Ella se puso los lentes, se acercó a mí y, con la misma voz con que Marilyn Monroe le cantó las mañanitas a Kennedy, me dijo: “Te ofrezco una noche buena.”
Posdata: A mí me gusta más el nombre de Flor de Fuego que el de Nochebuena. El primer nombre se abre más. El fuego es eterno, en cambio, la noche buena define apenas un instante que se diluye en la cercanía del día. Aunque, uno debe reconocer que hay noches buenas que son más que el fuego.