martes, 25 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE LA PROPUESTA DE LA CREACIÓN DE UNA RETRATERA




Querida Mariana: La canción es sencilla y simpática. Su letra dice: “Tu retratito lo traigo en mi cartera…” ¿Dije simpática? Ay, no sé lo que digo. María vomitaba la canción. Si alguien la silbaba, ella, con el trapo que limpiaba los platos, le daba en la boca al silbador. ¡Que no la fueran a cantar, porque se convertía en un monstruo jala cabellos! Cuando estaba de buenas comentaba que era una asquerosidad que el fulano de tal llevara el retrato de la novia en la cartera, ¡en la cartera! ¿Para qué se había inventado la cartera? ¡Para llevar dinero!, decía ella, billetes asquerosos. ¿Cómo, entonces, el fulano se atrevía a mezclar billetes con la fotografía de la novia, con “el retratito”?
Además, explicaba, lo de cartera era un absurdo. El objeto para guardar billetes se llama billetera, y movía las manos para hacerlo más evidente: billetera. Ah, decía, benditos los españoles que sí emplean bien el idioma que ellos inventaron. En México, y volvía a mover las manos, todo lo cambiamos para mal, a la billetera le llamamos cartera. ¡Cartera era la bolsa donde el cartero llevaba cartas!, casi gritaba María.
Cuando su cara ya estaba colorada del coraje, como si se hubiera quemado de sol o se hubiera echado tres buches de tequila, decía que debía existir la palabra retratera, para designar el chunche especial para guardar los retratitos de las novias. Era lo menos que podían hacer los fulanos para demostrar su amor y su respeto a la mujer amada. Cartera, ¡mis huevos!, decía y se llevaba la mano a la entrepierna y reía, reía, porque su mano cogía el vacío.
María siempre estaba activa, regaba las plantas del corredor, lavaba los trastes, hacía las camas, arreglaba la sala, levantaba todo lo que los niños dejaban tirado: juguetes, ropa y libros. Sí, ella era la sirvienta de la casa. A las tres de la tarde tocaba una campanilla que estaba sobre el tocador y decía, con voz de locutora: “María se declara en receso”, comía apurada, tomaba sus libros y libretas y salía corriendo para la escuela, donde estudiaba la preparatoria. Siempre nos sentimos orgullosos de ella en casa cuando nos enseñaba sus calificaciones, brillantes, que oscilaban entre el ocho y el diez, más de éstos que de aquéllos.
Una vez que, por alguna razón no fue a la escuela, se sentó con nosotros en la sala a tomar té y a contarnos un poco de su vida. Esa tarde conocimos la razón de su odio a la canción. Él se llamaba Juan, Juan era novio de María, tenía los mismos dieciocho que ella y era de la misma comunidad, estudiaba en la Escuela Normal y su mayor ilusión era ser maestro en su propio pueblo. Ella lo alentaba. Una tarde, Juan le pidió una muestra de amor y ella, inocente (o nada pendeja), le dio una fotografía, tamaño infantil, con la siguiente dedicatoria: “En la noche más oscura mirá el cielo, ahí hay una estrella que te alumbrará. Te quiere mil montones, tu María”. El tal Juan recibió la fotografía, sacó su cartera y la puso en el lado donde había una mica que permitía ver el “retratito”. María le dijo que no le gustaba que él colocara su fotografía en el mismo objeto donde colocaba los billetes sucios. Él, por toda respuesta, comenzó a cantar la de “Tu retratito lo traigo en mi cartera…” y abrió la billetera en el lugar donde estaban los billetes con los retratos de Hidalgo y de Morelos. María sintió una corriente eléctrica en todo su cuerpo que la llenó de coraje contenido, poco a poco ese coraje, como si fuera gas, comenzó a expandirse y a salir por las orejas y por las fosas nasales y amenazaba con salir por todos los orificios del cuerpo de María, que funcionarían como válvula de escape, porque supo que si ese coraje no hallaba canales de expulsión ella explotaría y en la explosión llevaría a su Juan de corbata. Trató de ser tolerante, se apropió de toda la calma del mundo y le exigió, de buena manera, que le regresara la foto. Juan guardó la cartera en la bolsa delantera de su pantalón y silbó la famosa cancioncilla. María empujó a Juan, quien se hizo para atrás y trastabilló hasta dar con toda su humanidad contra el piso; María se hincó y, en lugar de ayudarlo a incorporarse, metió la mano en la bolsa, sacó la cartera y buscó su fotografía. ¡Ah, nunca lo hubiera hecho! Bien dice que quien busca ¡encuentra! Ella buscaba su fotografía infantil y halló la de otra mujer, una con labios gruesos, ojos grandes y con el cabello trenzado. Leyó la dedicatoria: “Para mi Juan, el hombre que me enseñó a ser mujer. Petra.”
Nadie dijo algo, cuando María terminó de contar la historia. Ella tenía las manos sobre su vientre y jugaba, nerviosa, con las barbas del chal.
Uno de nosotros dijo que sí, que ella tenía razón, que era una estupidez conservar las fotografías de las amadas adentro de una cartera y que su propuesta era muy aceptable: el mundo debía inventar un objeto que se llamara Retratera para que los muchachos conservaran ahí los retratos de sus amadas.
Posdata: Pero esto que cuento fue en tiempos antes de estos chunches electrónicos. Ahora, no creo que alguna muchacha regale fotografías tamaño infantil a sus amados. Ahora todo mundo baja las fotos a su computadora o las conserva en su teléfono celular; ahora, muchas muchachas, en lugar de enviar fotos de sus caritas bonitas, mandan el pack. ¡Ah, benditos tiempos!