miércoles, 19 de diciembre de 2018

DESDE UNA ALTURA MÍNIMA




Nos asomemos sobre la barda, decía Micaela. Nos lo decía siempre que jugábamos en el sitio. A ella le encantaba trepar sobre un montón de tierra que había al lado del árbol de jocote y mirar la calle por encima de la barda. Ese era su gusto. Y tenía razón, porque uno de los deleites más hermosos de la vida es ver la vida desde una posición de privilegio. En Comitán, las casas antiguas de dos pisos tienen balcones en la parte superior. Los privilegiados dueños de esas residencias salen al balcón cuando hay un acto relevante, como un desfile militar o desfile de carros alegóricos o para fisgonear cuando hay una marcha. En aquel tiempo salían a ver la recepción del candidato a gobernador, quien caminaba por la calle llena de juncia y festones.
Nosotros, los primos y hermanos de Micaela, éramos más modestos. La casa de los tíos no tenía balcones, pero, en cambio, tenía una barda rematada con un copete hecho con ladrillos; y el sitio tenía un montón de tierra que permitía que nosotros subiéramos hasta el borde de la barda. Desde ahí, Micaela colocaba sus manos sobre el copete y husmeaba lo que sucedía en la calle. Le encantaba ver cómo se movía el pueblo sin que los caminantes advirtieran su presencia. Ella, niña bonita, la menor de todos, había sido muy puntual en su exigencia: ninguno de nosotros debía molestar a los que pasaban por la calle. Porque, lo habíamos visto, había en la cuadra niños que, desde los balcones del segundo piso o desde las azoteas molestaban a los peatones, algunos, incluso, tenían la mala costumbre de aventar globos (vejigas, les llamábamos) con agua. Los peatones, todos mojados, tocaban a la puerta con los llamadores de metal y, enojados, acusaban a los niños con los papás, quienes se disculpaban, sin hallar más que hacer. Los niños de la cuadra eran llamados por sus papás y aquéllos se bajaban los pantalones para recibir cinturonazos o cuerazos con fuetes que servían para azuzar caballos. Pero, las travesuras volvían y era un cuento de nunca acabar. Nosotros no nos comportábamos así, porque Micaela nos había enseñado a ver la vida desde una óptica diferente. Ella sabía que lo que pasaba en la calle exigía un gran respeto, porque ahí se estaba manifestando lo mejor de la vida: el movimiento. Nosotros jugábamos en el sitio, a veces jugábamos a Tarzán y subíamos al árbol de jocote y, con un lazo como liana, nos descolgábamos. La tía se moría de la risa, porque decía que más que Tarzán parecíamos Chita, chimpancé que siempre acompañaba a Tarzán. Nosotros, hombres mono o monos jugando a hombre, jugábamos a matar cocodrilos en el río que era de arena y de piedras; a veces jugábamos los carros y hacíamos carreteras y puentes y, con los soldados de plástico (unos de color verde y otros de color gris) y con triques que comprábamos en la tienda de doña Angelita, dinamitábamos los puentes para que el convoy enemigo no pasara a nuestro territorio; a veces jugábamos a la comidita y, junto a Micaela, con ayuda de las corcholatas hacíamos tortillas con hojas del árbol de limón. Los pétalos de los tréboles nos servía no para la buena suerte sino para mitigar el hambre después de regresar del trabajo que hacíamos en la mina de oro. Micaela era nuestra novia, la novia de sus dos hermanos y de los tres primos. No había problema alguno. Nuestra convivencia era muy de mente abierta. Ella abría la puerta de la casa, improvisada debajo de un tapesco, nos saludaba a cada uno y nos servía las tortillas que había echado al comal y nosotros, mientras le enseñábamos las pepitas de oro que habíamos extraído del fondo de la mina, comíamos las tortillas hechas con los pétalos de los tréboles; el sabor era un poco ácido. A veces extraño ese sabor, lo extraño tanto como extraño aquellos días en que, a la hora que el sol comenzaba a bajar para ocultarse, nosotros trepábamos sobre el montón de tierra y asomábamos nuestras caras por encima de la barda. Ahí nos estábamos hasta que la tía nos llamaba para que fuéramos a cenar y, después, los tres primos nos despidiéramos para ir a nuestras casas. En la calle veíamos lo que se veía en el Comitán de entonces, las señoras con chal que caminaban de prisa para ir a misa de seis, los niños que salían del turno vespertino de la escuela, el nevero que volvía a su casa llevando el carrito ya vacío, los compadres que, abrazados, salían de la cantina, ya un poco bolencones. Una tarde vimos un hombre que tenía toda la cara ensangrentada, pasó corriendo frente a nosotros, de vez en vez volvía la mirada aturdida, como buscando si alguien lo perseguía, acezaba como venado asustado. Los perros del vecino se aventaron a la puerta de metal y ladraron con fuerza; más tarde, el tío, a la hora de la cena, desde su sillón en la cabecera, dijo que habían matado a un muchacho que trabajaba en una cantina. Nosotros nos vimos con la mirada del que comparte un secreto, casi estuvimos seguros de que habíamos visto al asesino, pero nada dijimos, porque si decíamos algo sabíamos que la tía nos prohibiría subirnos al montón de tierra para ver la calle desde lo alto de la barda.
A veces paso por casas que todavía tienen la misma forma que tenía la casa de los tíos. Y digo esto porque muchas casas ya han perdido su esencia. Ahora veo muchas casas que tienen orugas de alambre de púas en lo alto de las bardas para que no entren los delincuentes. Así, pienso, los niños de ahora no pueden ver lo que sucede desde la seguridad de los sitios. Bueno, ya ni muchos sitios existen.
Micaela fue una niña prodigio, siempre muy juiciosa. Ella nos enseñó a ver lo que pasaba en las calles de Comitán. Yo le agradezco mucho ese conocimiento, porque eso me ayuda en mi oficio de escritor. Siempre procuro estar en un lugar donde todo sea como aquella barda.