sábado, 15 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, CON UN EDIFICIO VERTICAL




Querida Mariana: Los niños y jóvenes no saben del paso del tiempo. Esas etapas de la vida tienen el rostro de la infinitud. La vejez les parece muy lejana, por esto, los jóvenes olvidan a los viejos, porque los sienten muy lejanos, muy aire de otro cielo.
Pero el tiempo es inclemente, sin que se note comienza a treparse sobre los cuerpos y a medida que los años avanzan se convierte en un costal que al principio parece de nubes pero que está lleno de roca pesada, pesadísima.
La edad no es una niña bonita, ¡no!, es una vieja arpía que coloca estrías en el cuerpo, que hace que los músculos se atonten y que comienza a llenar de huecos la memoria. Como dice Chaín, hay un momento en que en lugar de tener una pachita de güisqui y condones en la gaveta del buró la comenzamos a llenar con pomadas y con pastillas, es síntoma evidente que ¡envejecimos! Y esto, te lo digo yo que ando en estos campos, llega de improviso. Muchos dicen que la vida es ¡un instante!, y esto es cierto. Cuando venimos a ver ya pasamos de la infancia a la adolescencia y de ésta a la madurez y de ésta a la ancianidad. ¿Recordás la película “La sociedad de los poetas muertos”? Ahí, el maestro (¡maravilloso maestro!) nos recuerda que debemos aprovechar el instante, porque somos alimento para los gusanos, por ello recomienda que pongamos en práctica la famosa frase latina de Carpe Diem, que significa: “Aprovecha el día”, porque el día cumple su destino; es decir, se va al basurero del tiempo.
A mí no me preguntés, pero apenas me di cuenta del paso del tiempo. Ahora (que ya ando en los sesenta y dos años de edad) no sé en qué momento, como agua, se me diluyó la infancia, la adolescencia, la adultez; no sé en qué momento me instalé en la edad de los viejos. Ahora, cuando me veo al espejo por las mañanas, descubro que el cabello se está cayendo como si mi cabeza fuera un árbol en temporada de otoño.
Todo mundo dice que ¡viejos los cerros y todavía tienen palitos! Otras personas comentan que la vejez es un mero estado de ánimo. ¡Ah, ya los quiero ver con sus teorías cuando tienen dolor de huesos en temporada de frío y las rodillas y canías se doblan a mitad de la subida de San Sebastián!
La vida se consume más rápido que el aguinaldo. Una mañana volví la mirada y vi que mi infancia se había ido, lejos quedaron las mañanas en que iba al sitio a jugar carritos o me sentaba en el corredor a leer revistas de monitos. Lejos las tardes en que subía a la rueda de caballitos en la feria de Santo Domingo o que iba al cine Comitán y comía una orden de tacos dorados, mientras veía una película en blanco y negro de Santo, el enmascarado de plata. Vi que mi adolescencia había quedado atrás, ya no estaban las visitas a la Proveedora Cultural para comprar los libros de la Colección Básica Salvat, ni estaban presentes las vueltas al parque, los domingos, cuando, con los amigos veíamos a las niñas bonitas que nos gustaban; ya no estaban los corredores de la escuela preparatoria llenos de muchachos ni las escapadas para ir al billar de “Nevelandia” o al café Intermezzo. Lejos los tiempos en que íbamos en plebe a tomar la cerveza en “El apolo”, “El camechín” o “La jungla”, lejos las madrugadas en que salíamos del Club de Leones, olvidadas las noches frías en que acompañábamos a Javier en la vigésima serenata a su muchacha bonita. Lejos los años en que fuimos a la Ciudad de México, a estudiar en la UNAM, el tiempo en que cambiamos los sonidos cotidianos de nuestro modesto pueblo, por los sonidos fascinantes de la gran ciudad: el humo, el smog, los claxonazos, los afiladores, las ambulancias, los pregones, los gritos de la gente a la hora que la Cobra Muñante anotaba un gol a favor de su equipo Los Pumas, en el estadio Azteca. ¡El estadio azteca! Estadio en el que cabían sesenta mil aficionados; es decir, toda la población de nuestro Comitán. Lejos, lejos, los años de noviazgo, el matrimonio y la llegada de los dos hijos; y luego la mudanza a Puebla y los años de destierro, que fueron luminosos, pero que tenían la niebla de la ausencia del pueblo amado; y luego el regreso a Comitán; y en este recuento se fue la vida. Un año aquí, otro allá, fueron sumando indefectiblemente y la suma hace lo que hoy soy, un hombre que, sin saber cómo, ha recorrido un trayecto largo, en un tiempo agua.
¿Qué se hizo todo ese tiempo, qué se “fizo”? ¿Qué se “fizieron” esos años luminosos, llenos de vida? Se “fizieron” polvo, ¡nada! Y acá estamos, ya en el cuarto de lo que ahora llaman tercera edad.
Llama mi atención que muchos amigos de mi generación hablan de que ya están en el sexto piso de un edificio que no tiene pisos bien definidos. Llama mi atención porque ellos se asumen como en un multifamiliar o en un rascacielos. Están instalados ya muy por encima del piso que los vio nacer. Ahora todo lo ven desde una altura indecible. Ellos usan esta imagen, tal vez en un intento de que la vida es un acercarse al cielo, al contrario de lo que nos enseñaron los mayas, quienes dictaron que la vida es un permanente acercamiento al inframundo. Tal vez mis amigos tratan de evitar una imagen apocalíptica en la que Dante los guía a los círculos subterráneos del infierno. Mis amigos están en las alturas, ya llegaron al sexto piso, se cuidan o se descuidan en ese caminar que los conducirá al séptimo piso, al octavo. ¿Al noveno?
Muchos de mis amigos están en el sexto piso (título que es hermoso para la editorial). Yo nunca he visto mi vida en un tercer o cuarto piso, ¡no! Siempre he caminado por el suelo. Conmigo ha imperado la tradición comiteca. Mi casa es horizontal. No tiene la propensión actual de los edificios verticales, que se dan por la carencia del espacio. A mi vida la veo como un recorrido por una antigua casa comiteca. Comencé en el zaguán, elemento arquitectónico en penumbra. Cuando tuve seis o siete años estuve instalado en el patio central. ¡Ah, con qué alegría recibí el sol desparramado! Luego caminé por los corredores húmedos y llenos de helechos de la pubertad y entré a los cuartos donde estaban escondidos los fantasmas de la adolescencia y de la madurez. Mi vida ha tenido la misma traza de aquellos antiguos cuartos que estaban intercomunicados, en los que uno pasaba de la sala a la recámara sin salir al corredor. Hace cinco o seis años llegué a la cocina, lugar en el que las manos mágicas de las cocineras preparan las más sublimes combinaciones en las que la cebolla convive al lado del curry, del ajo, del chile morrón, del caldo de gallina, del pan francés, de la sal y del azafrán; lugar en donde los aromas se abren como flores y nos tocan el espíritu.
Y ahora estoy en el sitio de la casa, el lugar en el que jugué tantos juegos de niño. Ahí, en el sitio, la luz del sol no tiene la rotundez que alcanza en el patio central; en el sitio, la luz pasa por un colador de hojas, frondas y bardas. En el sitio puedo esconderme debajo de un tapesco de chayote, para ponerme a leer o escribir o dibujar o pintar o imaginar la silueta encendida de Dios. Ya no hay más patio que el sitio, he llegado al final de la casa. No hay, tampoco, la oportunidad de regresar. Conforme fui cruzando puertas, éstas se fueron clausurando. La casa que, de niño, imaginé inmensa se me ha revelado en su real dimensión: La casa de la vida es breve, muy breve, tan breve como aquella cajita de zapatos en la que mi prima Marisol guardaba hilos, piedritas y botones, con los que jugábamos. ¡Ah, la vida es una cajita, sencilla, hecha de cartón!
Posdata: En muchos cuentos aparece la imagen del personaje que busca, con ahínco, la fórmula de “La eterna juventud”. Muchas personas desean ser inmortales. La verdad es que a mí eso se me hace un anhelo absurdo. Me encanta la frase que dice que nada es para siempre o aquella que señala que todo principio tiene un fin. Los científicos dicen que, incluso, el universo se contraerá en algún momento dentro de miles y miles de años, ¡el universo! (bueno, el otro día, Hugo Fritz dijo que esto no será así. Ni él ni yo estaremos para verlo). El otro día estuve en casa de doña Paz, que es una señora maravillosa que cura de espanto. Ella, en algún momento, dijo: “Somos de la muerte”. Pues sí, todos vamos para el panteón o para volvernos polvo a la hora de la cremación. Pero mientras llega ese momento ¡somos de la vida!, aunque ésta sea muy breve. Los de mi generación llevamos más de sesenta años vividos. Algunos se quedaron en el camino, tomaron un atajo y se fueron a otra dimensión, los demás seguimos acá. Mis amigos están en el sexto piso, yo estoy en el sitio de la casa. Ya no hay manera de regresar al zaguán donde viví mi infancia, pero eso no me impide ser como un pichito y tomar la vida como si fuera un vaso de jugo de lima de pechito.