sábado, 29 de diciembre de 2018
CARTA A MARIANA, ÚLTIMA CARTA
Querida Mariana: Esta es la última carta del año. Un año que tuvo de todo: bueno, regular y malo, como por lo regular es la vida. A mí, como a medio mundo, me encanta ver el término de un ciclo como la inmensa posibilidad de iniciar otro. El tío Enrique, a quien todos los amigos y familiares le decíamos tío Quinquenio, porque así nos había enseñado, no vivía como los demás. Él, más o menos cuando tenía veinte años, comenzó a contabilizar su edad por quinquenios, no contó su vida por ciclos anuales, sino por ciclos quinquenales. Todos pensamos que fue casualidad cuando murió a la edad de sesenta años, pero él hubiese jurado que era, simple y sencillamente, una consecuencia de su pensamiento. Falleció cuando tenía doce quinquenios de vida. Todo mundo, al enterarse de la noticia, comentó que había hecho su gusto, porque no murió de cincuenta y nueve o de sesenta y uno o sesenta y dos, ¡no!, murió en los justos sesenta para que sus cuentas fueran exactas: ¡doce quinquenios! Morir en una fecha que no tuviera la cifra quinquenal hubiese significado un fracaso en la vida del tío. Casi casi vimos que moría satisfecho, porque moría en una cifra exacta, según su pensamiento. ¡Ah, qué ganas de doblar la rama del destino! Así pues, el tío Quinquenio, sólo por joder, cada fin de año se burlaba de nuestros afanes para cerrar bien el ciclo. A las ocho de la noche, del treinta y uno de diciembre, entraba a la cocina y preguntaba por qué tanto alboroto, ¿qué no pensábamos dormir? Cuando alguien de la familia le comentaba que estábamos en preparativos de la cena de fin de año, él se botaba de la risa, nos abrazaba uno a uno y se despedía (hubo años en que este ritual lo hizo ya vestido con su pijama, sólo para que su broma tuviera más efecto). De esta manera, el uno de enero (salvo cuando la fecha coincidía en domingo) pasaba a las recámaras a las siete de la mañana y nos despertaba, decía que ya se nos estaba haciendo tarde para ir a la escuela o para el trabajo. Todos abríamos los ojos y, con una mano titubeante, le decíamos que dejara de joder. Él reía y comentaba: “Ah, muchachos flojos” y salía del cuarto y se pasaba al otro para molestar. Así era el año uno, el año dos, el año tres y el año cuatro, porque el año cinco, desde las cinco de la tarde del día treinta y uno de diciembre se integraba al rebumbio de la cocina y ayudaba a hacer los tamales, alisaba las hojas de plátano y les colocaba una pizca de sal como si las estuviera bautizando. Se colocaba un mandil blanco y un gorro de esos que usan los chefs y era el hombre más feliz del mundo, cantaba, saltaba sobre un pie, abrazaba a todos (sobre todo a María, que era una de las sirvientas que estaba de muy buen ver y de mejor tocar). A las ocho de la noche entraba a su cuarto y media hora después salía vestido con traje oscuro, corbata dorada, zapatos perfectamente lustrados y con aroma de un perfume francés que le había traído Damiana del viaje que hizo cuando cumplió quince años. Al entrar a la sala se paraba en el centro y comenzaba a tocar un villancico con una violineta (armónica), la tocaba con tal intensidad que su cuerda emotiva nos contagiaba y terminábamos cantando, palmeando y haciendo un círculo en torno a él.
La historia del tío Quinquenio fue una historia singular. Las demás vidas se rigen por ciclos anuales. Cada ciclo comienza el uno de enero y concluye el treinta y uno de diciembre. Así contamos nuestras edades. De hecho, ahora que digo que el tío murió a la edad de sesenta años traiciono su memoria, ¡él murió a los doce quinquenios! Cuando alguno de los sobrinos estaba con ganas de molestar le decía que su método era una bobera, porque así sólo celebraba su cumpleaños una vez cada cinco años, sólo recibía regalos y abrazos cada cinco años. Era una bobera. Pero él como si pasara una mosca, no hacía caso a tales comentarios, se concretaba a decir que era especial, que no había permitido que la fuerza de la costumbre lo atrapara como sí lo hacía con todos los demás seres del mundo, porque, a ver, ¿en qué parte del mundo hay alguien como yo? El burlón tenía que callarse, se quedaba sin argumento, porque, en realidad, el tío Quinquenio era un ser excepcional. Con esa idea loca había hecho todo un sistema de vida excepcional.
Parece una bobera, querida Mariana, pero escucho, cada vez con más intensidad, comentarios en el sentido de que ¡el año se fue volando! Sí, los ciclos anuales ¡vuelan! Hace apenas un rato que era enero del 2018, y ahora ya estamos casi al final del año y andamos con un pie en el nuevo año. El tío Quinquenio no padecía esta asfixia, este apremio, ¡no!, él, ¡uf!, vivía con una gran calma, porque el quinquenio le duraba bastante. Cada vez que alguien decía: “Se fue volando el año”, él tomaba el vaso con cerveza, le daba un sorbo, viendo hacia el cielo, lanzaba un ¡ah! satisfactorio, estiraba las piernas, colocaba sus manos debajo de la nuca y cerraba los ojos. Sin duda pensaba: “El quinquenio lo lleva tranqui, tranqui”.
¿Cómo ves? Es muy difícil seguir el modo de tío Quinquenio. ¡Dificilísimo! Nosotros, los simples mortales seguimos la rutina del ciclo anual, todo en el mundo funciona así. El mundo decidió que los años corresponden a una vuelta de la tierra al sol. No sé, porque no soy experto en astronomía, qué sucede con otros planetas de este sistema solar, ni qué sucede en los millones de planetas del universo. Si pensamos que es una soberbia extrema creer que somos los únicos seres en el universo, podemos pensar que hay planetas en los que el ciclo anual tarda mucho, casi casi los quinquenios del tío o más, porque, sin duda, existen órbitas que tardan más tiempo en dar la vuelta a los soles de la galaxia fulana de tal. Tal vez, en algún planeta hay millones de seres vivos que, igual que el tío, celebran quinquenios de vida, no porque así lo hayan decidido, sino porque así lo dicta su ciclo orbital. De todos modos, es difícil que existan seres como el tío Quinquenio, quien, por decisión, modificó la rutina de los demás seres humanos. Ahora bien, tal vez ahora estás preguntando qué fue lo que ganó y qué lo que perdió con tal cambio. Los sobrinos le advertíamos que se perdía los regalos de cada año en su cumpleaños, los abrazos, los festejos con marimba. En cambio, lo que ganaba, ya lo comenté, era la posibilidad infinita de ver que “su” año tardaba bastante, no tenía el apremio que tienen los años que contabilizamos nosotros. Él vivía conforme su idea. Sólo cuando aparecía el quinto año es que funcionaba igual que los demás mortales, en el quinto año él celebraba la navidad y demás celebraciones “anuales”, y daba regalos a los sobrinos el día de su cumpleaños (a la hora del abrazo, nos decía: “Feliz quinquenio, hijo”).
Para no caer en la confusión nosotros ignorábamos su modo de ser y seguíamos su juego cada vez que él anunciaba que estaba en el quinto año del ciclo. Pretendíamos ignorarlo porque es complejo convivir con alguien que tiene un modo de vida diferente. ¿Qué hacer con la tía Eulogia, quien (por su edad) llegó al momento de modificar el ciclo, no del año, sino diario, al trastocar el horario nocturno por el diurno? Ella comenzó a dormir de día y a vivir de noche (un poco como si fuera personaje de la novela “Palinuro de México”, de Fernando del Paso). ¡Ah, qué difícil convivir con personas así! La tía Eulogia se ponía a lavar trastes a las dos de la mañana, hora en que colocaba discos de Pedro Infante en la consola, a volumen medio, como si fueran las dos de la tarde. Quienes estábamos ya acostados, teníamos un sueño irregular, despertábamos a cada rato, porque a la tía le encantaba tomar a la escoba como pareja a la hora de barrer el patio y de cantar a dúo las canciones del tal Infante. Todos los de casa supimos que la tía había muerto, cuando la madrugada del dos de marzo de 1996, dejamos de oír sus pasos. El disco quedó dando vueltas en el último surco, haciendo un ruido como de tic tac descompuesto. Todos (sin proponérnoslo) nos sentamos en la cama y tratamos de ubicar algún ruido que nos dijera que la tía estaba ahí. Aguzamos nuestro oído para escuchar algún ruido de trastos o un quejido en el baño o un chorro de agua que nos indicara que regaba los helechos del corredor, pero nada oímos. Nos sentamos en la orilla de la cama, nos calzamos las pantuflas, nos echamos encima la bata y salimos al corredor. Todos los sobrinos nos descubrimos en las puertas. Ninguno de nosotros dijo algo, sabíamos que estábamos en busca de la tía. Sólo nuestros pasos se oyeron a las tres de la madrugada. Prendimos las luces y comenzamos a buscar a la tía, primero en silencio y con pasos titubeantes, luego llamándola, poniendo nuestras manos frente a la boca, como bocina: “¡Tía Eu!, ¡tía Eu!”. Comenzamos a correr por uno y otro lado. Después de entrar a todas las habitaciones llegamos al sitio de la casa, ahí, en medio de la luz que emitía una luna cómplice, vimos tirado un cuerpo. Sentimos una corriente helada como punzones sobre nuestro cuerpo. Nos quedamos parados un segundo, al siguiente corrimos. Ya nada podía hacerse. Uno de nosotros, no recuerdo quién fue, vio su reloj y dijo que había muerto a las tres de la madrugada, pero todos lo vimos, sabiendo que no era cierto. Ella había modificado su horario, para ella, esa hora eran las tres de la tarde, había caído a mitad del sitio, al lado del árbol de durazno, justo a la hora que el sol tatemaba todas las plantas.
Posdata: No es fácil modificar los ciclos que dicta la naturaleza. Nosotros vivimos ciclos anuales, por esto digo que esta carta es la última del 2018. ¡Uf, cómo vuela el año! Apenas ayer era enero y ahora ya estamos en la antesala del próximo. ¡Feliz año 2019, Comitán! También el 2019 se irá como agua.