domingo, 27 de octubre de 2024
CARTA A MARIANA, CON UN PASAJE A LA VEJEZ
Querida Mariana: platiqué un rato con Antún Kojtom Lam, artista plástico maya tzotzil. En la plática, no sé cómo, asomó el tema de la edad. Le dije que, hasta hace poco, muy poco, no tuve conciencia de que era una persona mayor, un viejo. Esto llegó, le dije, a mis sesenta y siete años de edad. Él es un jovenazo de 56 años y me confió que, en el pensamiento maya, cuando una persona llega a los cincuenta y dos años de edad logran la sabiduría de un anciano. ¿Mirás? Y Antún, sonriendo, con un discreto sombrero cubriéndole la cabeza, agregó que él ya llegó a ese pasaje y sintió como un renacimiento, como una entrada a la primavera de la vida. Ah, qué concepto tan genial. Llamó mi atención el término sabiduría y el término anciano. Pensé que yo, desde hace rato, buen rato, pasé la aduana de los cincuenta y dos años y algo sucedió conmigo, porque no me volví un anciano sabio, más bien, ahora a esta edad me siento como un viejo medio pendejo.
En nuestra sociedad casi no se usa el término de anciano y esta palabra, estarás de acuerdo conmigo, reúne una serie de destellos luminosos, acá pronunciamos la palabra viejo o ese término tan plástico de “tercera edad”. Si somos descendientes de los mayas deberíamos decir que todos aquellos que tienen más de cincuenta y dos años entran en la etapa de la sabiduría.
Digo que hasta hace poco, muy poco, me comportaba como si fuese un jovenazo. ¿Recordás que uno de los personajes de una novelilla mía cuenta su edad con decimales? Yo andaba igual, hace un año no tenía sesenta y seis años de edad, sencillamente tenía 6 punto 6, era un niño y continuaba alentando las virtudes de mi niñez: confianza, tranquilidad, curiosidad, alegría y demás vainas infantiles. Pero, ¡Dios mío, qué tragedia! Desde hace muy poco me cayó el veinte que tengo sesenta y siete años de edad. Lo dije muy apresurado, me siento en una barda y digo ¡tengo sesenta y siete años de edad! Y digo esto, porque el otro día quise sentarme en el filo de una banqueta y lo pensé dos veces, ya no pude hacerlo. ¿Cómo me paraba? Tenía que apoyarme con una mano para lograr levantarme y vos sabés que no me gusta tocar el piso con mis manos, el piso sucio, asqueroso, donde hay caca de perro, donde todo mundo escupe. ¡Qué mierda! Pienso que esta idea me llegó no sólo por el alud de años que se me vino encima, sino, sobre todo, por el clima social que se vive en estos tiempos, soy un viejo temeroso, camino con el ánimo frágil. ¡Qué mierda!
Y ahora ya no bajo la escalinata central del parque, que es como una escalinata de pirámide. No lo hago, porque, gracias a Dios, aún tengo la fortaleza de subir quince o veinte escalones sin cansarme, pero ahora pienso que eso es como el ascenso a la cima donde está la piedra del sacrificio. No lo hago porque pienso que cualquier muchacho atrabancado puede bajar corriendo y chocar contra mí y aventarme al vacío, que no está tan vacío, sino que tiene al fondo una losa de laja mortal. Y no bajo las escalinatas empinadas porque, de igual manera, un día el doctor Joaquín me sugirió bajar con mucho cuidado, porque me explicó que el impacto que reciben las rodillas al bajar peldaños ocasiona ligeras lesiones que a la larga afectan el cuerpo de los adultos mayores, de los viejos pues.
La oficina de Arenilla está en una segunda planta, para llegar debo subir y luego bajar, subo y bajo apoyándome en el pasamanos, subo con cuidado y bajo con pasito tacuatzero (diría la licenciada Frías, quien hoy es flamante directora del DIF, en la ciudad capital de Chiapas). Bajo procurando evitar hasta donde es posible el impacto para no dañar las rodillas.
Hasta hace poco era un chaval de 6.6, luego cumplí 6.7 y, en un instante, no sé bien a bien cómo cayó esta certeza como chubasco, sentí el peso de los años, la idea de que tengo la edad de un viejo. Como los sabios dicen que todo está en la mente (lo sé, lo sé) después de la plática con el gran Antún, jovenazo sabio, he comenzado a reflexionar en ello y sé que algo de la cultura maya corre en mi sangre, aunque sea por injerto de los bosques y del aire que me han cobijado desde niño, y debo saber que, cuando cumplí cincuenta y dos años, entré al maravilloso sendero donde caminan los ancianos sabios. Desde ahora dedicaré el resto de mi vida a buscar el hilo dorado de la ancianidad y la veta luminosa de la sabiduría.
Pero sé que la sabiduría me sugiere que cuando vaya a la Casa de la Cultura suba por la grada pequeña que está frente a la entrada del Auditorio Roberto Cordero Citalán y no por el acceso principal, donde está una escalinata terrible, donde los chicos y chicas suben y bajan corriendo, porque ellos tienen toda la fuerza de la vida en sus piernas y en su ánimo. Ellos, que no son sabios; ellos que son unos tontos impetuosos, no tienen conciencia de que todos los días convivimos viejos y jóvenes y los viejos tenemos espíritus grandes, pero cuerpos disminuidos. Como ellos no nos cuidan, nosotros debemos procurarnos el máximo cuidado. Subo por donde sólo hay una grada y camino, con cuidado, por el corredor externo, donde en mis tiempos de juventud corrí impetuoso, hoy camino con parsimonia, casi casi con el paso del maestro Reynaldo Avendaño; ya estoy alcanzando su edad, sin alcanzar la sabiduría de mi amado maestro, quien, con sus Ejercicios Lexicológicos, ayudó a ser lo que ahora soy.
Posdata: ahora tengo conciencia del paso acelerado del tiempo, de que, como lo advirtieron los sabios, la vida es un instante, apenas la flama de un cerillo que muy pronto se apaga.
¡Tzatz Comitán!