martes, 1 de enero de 2008

El buen deseo

A veces jugábamos. Teníamos la certeza de que nuestro porvenir estaba en relación directa con el número de objetos aparecidos. Por ejemplo, Mario decía: "Juguemos a los colores", y yo decía: "¡Rojo!", entonces corríamos al balcón y contábamos cuántos carros rojos pasaban por la calle, cuántas mujeres llevaban blusas o faldas rojas, cuántos baleros rojos, cuántas bocas rojas como sandías.
A veces jugábamos. Mario decía: "Al viento". Corríamos al patio y nos acostábamos sobre la hierba y contábamos cuántos vientos jugaban por encima de nosotros, cuántos vientos arrastraban nubes, hojas, cabellos y unicornios.
No siempre nos iba bien, había días en que todo era de otro color o no hacía viento. A veces pasa que los carros rojos se esconden, pasa que las mujeres visten de blanco o de verde. Perdíamos porque no hacía viento y todos los árboles estaban quietos.
Por esto, cuando queríamos jugar a la segura, ¡de veras a la segura!, jugábamos a "pájaros". Corríamos al sitio de la parte posterior de la casa y bastaba pararnos en el dintel de la puerta para mirar los pájaros que cruzaban el cielo o se estacionaban en las ramas o sobre las bardas. ¡Nunca fallaba! A veces era un solo zanate despreocupado, a veces eran parvadas de tortolitas o de chinitas que llenaban el cielo. El caso es que siempre aparecía un pájaro. Nunca tardaba más de dos minutos en aparecer volando una ligera mancha.
Por esto, ahora, cada mañana apuesto al juego de la vida, me paro frente a la ventana y digo: "Dios, hoy juego a los pájaros". Más tardo en decirlo que un pájaro en aparecer. ¡No hay pierde! ¡Nunca falla!
Que Dios bendiga a todos mis afectos, a todos los lectores de este cuaderno de apuntes. ¡Feliz dos mil 8!